viernes, 6 de octubre de 2023

Mi padre, el actor francés

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Estouffade a la caraibe || Jacques Besnard

Por Rodolfo Lara Mendoza

Lo dijo Eugene Ionesco: «Los que no logran construir una obra de arte o simplemente un pedazo de muro aislado, sueñan, mienten o se representan comedias a sí mismos». La prueba fehaciente me la dio mi padre, actor secundario de una película de Jacques Besnard rodada en Cartagena de Indias a finales de los años sesenta. 

En más de una ocasión le escuché decir que había trabajado en el filme, lo cual no me sorprendió pues uno de mis tíos había hecho de extra en dos de Franco Nero y al parecer ser extras o figurantes en alguna película fue algo corriente en un momento de la historia reciente de la ciudad.

En el caso de mi tío, me puse en la tarea de buscar uno de los filmes y, apoyado en sus referencias, di con la escena de un tiroteo en una aldea de calles polvorientas. Todo pasaba tan rápido en medio de aquel cruce de disparos que tras devolver la cinta media docena de veces sin lograr que mi tío apareciera me di por vencido y concluí que ser extras equivalía a eso, a formar parte de un decorado delante del cual pasan una película de polvo que impide que puedan vernos. Era otro el caso de mi padre. Aunque había hecho de extra en Los aventureros, había tenido también, según contaba, un papel en Estofado a la Caribe que le daba visibilidad, un papel que incluía diálogos.

La escena tenía lugar junto al Muelle de Los Pegasos, entre la Torre del Reloj y el antiguo mercado de Getsemaní, justo donde se tomaban rumbo a Manga y Bocagrande aquellos coloridos buses de madera y cinc, con cortinilla de cuero en las ventanas y piso burdamente abrillantado con ACPM. En uno de esos buses se subía uno de los personajes, encarnado por la actriz ecuatoriana María-Rosa Rodríguez, a quien mi padre debía entregarle un maletín tras correr desde la acera del muelle, donde ella lo había olvidado. Por años busqué la película y, en algún momento, al oírle decir a mi viejo que no la terminaron, desistí en mi empeño. Hoy, tras encontrarla, emocionado cual si fuera yo el actor me dispongo a verla. Reparo en cada detalle, en los tres hombres que acompañan a la mujer y en el bus que aguarda detenido delante de ellos. Mi concentración es absoluta. Podrían darme con un palo sin que me percate. Otro bus se pone en movimiento, la mujer grita algo que no alcanzo a entender y lo aborda en la marcha. Sus acompañantes se quedan en la acera. Uno de ellos sostiene el maletín. Si ese hombre no es mi padre, seguro él va a aparecer por el lado de atrás, va a quitárselo de las manos y a correr a entregarlo.

La duda acerca de que no sea él me viene porque luce más blanco y tiene el pelo más lacio. Aunque hay algo que puede explicar su negritud actual, lo hirsuto de sus cabellos: los años posteriores a la grabación en que tuvo que ganarse el pan recorriendo la ciudad a pie, de sol a sol, vendiendo productos nutricionales u ofreciendo su servicio de restaurador de calzado.

La secuencia continúa. El hombre que tiene el maletín y ha corrido también, se lo entrega a la mujer por una de las ventanillas. Sus acompañantes lo alcanzan y él les dice en francés, señalando el bus que se aleja: «¿Saben algo? Esa que va allá, es mi reina». No tengo dudas ya. Ese hombre es mi padre.
Pero vamos a repetir la escena. Vamos a detenerla en el momento en que él extiende el brazo para entregar el maletín o, mejor, en el momento en que dice «Esa que va allá, es mi reina». Vamos a hacer zoom sobre él para conocerlo. Su talante, el ambiente en que creció, el grueso de las ramificaciones de sus sueños en un país en el que abundan machetes y sierras con qué cortarlos. Bastaría saber que su madre, mi abuela, lo abandonó cuando tenía cinco años. Pero hasta ahí la suya sería una historia común, repetida hasta el cansancio desde que el mundo es mundo y sin la cual no habría un Moisés bíblico encontrado a la orilla del Nilo ni un Edipo que en la búsqueda de su destino asesine a su padre y se acueste con su madre. Lo que sigue es lo que lo muestra como es, como un hombre capaz de perdonar lo imperdonable, lavarlo todo y volver, como el tigre de Borges, «fuerte, inocente, ensangrentado y nuevo». Su madre regresó tras larga ausencia: setenta años en los que nadie tuvo noticia de ella, y él no fue solamente a conocerla, sino que la visitó en más de una ocasión. 

¿Cuál fue su reacción al verla?, ¿qué cosas le dijo o de qué modo la miró? Lo ignoro. ¿Tuvo para ella un espontáneo gesto de cariño o se condujo con la torpeza del amor que ha esperado largo tiempo sentado, viendo como se le atrofian las piernas? No estuve presente y jamás le he preguntado. Sólo sé que la frecuentó y que incluso fue a su entierro, pues ella falleció algunas semanas después de su retorno. Presumo que frente a su tumba habrá llorado y pongo junto a su cara descompuesta por el llanto la frase de una película de Warren Beatty que dice: «Una cosa es perder algo, otra cosa es perderlo, encontrarlo y volverlo a perder».

Algo parecido me acaba de ocurrir. He creído encontrar a mi padre y los créditos al final de la película me arrugan el corazón: donde debería estar su nombre han puesto «Serge Gainsbourg». Aun así, no me siento burlado. Mi padre habla del rodaje con absoluta certeza, casi con ilusión. No puedo sino creerle. Jamás le he oído decir una mentira ni darle espacio a asomo alguno de vanidad. Puede que haya errado en muchas cosas, que haya repetido con nosotros aquel cuadro infame de abandono infantil condenándonos a una vida de carencias, a tener que esconderme cuando niño (y sin saber por qué) cada vez que él volvía, pero no lo ha salpicado el agua del engaño ni lo he visto nunca hacer gala de presunción. Prueba de ello, su incomodidad cuando le dicen zapatero. Aclara que un zapatero fabrica zapatos y él sólo los remienda. 

Tal vez por eso me digo que ha debido participar de un ejercicio de encuadres que asumió como las tomas definitivas o que luego de un primer rodaje, con él en ese papel, la escena fue reescrita poniendo en su lugar al actor francés. He pensado que quizás se encontraba entre los extras y por un desplazamiento en su memoria, con los años se incluyó en la acción central. Nada de eso lo compromete. Si ha mezclado esas aguas es con manos de inocencia, lo que equivale a decir, con manos de olvido. Lo que conozco de él, y en especial lo que referiré a continuación, aunque lo alinea con el texto de Ionesco, en nada anula esas posibilidades. En días recientes mi hermana le enseñó un video grabado hace un par de años, donde aparece sentado en una mecedora tocando la guitarra. Al verse dijo que no era él. Ante la insistencia de ella, él resolvió con enojo: dijo que se trataba de un músico boricua.

Dejo correr la cinta otra vez. Sobre la acción ruedan imágenes ajenas a la película. Imágenes que mi memoria dibuja encima a partir de algunas de sus anécdotas. En una él llora porque su madre adoptiva (la madre de su padre) le ha prohibido asistir a la Escuela de Música. La razón: los músicos terminan alcoholizados. Estudia trompeta y admira al profesor, un genio capaz de descubrir quién falla en los ensayos individuales, aunque los instrumentos interpreten distintas partituras al tiempo. En otra imagen luce feliz porque ella le ha dado para comprarse una armónica. 

No es raro que oscile en sus decisiones esta extravagante mujer, que esconde la comida debajo de la cama para no tener que levantarse a buscarla y hace sonar un plato vacío para jugar con el hambre de su perra. Viven en el Paseo de Bolívar, en la calle de Las Carretas, a un paso de la ciudad vieja, en una casa republicana que tiene un amplio jardín frontal, un portal con columnas espiraladas y un patio con palos de chirimoya y guanábana resguardando la tumba de uno de sus hijos. Mi padre ha madrugado en esa ocasión. La claridad de la mañana que se insinúa detrás del cerro, y el canto de los primeros pájaros, son sonidos y brillos anticipados de esa armónica que le roba el sueño. Por algún motivo se demora en salir. Cuando pisa la calle escucha una explosión. Minutos después escucha la otra. No son ni las seis de la mañana del 30 de octubre de 1965 y gran parte del mercado, incluido el instrumento que espera comprar, es pasto de las llamas.

Mi padre es un mulato tirando a negro que en nada se parece a Serge Gainsbourg, pero pauso la cinta y observo de cerca al actor francés.  Resulta increíble que no sea él. ¡Cómo puede no serlo! En 1967 Gainsbourg debía rondar los cuarenta años. Mi padre a duras penas tendría veinte. Pero eso se resuelve con maquillaje. Me asalta entonces el recuerdo de una tarde ya lejana. Tengo siete años y mi hermana mayor nueve. Hemos entrado a una tienda ubicada frente a la playa, llorando, porque él se ha extraviado en las olas. El tendero nos dice que no nos preocupemos, que a nuestro padre le apodan el Tiburón de Marbella. Confronto esa memoria con un comentario de Facebook puesto bajo una antigua foto del balneario. Alguien ha escrito que justo en esa casa, donde después estaría la tienda, vivió un hombre al que apodaban de ese modo. Mi padre no es tan viejo y nunca vivió en ese lugar.

Regreso a la película y escucho a la actriz gritar “¡Mes bijoux, mes bijoux!”, a la par que recibe el maletín. Él me había dicho que la mujer gritaba “¡Monsieur, Monsieur!”. Eso tiene explicación: él no habla la lengua de Flaubert y más de medio siglo ha pasado desde la mañana del rodaje. Barajo por enésima vez mis cartas. Los ases que espero encontrar están ausentes y el mundo entero, mi más duro rival, juega siempre con cartas marcadas. Por eso vuelvo a Ionesco: “Los que no logran construir una obra de arte o simplemente un pedazo de muro aislado, sueñan, mienten o se representan comedias a sí mismos”. De ello soy ahora la fatal confirmación. Me haré matar si alguien dice que el tipo con la guitarra no es un artista boricua, o si se llega a insinuar que aquél que entrega el maletín en Estofado a la Caribe a una mujer que grita “¡Monsieur, monsieur!” no es mi padre, el famoso Tiburón de Marbella.

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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

1 comentario:

  1. Rodolfo Lara Mendoza merece aún mayor reconocimiento nacional+. Una pluma necesaria.

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