sábado, 22 de febrero de 2020

Del prólogo a las obras completas de Gustavo Álvarez Gardeazábal editadas por la Universidad del Valle

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La Universidad del Valle ha puesto en circulación el primer volumen de Obras Completas del escritor Gustavo Álvarez Gardeazabal. En esta primera parte se incluyen las novelas La Tara del Papa, El último gamonal, El Titiritero, El Divino y Comandante Paraíso, prologados por los profesores Amparo Urdinola Uribe, Omar Ortiz, Edgar Collazos, Carmiña Navia Velasco y Julián Malatesta. Revista Corónica reproduce uno de los textos del prólogo de prólogos. 

El Titiritero o la búsqueda de una voz narradora


Por Carmiña Navia Velasco

Seis años después de los connotados acontecimientos de 1971 en la Universidad del Valle, Gustavo Álvarez Gardeazábal los recrea en su novela, construyendo antes que cualquier otra cosa, una reflexión sobre el oficio de novelar. El Titiritero, como otras obras del escritor no ha recibido la atención que merece por parte de los críticos nacionales, no se encuentran estudios o profundizaciones sobre ella que indiscutiblemente requeriría, no porque esta sea la máxima obra de su autor, sino porque en ella se teje, tempranamente, desde la ficción, toda una teoría sobre el abordaje novelístico de la realidad y sobre todo una amplia reflexión sobre la figura del narrador, una práctica que se desarrollará en las últimas décadas: poner en cuestión la estructura y los puntos de vista.
El autor escoge para mirar los hechos y construir sus personajes, dos o tres hilos narrativos que va entrelazando para configurar el paisaje que quiere mostrar, los hechos de los cuales quiere dar cuenta. Para ello se vale de distintas “disculpas” y voces que aparecen mostrando diferentes caras de lo mismo. El acontecer se aborda desde diferentes puntos de vista que muestran sus distintas aristas. Desde los inicios pone sobre el tapete su propia labor y la manera de asumirla, desmitificando muchos imaginarios tradicionales sobre el ser mismo de la literatura y sobre todo de la novela.

El primer párrafo del numeral 5 del texto dice: “Bueno, creo que es justo que me presente. Quien les ha acomodado esas cuatro visiones, un poco estereotipadas, cuatro ángulos diferentes de una misma realidad (y ahora acomodará una quinta), soy yo, y como no pienso montar un rompecabezas para aparecer como el gran innovador de la novela del siglo XX, ni tampoco pretendo consagrarme como un ilusionista para que nadie me entienda, es justo, equitativo y saludable (como diría el canon de la misa que rezábamos en la infancia), que diga quién soy, qué me propongo y cómo voy a hacer este libro, para que no vaya usted y forme una trama policiaca con mi presencia”. (El Titiritero, 1977. p. 25)
Y desde ese momento, a lo largo de todo el desarrollo de la trama el narrador, claramente ficcionalizado y cuestionado, va dando cuenta de cómo y por qué medios o pasos arma el desarrollo de los acontecimientos, al mismo tiempo en que, o sutil o directamente lanza dardos permanentes contra las estructuras novelísticas que se imponen por muchos años a partir de las llamadas vanguardias artísticas y que pueblan el llamado boom literario en Latinoamérica. Gustavo Álvarez Gardeazábal quiere hacer del ejercicio de la lectura un camino más o menos llano, no entorpecido por múltiples vías como pasa en muchas obras del siglo XX, por eso la voz narrativa va guiando a los lectores, desbrozando el bosque que puede constituir una novela.
De acuerdo con su tesis de que la novela colombiana se mueve entre la verdad y la mentira (Tesis desarrollada en su texto: La novela colombiana entre la verdad y la mentira, 2000), el autor parte de acontecimientos indiscutiblemente referidos como “históricos o reales”, comprobables en testimonios, memorias o crónicas periodísticas… pero que son elaborados y entregados a los lectores completamente distorsionados, es decir ficcionalizados. Se trata de una novela, no de una crónica y eso es algo que debe quedar claro a los lectores y a los críticos.
Tres ejes son los escogidos para la construcción del acontecer: La vida, pasado familiar y presente de Jalisco, el estudiante muerto, al que se le da su nombre real: Edgar Mejía Vargas, pero del que ya no importa si su existencia fue de esta manera o de otra y cuya voz nos llega desde la muerte, en un diálogo permanente con su tía, muerta también. No nos llega entre brumas y rumores a lo Juan Rulfo, sino en forma directa, clara y contundente. Una de las víctimas más conocidas de esos días: La vietnamita, quien en la novela es María Victoria Obyrne, hija de un arquitecto al que se le caen los puentes y que en medio de su discurso delirante nos entrega su historia y los diferentes abusos a los que fue sometida socialmente. Y finalmente el rector Ollano y sus funcionarios, quienes se presentan como causantes de la crisis en medio de su parafernalia conservadora, de su irremediable narcisismo y de su nula comprensión de las dinámicas sociales.
El profesor cuasi-jubilado de la misma Universidad, que se autodenomina como narrador, organiza los puntos de vista a partir de una suma de “medios”: comunicados de la rectoría antigua o nueva, noticias del periódico, entrevistas a los vecinos del sector, monólogos psicoanalíticos, más o menos delirantes, de la víctima destrozada y enloquecida por las violaciones de los soldados del ejército de la Tercera Brigada. Este narrador permanentemente nos deja ver su evaluación de acontecimientos y personajes, calificando a algunos de ineptos, a otros de “nueva izquierda” en el poder, a los de más allá de conservadores consuetudinarios. La lectura de la obra está permanentemente intervenida por esta voz narrativa que quiere dejar su impronta y dar sus impresiones. Una forma quebrada y movediza del narrador omnipresente de las novelas del siglo XIX. En este sentido aunque la lectura se quiere sencilla y placentera, continuamente se nos jalona hacia la reflexión sobre el ser mismo de la novela, sobre su razón de ser, sobre sus posibilidades de existencia… sobre el narrador ese “titiritero” que maneja los hilos con mayor o menor arbitrariedad.
La trama se organiza como un rompecabezas y las piezas son entregadas “didácticamente” por esta voz que es a su vez, una guía. La novela quiere mostrar el ABC de la estructura, develar un oficio y exponer que no se trata de un algo indefinible “inspirado en las musas”, sino por el contrario de una serie de pasos que van desde observar la realidad hasta ordenarla adecuadamente siempre manipulándola. Se pretende mostrar cómo alrededor de unos hechos se puede estructurar una narrativa que nos lleve hasta ellos, aunque esta narrativa esté sustentada y atravesada por la imaginación del escritor.
En esta desmitificación del “oficio” el profesor jubilado narrador arremete contra lecturas y críticas vigentes en esos años, que —a juicio del autor— convirtieron la literatura en un objeto de laboratorio:
Claro que estoy partiendo de la base de que usted es un lector común, porque si fuera uno de esos minuciosos depredadores que se llaman críticos y que además de encontrar cómo formo las frases, sin verbos transitivos o con pronombres reflexivos, con exceso o ausencia de adjetivos, también buscan las varias posiciones del narrador y la manera como manejo el tiempo y la forma delicada como insinúo el espacio y los conflictos sicológicos que voy creando al pobre niño huérfano o a sus tías vestidas de negro… de fijo que ya debe haber anotado más de una vez sus puntos de vista y estar listo a construir todo un esqueleto de ensayo o de reseña en el cual incluirá su opinión, me encontrará unos mitos que no he querido hacer, unos líos que nunca han pasado por mi mente y defenderá como todos los críticos, su sistema ideológico diciéndome que mi novela es la obra de un reaccionario de un pequeño burgués, que fue incapaz de darle suficiente calidad social al arte. (El Titiritero 1977, p. 118).
Desde la reivindicación de su total autonomía, Álvarez Gardeazábal arma los destinos de sus protagonistas en un mundo posible en el que no importa cómo sucedieron las cosas o cuáles fueron los carriles por los que se desarrollaron, sino cómo decide el narrador que pudieron suceder y por qué caminos podrían haber transitados.
El pasado y la infancia del Jalisco, el estudiante al que el ejército reventó la cabeza, apoya la incursión en la violencia liberal-conservadora de décadas atrás, centrando en Roldanillo —norte del Valle— los hechos que lo dejaron huérfano y creciendo en una familia exclusivamente de mujeres que se organizaron para darle estudios y un mejor vivir. Su padre es representado como un médico que incursiona en política al que esta incursión le cuesta la vida en una región y un país convulsionado por la oposición de dos partidos políticos. Jalisco se convierte entonces en una víctima doble de la violencia en este país en que las guerras se suceden las unas a las otras. Jalisco el héroe de la novela es la imposibilidad de vivir: Su padre fue asesinado por unos, años más tarde él es asesinado por otros, su semilla está condenada a la muerte. Y sus tías son las representantes de esos personajes femeninos que reaparecen en las obras de nuestro autor: Las mujeres solteras que acaparan el destino de aquellos en quienes logran depositar sus hambres de caricias y a los que entregan toda su capacidad de ternura. Jalisco hijo de la orfandad refugia en el deporte sus desconciertos y muere no sólo injustamente, sino arbitrariamente por una jugada “fuera de campo”; parece que su obsesión por las canchas del volibol lo llevan al corazón de una guerra que no era la suya. Su muerte adquiere tintes de tragedia por lo absurda, por lo injustificada: es sacrificado por el régimen un joven al que todo lo que le interesaba en la vida era jugar a la pelota y que no representaba ningún peligro. En el mundo del Titiritero las balas se reparten en medio del caos. En este hilo narrativo nos encontramos con una sociedad cuyas dinámicas muchas veces son regidas por el absurdo.
La vietnamita, María Victoria Obyrne en la novela; su presencia y su voz nos lleva a otros derroteros de la realidad mostrada en la obra. El paisaje al que apuntan sus delirios es el de una clase media en permanente riesgo de pobreza y agonía de pérdidas. Su padre un ingeniero mediocre que parece premonizar los años del siglo XXI en los que se caen puentes y edificios por todo el territorio de Colombia; su rutina y mediocridad no le dan para proteger a la hija, ni siquiera para sustentar bien a su familia… Pero más allá de esto la suerte de “Vicky” parece definirse en el credo marxista de la lucha de clases, credo asimilado impecablemente por los universitarios colombianos de las décadas del setenta y del ochenta. María Victoria desde su locura grita la soledad en que la dejaron sus compañeros de lucha, quienes después de las múltiples violaciones que sufrió no vuelven a aparecer en su horizonte, dejándola indemne ante un doble paredón: las armas del ejército y los choques eléctricos de los médicos del psiquiátrico. Otro destino absurdo al que se llega por combinación de casualidades. Vicky nos deja ver igualmente la violencia sexual: su ser mujer es objeto de venganza y de ira por parte de los varones del ejército cuyo desfogue se configura en el sexo como única posibilidad de autoafirmarse; una sociedad en la que la mujer es objeto potencial de violación por parte de cualquiera de los ejércitos en pugna. En este sentido Vicky anticipa literariamente el destino de la mujer como botín de guerra en nuestro país.
Con este personaje el escritor hace una apuesta difícil: novelar la locura. Es verdad que existen a lo largo del tiempo varios protagonistas tanto hombres como mujeres “locos”… pero una y otra vez los críticos han afirmado que el loco no puede ser un protagonista literario. El discurso de la vietnamita, sin embargo nos la presenta a ella y a su realidad inmediata con toda lucidez, además de que cuestiona radicalmente la disciplina que supuestamente tendría que reintegrarla socialmente “sana”. Se trata de un discurso incontenido e incontenible —un excelente trabajo lingüístico/ literario— que incursiona en la realidad social con trazos de una razón que juzga y ordena adecuadamente, aunque esté salpicado de imágenes obsesivas, de oscuridades, de arrebatos de ira, de regresiones…

En el otro extremo del hilo narrativo tenemos a las directivas de la universidad, representantes de una sociedad que se debate entre sus intereses personales y un panorama más amplio que se les escapa. Ollano, el rector, antes que intentar comprender las dinámicas estudiantiles se ocupa del doctorado a Santa Teresa o de los faustos alrededor del cumpleaños o la muerte de su esposa. Sus asesores no alcanzan tampoco a vislumbrar el cambio que se avecina: el paso de una universidad pequeña y familiar de la provincia —manejada entre amigos, para titular a una pequeña élite—, a un centro amplio de estudios, de dimensiones nacionales y hasta internacionales, para cualificar la mano de obra exigida por la transformación de Cali, una ciudad que pretende ser más urbe de lo que hasta ese momento la han dejado. Cali no se convierte en las manos de este narrador en un objeto literario propiamente dicho, pero lo que sí es claro, en la novela, es que la ciudad es “una forma de habitar el mundo” en contraste con los pueblos del norte del departamento… y la novela deja ver el paso de un crecimiento y complejidad que se avecinan. Esto es lo que los directivos novelados no asumen. A lo largo de todo el recorrido de la obra, la crítica a la universidad está presente en forma directa, en forma sutil o en forma de parodia. El autor desdice de los críticos y prefiere convertirse en el narrador que pacientemente guía a sus lectores por todo el universo literario sin tolerar intervenciones de “especialistas”:
Para hacerlo (estructurar la trama) no he tenido que ponerme a montar la novela sobre bases epistemológicas o sobre discursos semióticos pasados de moda. Mucho menos me he puesto para ello a usar las gafas del movimiento ideológico de las Ligas Socialistas o del Trotskismo o del comunismo internacional (y no me pregunte si sospeché porque pongo Trotskismo con mayúscula y comunismo con minúscula) o de la Alianza Colombiana Anti-comunista. No. Simplemente he contado todo como yo lo vi, como me los imaginé entonces, muerto de miedo, que debería haber sucedido. Y todo contado con rapidez, sin detalles porque siempre he temido la autobiografía en las novelas y la tendencia que tenemos de regodearnos en los instantes que vivimos muy cerca y en los cuales nuestra posición no resultó muy esclarecedora. (El Titiritero 1977, p. 227).
El autor escondido detrás del narrador deja ver su desprecio por las corrientes de teorías y críticas literarias que se abren camino en esos años en el pensamiento universitario y entabla con sus lectores presentes o futuros una complicidad que los sustraiga a tecnicismos o moldes que encajonen el libre transcurrir de la imaginación necesaria para completar los cuadros que se quieren pintar para dar cuenta del transcurrir novelístico. Los “consejos” dados por este narrador se sintetizan en que no se deje guiar por nada más que su propia lectura, su propio recorrido y sus propias intuiciones porque de lo que se trata es de comprender un paisaje social y humano sin teorías.
En este diálogo la novela no sólo configura un narrador sino un lector. Según nos dice Iser:
El lector posee competencia literaria… Que el lector estructure este texto mediante su competencia esto significa que en el flujo temporal de la lectura se configura una secuencia de reacciones en las que se genera el significado del texto. (Wolfgang Iser: El actor de leer. Taurus, 1987)
El narrador de nuestra novela no sólo cuenta con la competencia del lector sino que quiere que esa competencia no sea “distorsionada” por teorías distintas a la novela misma, entonces imparte instrucciones que lo lleven por caminos alternos a los de las teorías que él considera que complican y oscurecen. Quizás nada más alejado de Álvarez Gardeazábal, sin embargo parece que en el diálogo del narrador de la novela con su lector implícito/explicito, subyacen los llamados de Roland Barthes a no reemplazar por ningún conocimiento el simple y directo placer del texto. El narrador con el que nos topamos podría claramente suscribir esta afirmación:
Imposible para la crítica el pretender ‘traducir’ la obra, principalmente con mayor claridad, porque nada hay más claro que la obra. (Roland Barthes, Crítica y verdad, Siglo XXI, 1972).
Como todo autor, Gustavo nos ha entregado a lo largo de su carrera literaria unas obras de mejor calidad estética que otras; lo creo, más allá de los gustos personales y tratando de realizar una mirada evaluativa. En el terreno de la elaboración escritural y novelística podemos catalogar ésta del lado de sus mejores novelas: La tara del papa o Dabeiba, ambas muchas veces incomprensiblemente olvidadas, incluso por el mismo escritor. Desde el punto de vista de su compromiso y reflexión alrededor de la realidad nacional puede dialogar con Los míos o con la inconmensurable Cóndores no entierran todos los días. El Titiritero combina la elaboración de un paisaje social lleno de interrogantes con la estructuración tímidamente compleja de una obra de experimentación. De manera general podríamos dividir, a mi juicio, la producción novelística de Álvarez Gardeazábal en dos momentos o épocas: la primera se culminaría en Pepe Botellas. La segunda se iniciaría con El Divino. En esta trayectoria, la novela que estamos presentando se sitúa en un punto cumbre de esa primera época, en la que el autor quiere dar cuenta de dinámicas regionales: Tuluá-Cali… y sus trayectos de ida y vuelta, desde una voz que penetra realidades individuales y colectivas desentrañándolas. Sobre El Titiritero recientemente afirma su autor:
(…) en casi todas mis obras el escenario es Tuluá, salvo en El titiritero, que es Cali y la revolución estudiantil de 1971, ahora la están estudiando mucho, han venido de la Universidad de Los Andes de la Facultad de Ciencias Políticas a estudiar esa novela y lo que ella significa como recuento histórico, también vinieron de la Universidad del Valle, la novela transcurre en buena parte en esa universidad. De igual manera ocurre con estudiantes de la Universidad del Tolima que están haciendo un análisis similar, lo que indica que El titiritero, cuarenta años después, se sigue abriendo campo. (Entrevista de Albeiro Arciniegas, “Gustavo Álvarez Gardeazábal: viaje a la casa de un gigante que vive entre nostalgias”, La dos orillas, 2019, http://bit.ly/2KYMZEy)
Y es indudable que la obra mantiene una clara vigencia, en los aspectos que hemos ido señalando en estas páginas. El Titiritero hace parte del “Cali literario”, de las novelas que piensan la ciudad colombiana de la segunda mitad del siglo XX, de las representaciones y los imaginarios que nos son necesarios para entendernos como ciudad y como nación… por eso su estudio en tantos ámbitos diferentes. El foco escogido para ese “pensar la ciudad” en la Universidad, centro en el cual confluyen: intereses y diversidades económicas, propuestas políticas, pensamiento y saber… de tal manera que la Universidad es un sema múltiple y abierto en permanente dialéctica con la sociedad que la genera, la alberga, la proyecta.

Santiago de Cali, agosto de 2019
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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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