Javier Zamudio
Veo, sorprendido, que casi todos los días se lanza
un libro. Creo (puedo estar equivocado) que nunca se habían publicado tantos
libros como ahora, entre reimpresiones y novedades. Según estadísticas leídas a
vuelo de cometa, durante el 2015 se publicaron en Iberoamérica más de 190 mil
libros. Muchísimos más de los que podemos leer todos mis conocidos, amigos y
familia juntos al año. Nunca tantas personas habían tenido esa necesidad
imperiosa de decir y de convertir lo dicho en objeto de culto. Creo, también,
con riesgo a equivocarme, que nunca se había leído tan poco. Nunca tantas
personas habían tenido tan pocas ganas de escuchar la imaginación del otro. Me
refiero, por supuesto, exclusivamente al campo literario. No a una lectura en redes
sociales, al repaso dispendioso de memes y mensajes de WhatsApp.
Esto, por supuesto, me lleva a preguntarme: ¿para
qué seguir escribiendo? ¿Para qué continuar aportando a la acumulación de libros
que, en la mayoría de los casos, nunca serán leídos? ¿Produce la escritura tal
placer que no pueda suplirse con la lectura? ¿La lectura no es una forma de
escritura? Voy a tratar de responder a estas preguntas como los cangrejos,
avanzando hacia atrás.
Hay libros que resultan en descubrimientos. No de
tierras nuevas o extrañas, sino de piezas ocultas en lo profundo de uno mismo.
Hace unos días terminé de leer Infancia
de J. M. Coetzee, que me enseñó más sobre mis primeros años, mi relación con mi
madre y mi padre que mi psiquiatra. Juventud,
del mismo autor, me llevó a lo largo de mis búsquedas literarias y esas
preguntas iniciales sobre lo que significa convertirse en un artista. Devolviendo
mis pasos sobre mis lecturas, Guerra y
paz, de León Tolstói, puso de manifiesto la geografía de emociones que
componen nuestra naturaleza humana. En mí tintinea, como una campana fantasmal
sobre la cúspide de una iglesia en ruinas, la culpa de la princesa María, quien,
en medio de la tristeza por la muerte de su padre, no pudo escapar al
sentimiento de satisfacción de verse liberada. Ella, por ejemplo, me recordó
las tardes de mi adolescencia en que me preguntaba qué significaría para mí si
todos los que amaba murieran y si la melancolía asociada a la tragedia podía abonar
a una posible carrera de escritor.
Así que, no se necesita escribir para que los
demonios emerjan y les veamos la cara. Basta con leer. La lectura, entonces,
puede ser una forma de escritura: la del texto que ha perdido su origen y lo
reencuentra en una conciencia nueva.
Quizá la respuesta a la pregunta de por qué sigo
escribiendo se encuentra en el placer. Esto me pone a pensar en John Kennedy
Toole, autor de la Conjura de los necios,
su vida estuvo rodeada de tribulaciones asociadas a la escritura. Su muerte,
terrible, me permite imaginar un ser enmohecido por la angustia, obsesionado
con la palabra. No es el único al que la escritura, placer extraño, ha pasado
una factura demasiado alta. J. D. Salinger es otro ejemplo. Virginia Woolf,
cuyo suicidio no está asociado a la escritura, no encontró en ésta un alivio a
su depresión. Tal vez una compañera, de la que pudo despedirse mientras
guardaba piedras en los bolsillos de su abrigo.
Puede que haya escritores que encuentren en la
escritura un placer benévolo, no mortífero. No es mi caso. La escritura de este
texto ha tardado meses. Ha causado algún dolor. Entonces, ¿para qué seguir
escribiendo? ¿Para qué continuar aportando a la acumulación de libros que, en
la mayoría de los casos, nunca serán leídos? Llego con mis pasos de cangrejo a
las primeras preguntas. No hay una razón para seguir haciéndolo, no una de
peso. La escritura literaria, en muchos casos, es un alma en pena metida en cuerpo
ajeno. Pienso en una bacteria que debilita por momentos y, en breves instantes,
permite vivir epifanías, como en una fiebre muy alta. Esa enfermedad, cuyos
síntomas pasan desapercibidos, se manifiesta como una necesidad. Ya alguien lo
ha dicho: se escribe porque no puede dejar de hacerse. Supongo que hay una
cura, que hay otras formas de escritura. Pienso en Rimbaud y me digo que ese
pudo ser su caso. O, quizá, continuó escribiendo en silencio, guardando para él
sus versos. Yo he intentado dejar de escribir varias veces, pero siempre
fracaso, regreso a la rutina, robo tiempo a mi trabajo, al amor de mi familia. Tengo
la esperanza de que esta obsesión que ha matado a tantos no acabe conmigo.