Imagen de salgoolulu |
Por Keren Marín
Cuando me despedí de mis padres en la entrada y me aventuré hacia los pasadizos de cristales y espejos, me sentí por primera vez valiente. Caminé sin prisa y observé con atención cada uno de los detalles: espejos cóncavos y convexos de reflejos engañosos, paneles de vidrio transparente que simulaban la extensión del camino, luces de colores rojizos que con su esplendor buscaban desorientar al incauto caminante. Fue tal mi asombro ante el complejo de imágenes que presenciaba, que pronto perdí de vista al resto del grupo. De repente me encontré sola, atrapada en una esquina cuyos reflejos sin forma devolvieron a mi alma infantil el miedo y la angustia.
Para procurarme calma y valor, traté de recordar todo lo que había leído sobre laberintos días atrás. Recordé que Dédalo fue el primer hombre capaz de encerrar a través de su imaginación al Minotauro y su furia. Sabía además, que durante el apogeo de la dinastía egipcia los laberintos servían para sellar las tumbas de los difuntos y que en países como Finlandia y Suecia los pescadores y marineros los usaban para atrapar los espíritus del mar y calmar los vientos. Por su parte, los romanos los empleaban como símbolo de la ciudad sagrada, pues los dibujaban en los muros que protegían el imperio.
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Estos datos si bien me procuraban tranquilidad no me revelaban de forma alguna el modo de salir. Ante ello, no me quedó más opción que recorrer el laberinto y encontrar ayuda. Aquellos minutos fueron los más largos de mi vida: las imágenes que antes me habían encantado se presentaban ante mí como siluetas monstruosas y deformes, el eco de mis pasos se repetía interminablemente y la oscuridad a mi alrededor parecía hacerse cada vez más densa e impenetrable. En medio de mi travesía vi a un joven caminar en mi dirección: era el encargado de la atracción. Fue tal mi alegría que corrí hacía él sin percatarme del camino y terminé de narices contra un panel de cristal. Mi nariz comenzó a sangrar y el llanto nubló mi vista. El joven trató de calmarme prometiendo volver con ayuda, pero estaba tan alterada que me puse de pie y seguí corriendo hasta escapar de mi imagen.
Cuando finalmente me detuve, me di cuenta que había llegado al centro del laberinto. No encontré allí un ente deforme o una divinidad. Encontré a mis padres o para ser más exactos, ellos me encontraron a mi. Fue tal mi emoción que me abalancé hacia ellos y lloré larga y desconsoladamente. Mi madre alzó mi rostro bañado por las lágrimas y con voz dulce me dijo: “Algún día aprenderás a disfrutar de los caminos que has elegido”. Afuera el atardecer cubría el cielo, mientras la ciudad bañada por la luz empezaba a soñar con la noche y sus estrellas.