Siempre he pensado que una de las tareas del arte,
sino es su responsabilidad, es la de crear sensaciones en quienes lo perciben y lo
aprecian. Esa, además de tener la capacidad de plasmar las expresiones humanas
y transgredir la realidad, es la razón de la existencia del arte.
Y lo comprobé hace unos días en cine, cuando, después
de ver algunos buenos comentarios, decidí ir a ver El último traje, el filme
argentino dirigido por Pablo Solarz.
Es una película que narra el viaje de Abraham
Bursztein (Miguel Ángel Solá), un viejo relegado de su familia, con el destino
de sus últimos días puesto en un ancianato, y encuentra en el pasado la
esperanza de salvarse de esa vida que le espera, llena de olvido y con una
pierna que está a punto de perder.
Este personaje inicia su viaje con la única idea de
encontrar a su viejo amigo, a su primer amigo, que le salvó la vida y con el
que compartió, por ser judío, la historia trágica del holocausto nazi en
Polonia.
Y de eso se trata la película.
Pero lo más especial no es el viaje, sino lo que
implica hacer el recorrido con los recuerdos que reviven en la memoria de
Abraham, en las personas que se encuentra en el camino, en la alegría y en la
tristeza que viajan con él. En las manifestaciones de afecto de un hombre golpeado
por el pasado, en las formas que este viejo, renqueando su pierna, como si
fuese el peso que lleva de su vida, afronta las vicisitudes que se le van
presentando en el camino.
Esta es una película llena de tanta humanidad, la que
nos hace tomar decisiones para salvarnos, la que nos muestra la compasión que
muchas veces sentimos por otros, la que revela el dolor de lo vivido con la
frialdad con la que se trata a los otros, la que miente, la que ríe, la que
llora, la que nos permite perdonar.
Al final, Abraham llega con su último traje a Polonia
en busca del recuerdo que quiere que se convierta en su presente, en lo que
queda de su futuro, en la esperanza de la vida que aún no se le termina.