FORMAS DE LUZ
(EL SENTIDO DE LA MELANCOLÍA)
Por Marco Tulio Aguilera Garramuño
Llegará un tiempo en que los hombres temerán mirarse al espejo y lamentarán haber nacido
A las cuatro de la tarde Ventura le dijo que era hora de ir a la oficina.
—Me vale madres — dijo francamente iracunda—. Te sientas y me escuchas hasta que yo quiera.
¿La razón de su enojo? El vuelo de una mosca cerca de su territorio, afirma Ventura. Y ahí siguió sentado, en el banquillo de los acusados, semidesnudo, apenas en calzoncillos, la tormenta lo había sorprendido con las velas arriadas a medio camino entre la sala del segundo piso y el baño, y ahí lo tienen, señores, al poeta del cuerpo perfecto, escuchando toda la historia de su canallada, dieron las cinco y seguía el rosario, a las seis comenzó a elevar el tono de su voz, Ventura huyó rumbo a su cuarto y tras él iba la bella princesa oriental convertida en arpía, a las siete ya estaba gritando y lo tenía acorralado en su cama, en el rostro de Atanasia una expresión de siniestra alegría, casi de demencia, comenzaron a llover los golpes, le tiraba puñetazos a la cara, al bajo vientre, lo golpeaba en la cabeza con la chancleta de madera, quería romperle la nariz, partirle la boca, hacerle todo el mal posible. Yo la dejaba hacer apenas esquivando los golpes y me mantenía en mi posición: puedes hacer lo que quieras, que ya estoy bien y no me voy a volver a enfermar. Salí de cinco horas de acorralamiento mentalmente ileso y físicamente apenas con una mano sangrante. Llegó Ático y se calmó la tormenta. Permaneció un instante de pie, inmóvil, enmarcado por el quicio de la puerta, mirándonos. Su expresión parecida a la de un san Sebastián. Después se retiró sin decir una palabra. Luego le comenzaron los dolores de espalda. Atanasia tomó medicinas una tras otra en vano. Le di una frotación del alcohol y se le calmó un poco. A las dos de la mañana seguíamos despiertos y estaba más sosegada. Comencé a acariciarla y terminamos dándole gusto al cuerpo, por primera vez en dos años. Se arqueaba y gemía, se entregó a unos leves espasmos. Luego dijo que no había sentido nada. Absolutamente nada. Mi firmeza no fue gran cosa pero la sostuve casi hasta que logré que ella disfrutara. Por lo menos eso quiero creer. Finalmente nos dormimos, a eso de las tres y media, para levantarnos a las ocho treinta. Era necesario ir a los exámenes médicos. Salió limpia de corazón y pulmones. Lo tuyo sólo es un enfriamiento, mija, dijo el doctor Johnson, que es verdaderamente un hombre de caricatura, un tipo con bonhomía casi rayana en la santidad. Desayunamos en Vip’s en santa paz y pasamos el resto del fin de semana reconciliados, casi amorosos. Fuimos a misa el domingo. Horas antes yo había ido a la cancha de básquet, donde derroté al enemigo grande tres partidos a uno a uno. Víctor Mariscal refunfuñaba como un animal herido de muerte. No puede soportar ser derrotado. Es una auténtica bestia, un rudazo. Huele como mil demonios y siempre está frotando entre sus dedos índice y pulgar una cruz de oro que lleva al cuello. El básquet es mi termómetro: si gano puedo entender que el mundo comienza a marchar aceitadamente hacia algún tipo de apoteosis.
Atanasia a sus cuarenta es una mujer de hermosura sosegada. Es como un rayo de sol en el agua pura. Asume, ante el mundo, no conmigo, una actitud de bello optimismo, de simpatía, es amable, cariñosa y tiene unos aires de inocencia que impulsan a todos a protegerla. Y es que a pesar de que le han caído las siete plagas de Egipto, Atanasia ha vuelto a levantarse, ha florecido, no se ve demacrada. El hecho de que haya bajado de peso hasta los 48 kilos la hace parecer una adolescente, particularmente porque su selección de ropa es siempre primaveral. Es una chica Palacio, Miss Clairbone, la reina de la pasarela. Su selección de ropa sería envidiada por la princesa Mata Mari. Su colección de perfumes es inacabable. No usa maquillaje porque sería absurdo. Ella misma es un efluvio de vida, de gracia. Todo en su expresión es serenidad, el óvalo de su rostro es perfecto, su piel de una tersura inconcebible, sus ojos evocan lo más agradable de la creación. Su voz es ligeramente infantil, mimada. Una criatura que suscita amor, confianza, complicidad a primera vista. Tantos encantos, aunados a un cuerpo menudo, esbelto y a unos pechos privilegiados que en vano quisiera ocultar, todas las mañanas antes de ir a la oficina se prueba frente al espejo mil combinaciones, se disgusta con sus senos de diosa griega y termina por aceptar lo inevitable: hombres de toda condición estarán en torno a ella esperando una sonrisa, una mirada, una palabra… que ella no podrá dejar de conceder: Dios, cómo quisiera ser malvada y fatal, mandar al diablo a todos los machos que me perrean. Dice.
Pero poco tiempo duró este esplendor, este regreso. Sucesos imprevistos y aterradores arrasaron con lo que quedaba de tranquilidad en esta casa. Es difícil, casi imposible, relatar los hechos, no hay palabras lo suficientemente siniestras. Nadie puede concebir que exista una maldad tan refinada, tan satírica, tan mordaz, tan perversa como la que hizo presa de Atanasia. Una noche, después de un día difícil, Atanasia dijo que iba a salir y que regresaría dentro de cinco minutos. Dos horas más tarde no había regresado. Yo, conociendo sus rumbos caprichosos y su voluntariosa libertad, no le di importancia al asunto. Súbitamente, a eso de las doce de la noche, sonó el teléfono. Ático corrió a responderlo, e inmediatamente me pasó la bocina con un gesto extraño, sobrecogedor. Es mi mamá. Algo le pasa. Sólo escuché gemidos, llanto, luego palabras entrecortadas. Me secuestraron. Estaba hablando desde su celular. Se cortó la llamada. La llamé. No hubo respuesta. Insistí varias veces hasta que logré comunicación. Seguía llorando. Le pregunté dónde estaba. Dijo que en la carretera, manejando. Insistí dónde estás. No sé, dijo, no sé. Estoy en un camino y avanzo sin saber para dónde. Todo es oscuro. Creo que estoy en el infierno. Se volvió a cortar la comunicación. Minutos después volví a tenerla en la línea. ¿Dónde estás? No sé, en una carretera, estoy siguiendo a un ADO. No puedo ver sino sus luces. Hay mucha niebla. Tengo sangre en mi blusa, tengo la ropa desgarrada. ¿Dónde estás?, insistí. No sé, gritó, no sé. Vi un letrero pero ya se me olvidó lo que vi. No sé para dónde voy, tengo mucho miedo, tengo mucho miedo, hay sangre por todas partes. Se volvió a cortar la comunicación. Llamé al 066, pedí que se comunicaran con la Federal de Caminos, que localizaran una camioneta BMW plateada en los alrededores de la ciudad. Pensé salir en el coche pero no tenía idea del rumbo. Sólo había una posibilidad de desenlace positivo: que Atanasia encontrara la dirección adecuada. Pero cómo iba a hacerlo si me había preguntado en qué ciudad vivimos y cuál era nuestra dirección, si me preguntó cuál era mi nombre y me gritó que dejara de perseguirla. Fumé como desesperado hasta terminar la cajetilla. Súbitamente Ático dijo: ya llegó. Corrí a abrir la puerta. Lo primero que me dijo fue: Que no me vea Ático, que se vaya a su cuarto. Nuestro hijo estaba tan asustado que obedeció inmediatamente. Traía la blusa blanca, su blusita Liz Clairbone de lycra, que entallaba su busto de Atenea, teñida con un enorme y húmedo manchón de color rojo destellante, la falda rota, la ropa interior en la mano, desgarrada. Lo que le sucedió es tan espantoso, tan absurdo, que no me atrevo a contar sino el inicio: cuando iba a bajar de la BMW a comprar una botella de agua, sufrió un empellón. Pásese al asiento del copiloto. No me mire. Si lo hace la mato. El agresor portaba una navaja y se la puso en el cuello. Amarró a Atanasia con enormes pañuelos rojos de ranchero. Ató los tobillos, las muñecas, le cubrió los ojos con cinta canela. Hizo que se tirara en el suelo y comenzó a conducir mientras le decía obscenidades y recitaba estrofas de mis poemas eróticos. Decía que era amigo mío y que compartíamos aficiones. Entonces, ¿por qué no compartir mujer? Manejó durante más de una hora, diría días más tarde Atanasia. De lo que sucedió después sólo puedo decir una cosa: si mi esposa salió con vida del asalto, fue porque el individuo le amarró las manos adelante. Si se las hubiera amarrado atrás ahora sería nada más carne en descomposición y pasto de las fieras en el bosque. La salvó eso y la tremenda furia, esa rabia que yo tantas veces he sufrido, y que le ha permitido sobrevivir a tantas agresiones del mundo.
Días después encontré en el apartado postal un anónimo escalofriante, en el que un individuo relataba minuciosamente lo que pensaba hacerle a Atanasia. La carta estaba fechada quince días antes del asalto, lo que daba indicios de que todo había sido perpetrado con cálculo desmedido, que el individuo tenía sometida a espionaje a Atanasia y que estaba acechando el instante de atacarla. El colmo del cinismo es que anunciara el ataque al propio marido, tratando de hacerlo cómplice del asunto.
Los días y noches siguientes han sido infernales: sin sueño, con discusiones, llanto, quebrantamientos de ella y míos. Tengo miedo, lo confieso. Quisiera llorar pero no puedo. Ático está escondido en su cuarto y no quiere salir. No sé qué hacer. Lo más asombroso fue que al día siguiente, todavía sangrante, Atanasia quisiera ir al cerro a correr, y que el domingo tuviera ánimo para ir a misa y sonreír a sus familiares.
A veces me despierto cuatro veces en una noche y me quedo con los ojos abiertos mirando la oscuridad de mi alma. Será difícil abandonar un vicio de cuarenta años. El fumar (segunda vía de escape) es una de las pocas cosas que daban interés a mi existencia ahora que he perdido las ganas de vivir. La intención de no fumar me duró quizás dos horas. Fui a sacar furtivamente un cigarro del estudio de Atanasia. Mi mujer atribuye mis problemas al poco afecto que me dio mi madre. Dice que ella estuvo muy ocupada con sus hombres y sus trabajos para ocuparse de sus siete hijos. Yo le escribí su novela a mi madre, No me arrepiento de nada. Con ella rasguñé el premio grande, Grand Prix de París. Sin duda mi madre es una obsesión en mi vida. Soy un enconado Edipo. Hay que aceptarlo.
— En realidad lo que hiciste en ese libro fue justificar y hasta celebrar la vida disipada e irresponsable de tu madre.
Cuando la escucho hablar por teléfono con sus amigas oigo que les dice que los zopilotes ya la están rondando. Pienso con frecuencia que Atanasia se está suicidando lentamente. Se sostiene al borde del abismo. Por lo menos no falta la comida en casa. Yo no hago otra cosa que deambular por la mansión de Bruno Díaz. Así la llamó Cesáreo Victorino, el escritor más premiado y becado, el eterno viajero, el reseñista de las estrellas de primera magnitud, el prologuista de los jóvenes talentosos, el miembro de todos los comités del Sistema Nacional de Creadores, el pequeño capo histérico de la mafia local, un Truman Capote que ha pasado su vida adulando a cualquier cucaracha coronada. Blanco, casi albino, con un bigotito de mosca, un eterno cigarrillo humeante que no sé cómo logra mantener entre sus labios mientras habla, su inalterable sombrero canotié, usa su homosexualidad como bandera, es de una amabilidad empalagosa y de una hipocresía de puta cara —escribió Ventura. Es el típico intelectual corrupto mexicano, adulador de los funcionarios culturales, escribe reseñas en las que prodiga frases ditirámbicas “cuando ya se pensaba que la novela había muerto en México, XX nos ofrece La Obra Maestra del Siglo”, “el espíritu de la poesía ha vuelto a encontrar su nicho perfecto en XY”, “una asociación perfecta entre un alto lirismo y una abismal cala en la naturaleza humana”. Desde la edad de los 25 años ha recibido ininterrumpidamente las becas del Sistema Nacional de Creadores y las seguirá recibiendo hasta su muerte, pues ya es Creador Emérito. Tiene cincuenta años y un cuerpo fofo, desmadejado y tembloroso. No puede resistirse a emitir una risilla de conejo a manera de signo de puntuación de todas sus frases, que pretende memorables. Es como si a cada instante se estuviera emocionando por la gran aventura de vivir y de ser Cesáreo Victorino, ni más ni menos.
— Yo también tengo una casita bastante inmodesta. Yo también la he construido con mis premiecillos — eso dijo torciendo la boca en un tic que se ha eternizado en su rostro.
Renán Trigueros, que es mi amigo, y el hombre más chismoso de la parroquia (he conseguido con el chisme y el infundio lo que no he podido con la literatura, que a fin de cuentas no es más que vanidad objetivada, dice) afirma que Cesáreo Victorino es más degenerado que Calígula y el Divino Marqués, asegura que hace frecuentes tríos con Escato y Mesalina, dice bajando la voz que lo tuvieron que internar en el Hospital Civil tras una orgía de locos en Las Ánimas porque se le había atorado una botella de Coca-Cola en el culo, murmura que tiene relaciones equívocas con su perrita Marta (especie bestial por cierto ya muy trillada, que ha usado también para infamar a Aurelio Ficino, a quien llama Nuestro Hombre en Estocolmo, por el hecho de que es el único en nuestro rancho que podría aspirar al Nobel).
Veo como única posibilidad de escape el hecho de que pueda regresar a la oficina cuando termine la incapacidad actual. Leo: Quiero que sepas que bajo esta agua hay una raza condenada que suspira y hace hervir la superficie. Metidas en el lodo dicen: Estuvimos siempre melancólicos bajo el aire dulce que alegra el sol, llevando en nuestro interior una negra humareda.
Sigo rezando el Padre Nuestro constantemente. Creo imposible recuperar el afecto de Atanasia. ¿Qué me queda, qué queda de esta familia? Sólo me resta un nirvana (tercer consuelo de los desesperados): el que encuentro en los sueños, bienaventuranza que es interrumpida por la resequedad de la garganta y los ruidos del mundo. Escucho todo, absolutamente todo lo que sucede en esta casa, en la calle, en la ciudad, en el mundo: la llegada de los vecinos a sus casas, los ronquidos de Atanasia, el tintineo de las pesas en el cuatro de Ático, voces de personas que hablan en Lázaro Cárdenas, el paso de los tráilers, exactamente a las cinco de la mañana el estrépito del tren que hace vibrar los vidrios de las ventanas, escucho el crepitar del fuego de las estrellas. Me visitan en desfile implacable las mujeres con las que tuve relación. Anoche fue la navidad más triste de la vida de Ventura y su familia. Quiso acercarse a Atanasia, que estaba envuelta como en una crisálida en su edredón de lujo hasta la nariz, sentada en el sillón reclinable, y le dio un beso en el cuello.
Yo quería vivir toda mi vida contigo, dijo, y Ventura supo que iba a comenzar el discurso completo, de modo que el escritor del cuerpo perfecto fue retrocediendo, tomó su pastilla para dormir y se metió a la cama. Permanecí en la oscuridad quizá media hora con todo el pleito de perros y gatos que tengo en la cabeza, imaginando a los buitres flotar como una aureola en torno al cuerpo yacente de mi esposa, y luego me entró la obsesión de que se me había olvidado tomar el tafil y que la solución para alcanzar la beatitud del sueño era tomar la pastilla con té. Lo medité un rato y luego fui abajo. Té, tafil, cigarrillo y a dormir. Ático había escapado de casa otra vez, su salvación es huir, pasa todo el tiempo posible fuera, y seguramente estará toda la noche en la calle con sus amigos o en casa de sus primos.
— Son tan pobres los primos que a veces comen sólo frijoles y tortillas, pero se la pasan todo el día riéndose, y nosotros, mira qué desesperación, tenemos una mansión digna de Al Capone, no nos falta nada, sino lo más importante.
Atanasia también despareció un día completo sin decir nada y Ventura no supo sino más tarde que había estado en el hospital del puerto, sufriendo su tratamiento de radiaciones. Regresó coja, lívida, y tardó un día en recuperarse. Y hoy, temprano fueron a tratar de emplacar los coches. No pudieron. Desayunaron, medio desayuno cada uno, en Enricos. Luego Ventura pasó horas inmóvil sobre la cama en el estudio mirando el techo y pronunciando en mente la palabra nada, nada, nada. Maremoto de dimensiones apocalípticas en el Océano Índico arrasa parte de India, Bangladesh, las Maldivas, Tailandia, Sri Lanka y desplaza la isla de Sumatra, sacude a la Tierra y acelera su velocidad de rotación en 3 milisegundos, 150 mil muertos, aproximadamente. Y Ventura se preocupa por Enriqueta, su guacamaya, a la que saca cada mañana a su árbol después del tomar altrurine, café, comer un pan y fumar (a escondidas, cerca del bote de basura, desde donde está seguro que el humo no llegará al cuerpo yacente de su mujer en la sala de arriba). Desde hace varios días no escribe nada en este repertorio de lamentaciones. Su desánimo crece, pasa horas acostado en el tercer piso, en la cama del estudio, tratando de no pensar en nada. Lleva así tres días. Atanasia ha puesto a la venta los coches. Si vende uno Ventura quedará desarmado y tendrá que hacer las compras en autobús. Ya se ha difundido la noticia. Se dice que tengo la enfermedad incurable, que estoy recluido en un manicomio, sedado día y noche, con una camisa de fuerza. Eso me ha aplastado aún más. Algo se está pudriendo dentro de la caja inexpugnable de mi cráneo. ¿Podré regresar a la oficina y a mi existencia de escritor, si no famoso, por lo menos activo, o seguiré con este ritmo desesperante de vida, convertido en vegetal, en una especie de ostra aferrada a un cuerpo moribundo, obstaculizando la vida de todos?
En el intervalo en que no he escrito pasaron otras navidades y el año nuevo. He perdido la noción del tiempo. Mi cerebro parece tener atajos inexplicables. Creo que llevo ya tres años encerrado en esta situación. Cada día es peor que el anterior. Cada año es peor que el anterior. Nunca pueden estar las cosas tan mal que no sean susceptibles de empeorar.