- Jaime Manrique. Como esta tarde para siempre. Planeta Colombia, 2018
Por Jáiber Ladino Guapacha
Hace unos días Francisco visitó una parroquia en Roma, en la
que tuvo un encuentro con los niños que le hacían preguntas y él respondía. Uno
de ellos no fue capaz de preguntar en voz alta, delante de todos, lo que le
oprimía el corazón. Se acercó entonces al pontífice, dialogaron algo lejano
para las cámaras y los micrófonos. Entonces Francisco explicó que, después de
haberle pedido al niño su autorización, el peso que oprimía al niño era la
inquietud por el más allá del alma de su padre. Murió hace unos meses y era
ateo. ¿Estaría al lado de Dios?
A veces pareciera que una inmensa mayoría ha descartado los
problemas teológicos como preocupación cotidiana. Pareciera que los únicos que
aún le dan vueltas al asunto son cada vez más fundamentalistas y dialogan menos
con las ciencias y la cultura. Sin embargo, esa forma de la filosofía que es la
literatura, de vez en cuando nos recuerda que hay sujetos, parecidos a
nosotros, que aún padecen la encrucijada que viene desde los mismos inicios del
canon: la lucha de los hombres contra los designios de los dioses: El hijo de
Abraham que cambia de nombre cuando lucha-con-Dios, Israel, o los aqueos y los
troyanos que suplican el fin de una batalla en la que los olímpicos toman
partido, crean estrategias, revelan secretos, traicionan.
Hay quienes ven en nuestros días la ausencia de dioses: la
pérdida de lo sagrado, la incapacidad del catecismo para explicar el sentido de
la vida, las estructuras sociales fundiéndose con el monopolio financiero.
Pareciera que sólo un reducto de nostálgicos sigue asistiendo a los cultos,
recurriendo a las oraciones, debatiendo profecías. Sin embargo, las coyunturas
políticas parecieran demostrar que la oferta religiosa es un buen caldo para
cultivar votantes.
Intento reconstruir ese contexto para dar cuenta de la última
novela de Jaime Manrique, Como esta tarde
para siempre. Que dos hombres se amen, que sean pareja, que uno de ellos
contraiga una enfermedad terminal y que decidan suicidarse a través de un
tercero, puede leerse como un simple relato, hasta que la evocación del
escenario nos pone delante de una trama que nos obliga una sola respuesta: adhesión
o rechazo. Esos dos hombres fueron sacerdotes y ahora llegan a nosotros, entre
la ficción y la no-ficción, como lo acostumbra la novela, para plantearnos el
dilema del perdón: ¿Cómo ser comprensivo con dos hombres que se mintieron a sí
mismos y luego a una comunidad?
Desde una postura laica, agnóstica o atea, si se quiere, está
presente el reclamo por no rebelarse contra una estructura asfixiante en la que
no podía realizarse plenamente su relación erótico-afectiva. Del otro lado, la
del creyente, queda un sinsabor parecido al dolor que dejan las traiciones.
Pueden coincidir, los dos sectores, en que un retiro silencioso y claro,
hubiese sido la solución más decorosa. Pero Manrique no ha escrito una apología
para moralizar, ni una biografía para canonizar. Lo suyo, como lo ha sido su
literatura, es para “no traicionar el don de su poesía”, esa que nos hace
leerlo y exclamar “Manrique tiene cojones”.
Su novela no apuesta por el escándalo ni tiene que ver con
afanes de propaganda gay o anticlerical. La veo más cercana de una necesidad de
amar, de darles una nueva oportunidad, de abrirles un cielo, a esos amigos
suyos que han muerto a causa del virus del VIH-SIDA. Aún hoy, con toda la
ciencia que se ha escrito para explicarnos la enfermedad, con la experiencia de
un ineficiente sistema de salud, con el peso de una legislación que enriquece
al burócrata y explota al médico, pareciera que no se ha podido superar el
estigma de la enfermedad. Quizá porque nuestra obligación de mercadeo es
imposible con una publicidad del deterioro, seguimos cometiendo el crimen de la
marginación.
Días antes de que la novela se presentara oficialmente en
Colombia, Jaime Manrique visitó la ciudad de Pereira y allí me dio la pista
para esta lectura. Al preguntarle por la religión en una narración sobre curas,
me respondió generosamente hablando de una infancia y adolescencia sin el peso
de la religión; de la molestia con el sistema de creencias como control político
de masas. Al final, me regaló con la enseñanza de su madre, a los ochenta,
cuando se dedicó con sus amigas a ayudar a “las viejitas”, las que estaban
solas, enfermas, en los Estados Unidos, cantándoles, orándoles, auxiliándolas,
no para que se convirtieran a ninguna religión, sino como una forma de la
compasión. Eso le ayudaría mucho a ella para morir de una forma tranquila.
“Todo es muy lindo”, le decía. La fe como un paliativo para el sufrimiento
humano y, añadiría yo, la literatura como una de sus expresiones. La novela
como la forma de testimoniar lo mejor que le puede pasar a uno cuando ama de
verdad, entre la contradicción y el consenso, entre la testarudez y los
acuerdos, lo que está ahí, cuando se tiene al otro.
Ahora bien, esa apertura en el interior de la pareja se abre,
en la novela de Manrique hacia los destinatarios de la misión evangélica: los
marginados. Pero no sólo los que están por fuera de la heteronormatividad y la
vida sin enfermedad, sino aquellos colombianos que padecen esas formas de la
violencia que desde lo doméstico trascienden al problema de la tenencia de las
tierras y las transacciones ilegales que sobre ellas se realizan, bien sea en
el santuario de la selva manchado por la lucha intestina, bien sea en el cordón
de la ciudad donde algunos militares encuentran la sangre joven que necesitan
ofrendar para un ascenso, una recompensa, vendida como la del enemigo.
“Me pregunto,
Ignacio, si es necesario que tú creas en Dios para que la gente se acerque a
él. Si tienes la vocación de ayudar a los que sufren, significa que has sido
bendecido con ese don. Me gustaría pensar que Dios no es vanidoso. Tal vez a
Dios le importa más eso que el hecho de que nosotros seamos creyentes o no”