martes, 21 de julio de 2020

La realidad y sus contornos

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Thangka de Chenrezig, buda de la compasión de cuatro brazos

Por Gustavo Agudelo 

«Es cierto que ya no quemamos brujas, pero a cambio quemamos cada carta en la que se dice una verdad incómoda» 
Georg C. Lichtenberg 

La escena es ya un clásico: un oficial nazi ingresa en una de las barracas de un campo de concentración y, ante una multitud de prisioneros que lo observan desconcertados, pregunta si alguno de ellos sabe hablar alemán. Uno de los cautivos, un librero italiano que responde al nombre de Guido Orefice, le pregunta a un compañero sobre lo dicho por el oficial y se ofrece como traductor. Lo que sigue es un verdadero acto de prestidigitación. Guido no sabe alemán, pero construye una nueva historia a partir de las palabras del oficial germano con el sólo propósito de crear una realidad alternativa para una sola persona de los muchos que lo están escuchando: su hijo. La película de Roberto Benigni no sólo es la recreación de uno de los momentos más crudos de la historia humana sino una profunda reflexión filosófica sobre el lenguaje, la realidad como concepto categórico y la condición humana. Al igual que Eco en Decir casi lo mismo, el protagonista de La vida es bella encuentra una solución ad hoc al problema de traducción, recurriendo a lo estético como estrategia discursiva; el mismo problema de Agustín que, como plantea Eco (2008) «pretendía hablar de traducciones correctas, pero tenía un limitadísimo conocimiento de las lenguas extranjeras (no conocía el hebreo y sabía poco griego)» (p. 19). 

Hay una diferencia notable entre el santo católico y el personaje de Benigni que trasciende cualquier «apuro hermenéutico». Mientras Agustín, a través de sus discusiones febriles con el maniqueísmo y sus polémicas con Pelagio, construye todo un andamiaje conceptual sobre el que descansará no sólo su sistema filosófico sino la justificación teórica y teológica de la iglesia cristiana, sentando las bases sobre las que discurrirá el pensamiento medieval hasta Tomás de Aquino; Guido subvierte el orden de los hechos y deconstruye la realidad mediante el uso del lenguaje. No importan los hechos sino cómo los tomamos. Donde el obispo de Hipona establece una serie de categorías que lo llevan a reflexionar sobre las «verdades eternas», el librero judío hace una reescritura de lo humano a través de la experiencia estética. El juego que plantea Guido Orefice no sólo es una solución elegante al «apuro hermenéutico» sino la sospecha de que la realidad no es tanto una categoría universal como un hecho estético, algo que puede construirse o deconstruirse a voluntad, como un rompecabezas. Wittgenstein ya lo dijo: «los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje». La realidad no es más que una mentira compartida.

El caso de La vida es bella (1997) y la idea de que la realidad es una construcción estética no es algo nuevo. Ya en 1957, Borges (en El escritor argentino y la tradición) reflexionaba sobre el concepto de «realidad» a propósito de una anécdota con Edward Gibbon y su Historia de la declinación y caída del Imperio Romano. Gibbon, un tipo de nariz chata y de una palidez enfermiza (según el retrato de Reynolds), considerado por la crítica como uno de los historiadores «más influyentes de todos los tiempos» y cuyo trabajo fundamental se publicó en un lapso de dos décadas, «observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos (…)» (p. 156). Lo interesante de la observación de Gibbon es lo que subyace a su ironía sobre los camellos y el Corán. El historiador inglés recurre a un silogismo categórico para dudar de la veracidad del libro sagrado del islam. Borges, consciente de las implicaciones filosóficas de tal afirmación, dice que «si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán, bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe» y concluye, «Mahoma, como árabe, estaba tranquilo: sabía que podía ser árabe sin camellos» (p. 156). Gibbon parece concebir la idea de realidad como un concepto, amarrándolo a lo que existe; Borges, en cambio, sabe que la realidad es una construcción personal que difiere de categorías y no puede definirse recurriendo a un concepto. A esa misma conclusión. Un poco más adelante, en ese mismo texto, el escritor argentino vuelve sobre la idea de realidad y cuenta que, tras escribir La muerte y la brújula (1942), «mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires» (p. 157).

La ironía de Borges al referir que «al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires», deriva en crítica al afirmar que en el relato referido «figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla; pienso allí en el Paseo Colón y llamo Rue de Toulon, pienso en las quintas de Adrogué y las llamo Triste-leRoy» (p. 157); es decir, un desmonte de la realidad como categoría universal y una afirmación de la estética como recurso para representar la realidad. La incertidumbre del nominalismo frente a la arrogancia categórica del esencialismo. En el mediodía del siglo XX, unos años antes de que publicara El escritor argentino y la tradición, Borges ya había desarrollado la misma idea en La muralla y los libros, al especular sobre los motivos que llevaron al emperador chino Shih Huang Ti a quemar todos los libros anteriores a su mandato y a emprender la construcción de la muralla. Recuerdo ahora una conversación con el profesor Carlos Puerta, a propósito del Descubrimiento de América y la «mirabilia medieval», donde me contaba que en alguna parte había leído que los indígenas no veían las embarcaciones españolas y sólo sabían que «algo estaba pasando» porque el agua se movía. El mismo caso descrito por Gibbon, pero con una ligera inversión en los términos: ya no desaparece lo cotidiano por próximo, sino que hay una negación de «lo otro» por extraño. La realidad como una particularidad y no como una generalidad.


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Intentar definir la realidad sería un despropósito y no es el objetivo de este ensayo. Lo que pretendo aquí es reflexionar sobre una idea que he ido rastreando en una serie de lecturas (mis lecturas) que me han acompañado durante los años que he dedicado a la academia, que no son tantos ni todos los que quisiera. Incluso puede que recurrir al gerundio sea excesivo y lo más justo sea decir que es una idea que he ido encontrando a lo largo de los libros que he tenido ocasión de leer, y que no constituyen una búsqueda formal sino un encuentro feliz y azaroso derivado de mi experiencia como lector. Suscribo con Mélich (2002) la idea de que «ensayar tiene la humilde pretensión de mostrar el movimiento de la vida, y la vida nunca está bien articulada. En ella no todo encaja, más bien lo contrario» (p. 22). Lo que sigue es un inventario de lecturas y de la idea que ha ido apareciendo una y otra vez a lo largo de las páginas.

Hay dos momentos claves sobre los que quiero llamar la atención. El primero ocurrió cuando tenía quince o dieciséis años y leía con entusiasmo febril a García Márquez (2007). José Arcadio Segundo despierta en el vagón oscuro de un tren y descubre que está rodeado de cadáveres. Logra abrirse paso arrastrándose sobre los cuerpos y consigue abandonar el tren lanzándose a una zanja sobre la que quedó tendido hasta que el tren terminó de pasar. «No llevaba ninguna luz, ni siquiera las rojas y verdes lámparas de posición, y se deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa. Encima de los vagones se veían los bultos oscuros de los soldados con las ametralladoras emplazadas» (242). La realidad es tan abrumadora que se le presenta a José Arcadio Segundo como una aparición: un tren sin luces en medio de la oscuridad, un espectro. La extrañeza legitima lo fantástico. Él fue testigo del horror, escuchó en medio de la multitud la lectura del decreto que «en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala» (p. 240) y estuvo ahí cuando «el capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto», hasta que terminó por «derrumbarse con la cara bañada en sangre, antes de que el tropel colosal arrasara con el espacio vacío(..)». Cuando José Arcadio Segundo intenta contar la pesadilla de la que fue testigo, lo ven como una «figura escuálida, sombría, con la cabeza y la ropa sucias de sangre, y tocada por la solemnidad de la muerte» (p. 242), algo sobrenatural. Cuando intenta darle orden a una serie de acontecimientos y organizar las palabras unas detrás de otras como si fueran números en una lista, encuentra siempre la misma respuesta, «aquí no ha habido muertos», «no ha pasado nada en Macondo».

La sospecha de Borges en La muralla y los libros era cierta, somos los herederos de un emperador de las antípodas. La realidad no es una suma de acontecimientos sino un conjunto de ocasiones, y somos nosotros los que decidimos cuáles de esas ocasiones vale la pena recordar. Ya lo dijo García Márquez (2002), «la vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla». Las implicaciones filosóficas saltan a la vista. El asombro que precede a los hechos nos excede y nos obliga a refugiarnos, incluso a protegernos, en nuestras propias ficciones. Habitamos el mundo a nuestro modo y lo parcelamos en campos semánticos que nos resultan cercanos, cómodos, aunque no siempre correspondan con la realidad. Nuestras ideas, más que verdaderas, nos resultan familiares. Quizá por eso, al llamar en la casa del coronel Lorenzo Gavilán, «bajo la lluvia tenaz y las casas cerradas», José Arcadio Segundo es recibido por «una mujer encinta, a quien había visto muchas veces», y que, al verlo, «le cerró la puerta en la cara. Se fue, dijo asustada. Volvió a su tierra» (p. 243). No nos interesa tanto la verdad como la tranquilidad. No es posible la construcción de una realidad unívoca y categórica bajo ese tipo de circunstancias. Volvería a sentir ese mismo desconcierto, el día en que vi cómo la luz de las bengalas dibujaba los contornos de la destrucción de Beirut durante la Guerra del Líbano en la famosa escena de Bailando con Bashir (2008) de Ari Folman. La realidad que nos excede y a la que damos la espalda incluso de forma involuntaria, inconsciente. El mundo que habitamos está hecho de particularidades y no de generalidades; sustantivos como «Realidad», «Verdad» o «Historia» son una arbitrariedad, un atrevimiento. Los sustantivos abstractos suponen la existencia de algo que no existe. «Las palabras, dice Wittgenstein, no tienen definición sino uso». Toda explicación, por sencilla que sea, tiende al determinismo. Entre lo imposible y lo improbable existe un «puede pasar» de por medio. La literatura resquebraja la realidad y horada el edificio de la historia.

El segundo momento llegó algunos años después, cuando ya estaba en la universidad. Leía a Cervantes y me preparaba para el examen final de «Literatura Moderna» con el profesor Arbey Atehortúa. Por esos días, de paso por una librería de viejo, había adquirido una pequeña antología donde estaba incluido un capítulo del Quijote de Avellaneda. Si la negación del pasado en el capítulo XV de Cien años de soledad me llevó a cuestionarme sobre las formas en las que interactuamos con lo real, el capítulo en el que don Quijote, al informarse del viaje a Zaragoza relatado en el Quijote apócrifo, decide viajar a Barcelona porque, dice, «así sacaré a la plaza del mundo la mentira dese historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice»(p. 779), termina por convencerme de que hay una fractura entre el concepto de realidad y la emancipación estética propuesta por la literatura. La sospecha de que la realidad es una invención y no algo dado a priori ya estaba instalada. El capítulo LIX es notable porque don Quijote modifica su itinerario con la sola idea de contradecir el libro de Avellaneda, es decir, para negar una realidad que no existe. Ya no la invención de una realidad alternativa, como en el caso de Guido Orefice en La vida es bella, sino la coexistencia de múltiples realidades complementarias e independientes. Ya no una suplantación sino una yuxtaposición. Todo en lo que creía terminó por irse al carajo. La discusión literaria no tiene criterios de verdad.

***

Luego ocurriría lo de las brujas. Digo luego porque los primeros recuerdos son ahora nubarrones, imágenes a medio hacer, tejas que se rompen, ruidos en el techo. Apenas una bruma. La memoria está hecha de una sustancia que escapa al rigor del tiempo. No puede asirse, es volátil. Todo recuerdo es ficción. Lo que sí sé es que dormía al lado de mamá, con la espalda recostada a la pared y las manos bajo la almohada. A lo mejor no dormía. Tal vez me debatía entre el sueño ligero y la vigilia porque todos los ruidos del exterior me llegaban como en sordina: el ventilador, el goteo de un grifo mal cerrado, la respiración de mamá y el ruido que producían los pliegues de su cuerpo sobre el viejo colchón enresortado. Tenía diez, quizá once años. Llevaba algunos días durmiendo con mamá pese a tener habitación propia. No fue un asunto sencillo. La decisión la tomó mi madre la mañana de un lunes aciago en el que reconocí que no podía conciliar el sueño por cuenta de algo enorme que se abalanzaba sobre mí cuando la casa se sumía en tinieblas, y la vida en su interior no era más que el rumor intranquilo de la nevera que habíamos comprado algunas semanas atrás. «No puedo moverme», le dije, «tampoco puedo gritar». Las marcas que tenía en pecho y espalda no me permitían mentir. Lo real es la interacción, no sólo las cosas. Esa misma tarde fuimos al hospital y, tras una serie de exámenes, el doctor Rivera le dijo que, «fuera del Asperger, todo anda bien con la cabeza de su muchacho». Volvimos a casa a eso de las siete. Mamá gastó gran parte del tiempo que le dedicaba a la novela hablando con una vecina. Una novedad. Toda la inteligencia puesta al servicio de la especulación. De vez en cuando, interrumpían la conversación y miraban hacia el interior de la casa. Yo les devolvía la mirada, curioso, sintiendo cómo las preguntas crecían más rápido que las respuestas. Esa noche mamá escondió unas tijeras abiertas bajo mi almohada, sacó unos calzoncillos de mi cómoda, los giró y les introdujo un alfiler antes de dejarlos sobre el cabecero de la cama. La verdad es que mamá no especulaba. Mi experiencia como investigador me ha enseñado que sólo en la hipótesis hay algún asomo de certeza; en la conjetura no. Los movimientos de mamá eran prestos. No improvisaba. Todo iba bien hasta que escuché que algo daba pequeños saltos en el techo. Era un ruido seco, desprovisto de cualquier artificio; desapareció unos segundos más tarde para dar paso a una presencia informe que acechaba desde el umbral de la puerta. «Ya llegó», alcancé a decir. No recuerdo nada más salvo que sobrevino la oscuridad. La historia es cosmética, la memoria es estética. Unos días después la encontré discutiendo con una vecina a mi llegada del colegio. También, una novedad. No dijo nada. Invirtió los siguientes fines de semana en los preparativos que culminarían en mi primera comunión. Las brujas, dicen, siempre son las vecinas.

Casi dos décadas después, aquella experiencia de juventud dejaría de ser una anécdota y se convertiría en un asunto serio, al que me vería obligado a prestarle atención. Las protestas en los alrededores llevaron a la cancelación de las clases cuando un artefacto explosivo fue detonado a escasos metros de la biblioteca. Toda la universidad era humo y caos. Una compañera, profesora de Derecho Romano, ofreció acercarme a casa al cruzarse conmigo en el semáforo de la calle 20. Acepté. Unas cuadras más adelante, en una sección parcialmente vacía de la carretera y con el asfalto húmedo por la lluvia, la figura espectral volvió a aparecer. Fue sólo un momento, pero bastó para que mi compañera perdiera el control del vehículo y termináramos en una zanja a un lado de la vía. Un destino cambiado. Ella no usaba esa ruta; yo no debía estar ahí. La jornada terminó con cuatro costillas rotas, fractura de clavícula y la certeza de una visión compartida. No estaba solo en esto. La sospecha de que la estética no es un accidente de la realidad sino su principal atributo, dejaba los libros y se instalaba como experiencia vital. La mirabilia (el «magicus» medieval) en su máxima expresión. Una de las características de lo fantástico-maravilloso es su irrupción en la cotidianidad y la subversión del orden natural que transmuta en asombro .

Lo anterior no es tanto una idea original como la reescritura de una idea de Todorov (1981), «la característica de lo maravilloso no es una actitud, hacia los acontecimientos relatados sino la naturaleza misma de esos acontecimientos» (p. 40). ¿A qué me estaba enfrentando? El hombre medieval de los siglos XII y XIII, tan acostumbrado a lo fantástico-maravilloso que incluso recurría a ello para explicar aspectos de su vida diaria y conferirle sentido al mundo que lo rodeaba, no habría tenido demasiados problemas para explicar lo que me ocurría. En la Edad Media, realidad e imaginación no eran categorías opuestas sino complementarias, las dos caras de una misma moneda. La literatura y la vida estaban hechas de la misma sustancia. Un tipo como Todorov tendría mucho que decirme al respecto. Es Thomas Pavel (2005) quien, refiriéndose a la historia de la novela, dice que «la pervivencia del pasado en el seno del presente fue difícil de aceptar» (p. 29). La idea del «progreso» no es exclusiva de la historia y se hace extensiva a la literatura. El progreso se constituye en un rasgo de identidad, en algo que «define» al ser humano y lo distancia del resto; como si la identidad no fuera una construcción ficcional esbozada en una dialéctica con la tradición. Ya sabemos de qué van las definiciones. Borges (1980) lo vislumbró y por eso pone en los labios innobles de Vincent Moon la frase que echaría por tierra cualquier idea de progreso, «lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres». Somos una construcción de lo que ha sido. Una extensión de lo vivido. Pavel lo advierte. Por eso recurre al pasado y no al presente para indicar que una situación como la que describe es insostenible.

No se puede explicar a García Márquez sin recurrir a Faulkner y a Hemingway; no se puede entender el Descubrimiento de América sin el imaginario del medioevo. Negar el pasado es tan inútil como los esfuerzos del emperador chino por desaparecer a su madre de la historia. Una infamia. Me vi a mí mismo recorriendo los pasos de José Arcadio Segundo, contando lo que había visto a psiquiatras, sacerdotes y conocidos. Me refugié en los libros, en teorías demonológicas y en bulas papales. Una bula de Inocencio VIII, un tipo de rostro bonachón y nariz aguileña que declaró heréticas las tesis de Pico della Mirandola, les concedió a los reyes de España el título de Católica Majestad por la Reconquista de Granada y murió por cuenta de una transfusión de sangre por vía oral extraída del cuerpo de tres niños, me llevó tras los pasos de Kramer y Sprender y éstos a la lectura del Martillo de las brujas, pero nada me satisfizo tanto como la literatura. Los hombres y mujeres de la Baja Edad Media tenían razón al no distinguir realidad de imaginación, verdad de fantasía. Una conclusión justa para este ensayo la escribió Lichtenberg en el siglo XVIII al referirse a «un cuchillo sin hoja, a la que le falta el mango». Tal vez, la mejor definición que alguien haya escrito sobre la realidad.

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Bibliografía 

1El escritor argentino y la tradición.  Cursos y conferencias. Prosa completa, 2 vols. Jorge Luis Borges, Editorial Bruguera, 1980. 
2. La forma de la espada. Ficciones. Prosa completa, 2 vols. Jorge Luis Borges, Editorial Bruguera, 1980.
3. La muerte y la brújula. Otras inquisiciones. Ficciones. Prosa completa, 2 vols. Jorge Luis Borges, Editorial Bruguera, 1980.
4. La muralla y los libros. Otras inquisiciones. Prosa completa, 2 vols. Jorge Luis Borges, Editorial Bruguera, 1980.
5. El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Miguel de Cervantes, Real Academia de la Lengua Española, 2015.
6. Decir casi lo mismoUmberto Eco, Editorial Lumen, 2008.
7. Cien años de soledadGabriel García Márquez, Editorial Cátedra, 2007. 
8. Vivir para contarlaGabriel García Márquez, Editorial Norma, 2002.
9.  Algunos aforismos. Georg Lichtenberg, Editorial Fondo de Cultura Económica, 1999. 
10. Filosofía de la finitudJoan-Carles Mélich, Editorial Herder, 2002. 
11. Representar la existencia. El pensamiento de la novela. Thomas Pavel, Editorial Crítica.
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Publicado por Revista Corónica
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