Sara Giraldo Posada
Ya
llevaba algunos días en Buenos Aires, era jueves y aún no había decidido cuál
era el plan. Me desperté tarde y me quedé con mi amiga ayudándole a arreglar el
apartamento que estaba vuelto un caos, pues el día anterior había entregado
unos diseños que llevaba armando durante cuatro jornadas seguidas sin dormir.
Venía puliendo desde eso yo también mis pocas aptitudes para las manualidades
mientras trataba de ayudarle en cualquier actividad de poca importancia pero
que le quitaba tiempo. Fui por instantes asistente de diseñadora de
indumentaria.
Arreglé
el jardín, mientras ella recogía los recortes de tela, los alfileres del suelo
-que habían encontrado hogar en las plantas de mis pies, llenos de ampollas
consecuencia de todo lo que había caminado esos días-, guardaba las máquinas de
coser y los hilos. Luego, desayunamos y partimos, ella a su facultad y yo, pues
decidí a último momento ir a la Biblioteca Nacional y al Museo de Bellas Artes.
Así que tomé el colectivo 92, me bajé en frente de la facultad de ingeniería de
la UBA, a pocas cuadras de la biblioteca.
Al
llegar al lugar, pregunté por la visita guiada, algo que normalmente no hago
pero por alguna razón inexplicable sentí el impulso de hacer. Todo pasa por
algo, me dirigieron hacia donde se encontraba Susana Jurado, una señora de más
de sesenta años, que con un cariño exuberante por su trabajo, explica con
espíritu de maestra –pregunta, regaña, evalúa, y si tienes suerte te da un “10
admirado con estrellas” cuando respondes algo bien- todo sobre la historia del
lugar, la evolución de la escritura y del libro, también el estado de las
bibliotecas en el mundo. Esta abuelita pintoresca, que según ella con la edad
se ha vuelto menos tolerante a la estupidez humana, es la joya más preciada que
tiene el sitio. Cuando nos presentamos, únicamente éramos ella y yo, comenzó su
discurso así:
Argentina
se independizó en 1810, el 25 de mayo. En septiembre del mismo año Mariano
Moreno decidió construir la primera biblioteca pública de Buenos Aires. Argentina
entonces no estaba federalizada, y para ello acudió a los ricos de la ciudad y
los invitó a participar de su construcción por medio de donaciones de
ejemplares o colecciones. No dejó de lado solicitar la colaboración de la
iglesia católica que siempre ha tenido cantidad y calidad de textos
invaluables, sin embargo la generosidad eclesiástica no fue acorde y muchos
decidieron no realizar ningún aporte. Por fortuna para la cultura bonaerense,
después argentina, Moreno no aceptó la negativa como respuesta e incautó los
documentos. Así comenzó a conformarse el inventario de la Biblioteca Pública de
Buenos Aires, que en esa época reposaba en el Cabildo de la ciudad.
Ahora
bien, cuando Argentina pasó a ser federalista y su capital se constituyó en
Buenos Aires, la biblioteca pública de la ciudad adquirió inmediatamente el
título de Nacional. Curiosamente en Córdoba parece que existía una biblioteca,
o mejor, una colección de títulos más amplia, pues este lugar había sido el
asentamiento de los jesuitas y por su afinidad con la ilustración y la cultura,
poseían un mayor inventario de volúmenes.
De
esta manera, la biblioteca se ubicó en la calle México, en lo que iba a ser un
edificio para la Lotería Nacional de Argentina. Y allí permaneció por casi cien
años, desde 1901 hasta 1992, cuando fue inaugurada la nueva sede.
La
mudanza de la biblioteca fue causada por uno de sus directores más ilustres:
Jorge Luis Borges, quien acudió personalmente ante el presidente Arturo
Frondizi, a manifestarle que el edificio en que funcionaban las instalaciones
no era un lugar adecuado para la correcta conservación de los ejemplares, ya
que estos se ubicaban en estanterías a plena vista, es decir, expuestos a la
luz, el ambiente y a los temidos ácaros (ahora el depósito se encuentra
subterráneo y es climatizado), de esta manera el presidente ordenó, por
Decreto, un lugar destinado a la construcción del nuevo edificio. Un área
conformada por tres hectáreas, que se encontraba entre las avenidas del
Libertador y Las Heras, y las calles Agüero y Austria. Justo donde había sido
el palacio Unzué.
Esta
era una residencia de veraneo de la familia que llevaba ese apellido, pues en
la época, estaba justo a la orilla del río de La Plata – que hoy en día se
encuentra a kilómetros del lugar-. Dicho inmueble fue incautado posteriormente
por el Estado, aunque no hay registros de la razón para hacerlo (Susana cree
que fue un asunto de impuestos, pero aclara que no es más que una suposición),
y luego se convirtió en una residencia presidencial. El único presidente que
habitó el edificio fue Perón, tanto así que allí fue donde murió Evita.
Finalmente, este fue tomado y destruido por los militares, en su lugar, los
milicos sembraron pasto con la ilusión de borrar de la memoria cualquier recuerdo
de Juan Domingo y su esposa. Lo único que permaneció de la construcción fue la
casa del servicio, que hoy en día, irónicamente, es el museo de Juan Domingo
Perón.
Volviendo
a la construcción de la Biblioteca Nacional de Argentina, desde 1958, que fue
cuando Borges abogó por una nueva ubicación, hasta que esta se inauguró,
pasaron treinta años.
En
la actualidad, la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, cuenta con una estructura
arquitectónica brusca y, a primera vista, bastante impersonal. Por lo menos hasta
que se entiende el origen de su estilo de construcción.
El
estilo europeo brutalista, es
concebido en la época entreguerras, por ello se preocupa porque la propuesta
sea funcional y económica (no de bajo costo, sino que economice recursos), por
ello utiliza como fachada hormigón sin revestimiento, prioriza la luz natural,
las salas de lectura tienen un ventanal de 360°, y los sótanos a través de unos cilindros o lucarnas que
transportan la luz desde la planta baja, pueden también gozar de la iluminación
del día. El hall de entrada está
despejado para hacer las veces de escenario al aire libre, es también propio de
este estilo la construcción de rampas – como método de inclusión de los heridos
en las guerras-, las cañerías a simple vista, así como los pisos colgantes, es
decir, dentro de lo que desde afuera parece un solo piso, existen una serie de
“cajones” que cuelgan, y así se aprovecha el espacio al máximo. Por último,
desde el exterior, el edifico recuerda la forma de una mesa pues la parte
superior, que es chata, se sostiene sobre cuatro columnas, similares a unas
patas.
Al
edifico lo cubren en este momento, externa e internamente, carteles y pancartas
que protestan contra los 224 despidos
producidos dentro de la planta de personal de la Biblioteca en lo que va corrido
del período de gobierno del presidente Macri, que apenas se posesionó el 10 de
diciembre de 2015 y, a su vez, en el corto mandato de su nuevo director Alberto
Manguel, de quien muchos quisieran ver desde ya colgado el retrato dentro de la
Sala del Tesoro – lugar donde reposan los documentos antiguos, valiosos y
restringidos al público- donde solo tienen lugar aquellos de los directores que
han fallecido.
Ahora,
dentro de este edifico brusco y crudo, reposan artículos invaluables para la
historia universal como dos rollos del antiguo testamento, veintiún incunables,
que son libros que se remiten al período desde la creación de la imprenta hasta
principios del Siglo XVI, una biblia original de Gutemberg primera edición, y
también manuscritos de Santo Tomás de Aquino. Así como elementos originales de
la biblioteca de la calle México como escritorios, sillas y lámparas para los
lectores, que chocan abruptamente con la nueva dotación moderna y minimalista.
Está, a su vez, el escritorio de Borges y de Paul Groussac (otro de sus importantes
directores), un monumento a Evita, que se ubica en la parte posterior del lote,
de cara a la Avenida del Libertador, y justo al lado, otro en homenaje al Papa
Juan Pablo II, que fue donado por la comunidad polaca después de que él
visitara el país y celebrara una misa desde ese mismo lugar.
Todo lo relacionado con los objetos más
preciados del recinto me lo contó cuando entramos a la Sala del Tesoro, en el
cuarto piso, a la que ningún visitante tiene acceso, sin embargo, ser la única
de la visita que acompaña a la que posiblemente sea una de las funcionarias de
la Biblioteca tiene sus ventajas. Después de que ella entrara primero y
solicitara permiso para que yo pasara pudimos entrar, allí observé con mis
propios ojos una página de la biblia de Gutemberg, y uno de los manuscritos de
Santo Tomás de Aquino. Estos reposaban en una vitrina en el centro de la sala,
en la que no había nadie más que investigadores acreditados y nosotras. Aunque
mi primera reacción fue quedarme estática ante esos especímenes, Susana
insistió en que era necesario que admirara y valorara otra cosa que para ella
era importante, los contenedores de los libros que nos rodeaban, es decir, los
estantes o bibliotecas. Todos eran de la antigua biblioteca de la calle México,
en madera, gruesos, robustos, cálidos, con calados y figuras, algunos de ellos
giraban. Sin duda unas estanterías dignas de guardar lo que guardaban. Recalcó
enfáticamente esto, dijo que hoy en día estos muebles no se hacían más, y tenía
razón, los de ahora están desprovistos de detalles, de amor, no tienen ningún
valor agregado.
Después de admirar el mobiliario de la Sala
del Tesoro, continuamos con el recorrido. Fue entonces cuando me contó que, como
si fuera poco, la Biblioteca Nacional cuenta con una sala de lectura para no
videntes, además con otra a la que se pueden entrar alimentos, pero nunca
documentos de propiedad de la biblioteca, con el objetivo de servir como lugar
de estudio para personas que se dirigen a la capital a cursar la universidad y
posiblemente en sus residencias no
cuentan con un espacio apropiado para hacerlo.
Por último, en 2010, cuando se cumplió el
bicentenario de la Biblioteca, se construyó como homenaje el Museo del Libro y
de la Lengua, en el que se expone de manera permanente la historia del libro y
de las editoriales en Argentina, así como un recuento de la evolución del
“lenguaje porteño”, también cuenta con una segunda planta en la que se
presentan muestras o exposiciones que varían según la época.
Cuando pensé que ya era el final, me llevó a
un sofá y me dijo que era importante que me contara varias cosas que se le
habían quedado en el tintero, y con esa dulzura comenzó a relatarme que el
hombre había empezado a escribir en las cavernas, sobre tejuelas –que son
láminas de barro-, y básicamente sobre cualquier superficie desde finales del
IV milenio a. C.
Lo sorprendente es que a penas con la utilización del papiro en el Siglo IV
a.C. fue posible borrar. Antes, lo que se escribía quedaba grabado, casi
literalmente, sobre piedra. Con el papiro, era posible remover la tinta de su
superficie, lo que repercutió no solo en ofrecer la posibilidad de equivocarse,
sino que también se configuró una nueva manera de “eliminar” la memoria. Es
imposible saber cuántos o cuáles textos fueron borrados para poder reutilizar
el papiro.
También me compartió que ninguna biblioteca
nacional del mundo presta sus libros para que los lectores se los lleven a sus
casas, pues su función es custodiar los ejemplares. No obstante, la gran
mayoría está disponible para consultar directamente en sus salas.
Otro de los datos maravillosos que compartió
conmigo fue que por lo general, todas las bibliotecas nacionales se ubicaban en
las capitales de los países, a excepción, por ejemplo, de la de Holanda que
queda en La Haya, o el caso de Alemania, que posee dos bibliotecas nacionales,
una en Leipzing y la otra en Frankfurt. En ese momento me preguntó cuál era la
razón de este fenómeno, le contesté que por la división de Alemania del este y
del oeste. Ese fue mi segundo 10 admirado con estrella de la tarde, el primero
fue por responder cuál era la capital antigua de Brasil, que por cierto es otro
de los países que no tiene la biblioteca nacional en su capital, que es
Brasilia, sino en Rio de Janeiro. Situación que a Susana le parecía muy
conveniente, toda vez que sostiene que como la población de Brasilia está
conformada por políticos y economistas, es gente que no lee, o no entiende lo
que lee por lo menos. De lo contrario viviríamos en un mundo mejor. Esa es su
hipótesis.
Fue
con este discurso que concluyó mi tour casi onírico por la Biblioteca Nacional
de Buenos Aires. Susana, me llevó al primer piso, donde se encontraba una
exposición de Rubén Darío, con la misma calidez y tranquilidad con que me paseó
por todos los rincones del recinto. Ya era el momento de ir a casa, llevábamos
más de cuatro horas de recorrido y aunque su edad era avanzada, su vitalidad y
ritmo para caminar no estaban menguados en absoluto, la biblioteca estaba
próxima a cerrar. Me dijo: “chao Sara, doblá a la derecha cuando salgás, no a
la izquierda porque es oscuro y peligroso, vete hacia la Avenida Las Heras”.
Eso
hice, ya era muy tarde para ir al Museo de Bellas Artes, tomé el colectivo 92
de vuelta a Bulnes con Guardia Vieja, regresé al mismo apartamento caótico, que
supuestamente habíamos dejado en orden, pero que mi amiga ya tenía patas arriba de nuevo pues estaba contra
el tiempo trabajando en otro proyecto.
Que narrativa tan espectacular me logró transportar
ResponderBorrarMe encantó.
ResponderBorrarYo a este texto le doy un diez, admirado y con estrellas.
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