martes, 22 de marzo de 2016

El sol en el lomo

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Por, Andrés Felipe Yaya


En las tardes, en las orillas del río, las canoas una tras otras se mecen, bajo el acoso de un sol, cuya luz hace que los mangos, con sus manchas trazadas a ciegas, estallen de luz,  mientras en el aire una mariposa se hace polvo. Amarillo es este río en las tardes, donde  el tiempo de escuchar el chillido de los alcaravanes, se esfuma; donde el muerto se revuelve, recorre, curva a curva, el camino con un mismo gesto. Antes, mientras todos dormían, noche tras noche, lanzaban cuerpos a estas aguas azuladas de olvido. Me cuenta un arenero que, antes de lanzarlos, abrían sus cuerpos y los llenaban de piedras, mezclándolos con aliento de tierra, para que en la travesía no flotaran. Invisible, el finado, vuelto escombro, se desprendía rodando. También me dice: a otros les  hacían una incisión desde el cuello hasta el ombligo: extraían los órganos uno a uno, concluyendo en un vacío palpable. Luego, los arrogaban, esta vez, el agua entraba y salía en ellos, sin nunca llenarse, como una ronda infinita, donde la posibilidad de vacío no existe. De esta forma el cuerpo no flota, agarrado del agua, con pequeños giros, busca, raro, apedreado, el corazón lanzado a las bocas del abandono.
Don Pablo, arenero de oficio, conoce el Cauca y sus palabras son historias.  Sube a la canoa antes del amanecer, con la espalda desnuda, curtida, y en la nuca, como una geometría, entre círculos, el latido del sol permanece. Un calor suave, con olor a pescado  sobre cada poro, le brota de los brazos, del pecho, del rostro apagado, imprimiendo la imagen de un animal que sufre en silencio, recogido, estrecho por dentro. Inició el recorrido, río arriba, a través del concierto de grillos, rema con movimientos precisos, lentos, monótonos.  El río, dormido, gime quedamente con su vaivén, con olor a pantano, repleto de estrellas resignadas a contemplar la lluvia desde la casa de las aguas. De pronto, don Pablo se detiene, dando manotazos al viento, para tratar de espantar los zancudos. Dueño del río, asciende a través de las aguas, llevando un balde de hierro, como una luna vieja que desaparece en las albercas. Por momentos, desaparece; queda en la canoa, como las huellas del retorno, una camiseta y el radio viejo, donde las canciones se cortan y la nostalgia tiene un mismo tono. Y, poco después, cuando crece el eco de las palabras que nos habitan, a un lado de la canoa, sale don Pablo en un sobresalto. Su figura se erguía, ahora, sobre el bote cargando el balde lleno de arena. Se mira, por encima de su cuerpo, chorreando agua. Su rostro empapado: el mentón sin rasurar,  la frente limpia, arrugada, sin más adorno que unas gotas de agua que se advertían. Entonces, con un dulce abrigo  seca el cuerpo, de frente al sol, sin prisa, delante de un tiempo amplio y propicio.
De regreso, bajo el traje amarillento del sol que apenas aparece, me habla del pasado. Recuerda esos años infantiles —donde el rostro se teñía con achiote y las nubes, con la fragilidad de los hojaldres, tenían las formas de un tiempo que, con poco tacto, difumina el rostro—. “Esos  años son una maravilla” —dijo él, remando, tan monótono y triste,  luego de ponerse la camiseta, y tomar, excelso en su costumbre,  un trago de tinto. El río nos hacía descender y descender, sin prisa, sueltos los brazos, hacia la orilla, donde es la zona de descargue. Allí, lentamente, como las garzas que llegan de tarde en tarde a la caña brava, comienzan a llegar los areneros, con una pala y un líchigo que cuelga del hombro; dentro de un desorden van encontrando los lugares, junto a la sombra de los guayacanes, entre los pilones de arena, para tomar el desayuno, empujados por la costumbre de no soportar el estómago en soledad. Mansamente, en el reflejo del río, se contemplaban esos pellejos mordisqueados alguna vez, con deleite, por el untuoso sol de todos los días. De una estaca, don Pablo amarra el bote, que sobresale 10 centímetros por encima del agua: la carga —arena mojada—, hace que la mitad y un poco más desaparezca. A menudo, don Pablo llega a este punto antes de las siete de la mañana, para descargar, presenciando la llegada de las primeras volquetas. Negocia su primera carga, en medio de voces y humo, a veces, entre algarabías, vende su viaje. Pero, antes de regresar al río, desayuna, y en el radio, sentado en la raíz de un almendro, escucha las noticias del día: las mismas de otras veces. Ante la visión del río, sólo descifrable para él, en aquellos días, habla consigo mismo, buscando en las aguas la escritura invisible de los muertos. Habían muertos, ciertamente; un gesto que lo hacía mirar el tránsito de las aguas. Pero, al considerar las historias de lo sucedido; al admitir que casi todo en él había sido pasado; al sentirse ajeno a esas muertes —esa muerte lejos de aquí, vista en el estruendo de una noche—, sentía toda la culpa de una época, una ajena a sus ojos. Entendía el río, entendía el sol, las fábulas de los hombres confinados a un viaje, difícilmente, orientado a desembocar en el olvido. Por instantes, se integra en la soledad de arenero, llena de posibles maravillas que nunca serán, con las entrañas a la vez adoloridas y ahítas, yendo de la felicidad a la resignación de sentirse el mismo todos los días.

Imagen: Antonio Florez
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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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