lunes, 10 de junio de 2019

Primer aniversario de la muerte de Roth

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Por David Martinez | Bogotá, mayo de 2019


Entre la cama, con intensidad brillante, iban y venían ideas locas. Deseaba huir para siempre de cualquier motivo, porque no dejaba de repetirme que los había perdido todos. Trataba de fijar mi atención en los escasos ruidos nocturnos que se producían al otro lado de la ventana de mi habitación, pero en vano. Mi crisis no era producto del Halcion ni de ningún otro producto farmacéutico fabricado para inducir el sueño, o para intervenir anomalías en el sistema nervioso. Ni era claro que tuviera el genuino deseo de dormirme ni el cansancio era capaz de derrotar mi involuntaria resistencia. Las ideas continuaban agitándose, yéndose y regresando en instantes que se repetían, agitándome, diluyendo en mí cualquier forma de control racional.

Al otro día supe que, mientras yo deliraba, una insuficiencia cardiaca le ocasionó la muerte. En 1988, en medio de una etapa de enfermedades en seguidilla y luego de once años de vida entre Londres y Nueva York, decidió radicarse de nuevo en su país. Y volvió a dar clase, una de las actividades que lo apasionaban. Primero fue la espalda; luego, la rodilla. Y después, en 1989, la operación de quíntuple baipás. No obstante, creo que lo más importante fue que estalló, por fin, su neurosis de siempre. Todos esos malestares los padeció tres décadas antes de su muerte y unos años de casarse y separarse de Claire Bloom, la actriz que lo incluyó —cómo no iba a hacerlo— en su segundo libro de memorias, Adiós a una casa de muñecas (Leaving a Doll’s House: A Memoir, 1996).

Casi de inmediato empecé a releer Operación Shylock, esa novela que de ninguna manera es una simple confesión (subtítulo en la versión original [1]), en el sentido casi morboso que se le suele dar al término, sino más bien un rastreo a fondo de los dobleces de la personalidad y de la historia. Una gran cantidad de experiencias vitales del autor son distorsionadas, o transformadas (todo el tiempo late Kafka), para darle forma a una ficción que actualiza y reinterpreta la figura de Shylock. No logro recordar las razones para no haber terminado esa novela la primera vez que la empecé, cosa que antes me había pasado con Brújula, de Mathias Enard, aunque en este caso soy consciente de los motivos que tuve para aplazar el resto de la lectura.

El punto de partida de la historia es la experiencia del narrador-protagonista, un tal Philip Roth, de haberse desintegrado, o transformado en «otro demenciado, maníaco, repulsivo, angustiado, odioso, alucinatorio, cuya existencia se prolonga de estremecimiento en estremecimiento». Apenas saliendo de ese estado recibe la noticia de la existencia de un sosia suyo en Jerusalén. En todo el relato aparecen dobles de algunos personajes, que van desde John Demjanjuk, el acusado en el juicio que finalizó, en enero de 1988, en Jerusalén, e Iván el Terrible, uno de los verdugos del campo de concentración de Treblinka —en el plano histórico todavía no está resuelto si fueron, o no, la misma persona—, hasta el judío del Holocausto reivindicado por Israel y el judío contado por Shakespeare. El primo Apter es, sin duda, la contracara de Aharon Appelfeld [2].

«Shylock es la encarnación del judío, como el Tío Sam lo es de los Estados Unidos». Estas palabras hacen parte de la conferencia “Quién soy yo” que, durante diez minutos, el anticuario Supposnik le suelta al narrador-protagonista antes de entregarle unos diarios [3]. Shylock, ese personaje de El mercader de Venecia: el judío que le propone a Antonio (el mercader) prestarle tres mil ducados por tres meses, sin intereses, bajo la condición de que, si el pago es incumplido, el deudor deberá recompensarlo con una libra de su carne, cortada de la parte del cuerpo que el usurero elija. ¡Un verdadero carnicero!

La noche de ese martes fue muy larga, muy oscura. La noche en que murió Philip Roth. Será difícil, en adelante, que olvide esa coincidencia. Está muy vinculada a 1988, año sin el cual yo sería incomprensible. Pero no pretendo acá elaborar un fragmento de mis memorias ni confesarme. Tan sólo quería recordarme que el delirio es un suelo propicio para enfrentar los absurdos humanos más allá de cualquier indignación histórica [4].

Conservo la sensación de haber sentido su muerte, en medio de una novela de espectros, cuyo ritmo oscila entre la narrativa de Shakespeare y la dramaturgia de Allan Poe.

* * *

[1] Sería interesante saber por qué se suprimió el subtítulo en la versión en español. La omisión elide la idea de que todo es un nueva máscara de Roth, tal como lo advierte Juan Gabriel Vásquez en su ensayo sobre el estadounidense.
[2] «Las muy encomiadas transformaciones que Kafka nos elabora no son nada comparadas con las metamorfosis perpetradas por el Tercer Reich en las niñeces respectivas de mi primo y amigo, por no mencionar más que dos casos». En la entrevista que le concedió y que Roth luego incorporó en la trama de Operación Shylock, Appelfeld refiere su descubrimiento de Kafka: «Para sorpresa mía, no sólo me hablaba en mi lengua materna, sino también en otra que yo conocía íntimamente, es decir la lengua del absurdo».
[3] Los cuadernos de viaje de Leon Klinghoffer. El personaje asesinado, en 1985, por el Frente Popular para la Liberación de Palestina.
[4] Hasta el texto que compartí el jueves, 6 de junio, con Daniel Ferreira, Esteban Carlos Mejía, Juan David Correa, Luis Fernando Afanador, Mario Jursich, Pilar Quintana y Ricardo Silva.

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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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