Por Maria Camila Cardona
e crucé con Helena Araújo gracias a una librería de viejo de Medellín. En esa época andaba tras los libros de la Colección de Autores Nacionales del Instituto Colombiano de Cultura (esos blancos con unos triángulos de colores en la portada, que salieron en los 70). En esa búsqueda encontré un libro de ensayos de Araújo que apareció en la colección: Signos y mensajes. Lo leí y quedé encantada. Después me dediqué a rastrear sus demás libros, que son difíciles de encontrar, y la leí con mucho entusiasmo. En la maestría me interesé por el ensayo literario y decidí hacer mi trabajo de grado sobre la obra ensayística de esta autora poco divulgada en Colombia. El trabajo retoma una suerte de tradición de ensayistas latinoamericanas que, desde el XIX, se han apropiado de este género para preguntarse por la identidad femenina y, más específicamente, por la relación de las mujeres y la escritura. Encontré muchas razones para relacionar a Helena Araújo con esa tradición, pues, desde los años 70, su producción ensayística se volcó hacia esa cuestión que supo bien explorar a partir del comentario de la obra de escritoras de muchas latitudes y del desarrollo de la noción "escritura femenina". El año pasado me presenté a una beca en la Universidad de Lausana con la ilusión de continuar este trabajo cerca de su archivo personal, que, según entiendo, todavía está en esa ciudad, su hogar durante 45 años. La lectura de Helena Araújo me ha hablado íntimamente y es precisamente ese espacio de intimidad el que me animó a escribirle cartas. Desde que empecé este ejercicio en 2018, me he percatado de que ella no necesita leerme para dar respuesta a mis inquietudes, todo lo dejó enunciado en sus ensayos, novelas y cuentos. Sin embargo, tal vez yo sí necesito escribirle para seguir descifrando las claves de su obra y la de otras autoras latinoamericanas.
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Medellín, 4 de diciembre de 2019
Querida Helena
Ha pasado un año desde mi última carta… ¡todo un año!… y las cosas siguen igual.
Sé que esperará pacientemente hasta el final para conocer aquello que sí ha cambiado y
que yo, aparentemente, pongo en segundo plano, así que no trataré de ocultar que, en
medio de todo lo que parece inmóvil, yo misma soy otra, una muy distinta. Pero, aún
aceptando eso, es verdad que muchas cosas siguen igual: como ve, otra vez escribo
desde Medellín y otra vez tendré que decirle que no iré a Suiza el próximo año. Me cito:
“Mis deseos de ir a Suiza siguen en pie. No será el próximo año, no, ya sabe lo mucho
que me cuesta moverme”. No he dejado de anhelar su rebeldía, su arrojo, pero esta vez
los motivos del no-viaje son otros: ha sido difícil para mí, Helena, moverme de aquí
porque hay unas condiciones prácticas que me impiden hacer mi santa voluntad, que me
sobrepasan, y que, por otro lado, me hacen sentir más cerca de usted, aunque en nada
se parezcan nuestras biografías.
He estado leyendo a una mujer que conoció bien: Victoria Ocampo, esa argentina
interesantísima. Como recordará, la primera serie de sus Testimonios se inaugura con
una carta magistral a su también amiga literaria Virginia Woolf. Leerla me antojó de
escribirle, Helena, no solo porque se trate precisamente de una comunicación epistolar,
sino porque quiero comentarle una idea de Ocampo que entra en relación con esas
condiciones prácticas de las que le hablo.
No solo soy una mujer, Helena, también soy joven. No solo soy una mujer joven, Helena,
soy colombiana. No solo soy una mujer joven colombiana, Helena, también he nacido
pobre. ¿Entiende a qué me refiero cuando hablo de condiciones prácticas?
Imagino su sonrisa: ¿cómo es que una carta de Ocampo a Woolf me hizo pensar en algo
que tiene que ver con esta última condición? Ambas sabemos que ellas escribieron desde
un entorno protegido y que sus luchas por la reivindicación de la mujer como sujeto de
escritura usando sus palabras, Helena las batallaron desde esa posición. Pero es que
hay una idea hermosa y potente ¡muy potente! que no solo me ilusiona con la
comprensión de mi condición sino que me da esperanzas. Es poco probable que Ocampo
se haya sentido limitada por razones prácticas como las mías, pero sí por intentar abrirse
camino en el mundo de las letras en una época y sociedad hostiles para este tipo de
intereses si provenían de una mente femenina.
Imagine la escena que sugiere Ocampo en el párrafo que en el libro antecede la carta*: un
salón muy inglés, con una luz y tibieza protectoras, cruje la chimenea al fondo y el té está
puesto en su sitio. Dos mujeres se miran, la una muy anglosajona, la otra “latina y de
América”. Hablan y, sin importar todas las ideas magníficas que corran con el tarde y los
aperitivos, será la más rica, Woolf, la única que capture para sí la riqueza del momento:
“todo es riqueza en los ricos y pobreza en los pobres”, dice Ocampo. Solo Woolf, “que ha
alcanzado magníficamente la expresión porque ha conseguido alcanzarse”, obtendrá el
botín del encuentro: “su cosecha de imágenes”, como lo dice bellamente la argentina.
Hasta ahí parece todo perdido (incluida yo, pues no voy al punto). Si poseer el tesoro, si
haberse hallado, como cree Ocampo que ha hecho Woolf, es prerrequisito para alcanzar
las otras riquezas del mundo, no parecería haber mucha esperanza para quienes apenas
emprendemos esa búsqueda. Sin embargo, Ocampo da vuelta a la situación y, al hacerlo,
pone en palabras una intuición que he llevado en las entrañas toda mi vida: “hay una
riqueza nacida de la pobreza: el hambre”. Hambre de encontrar esa llave que supo usted
encontrar (dice Ocampo a Woolf y se lo digo yo a usted, Helena), “y sin la cual jamás
entramos en posesión de nuestro propio tesoro”.
“¡Qué rica era yo, no obstante!” -dice Ocampo- (…) “rica de mi pobreza, esto es: de mi
hambre”. Yo también estoy hambrienta, Helena. Tengo hambre de mundo, pero también
tengo hambre de hallarme en la escritura. Esa es mi riqueza y, en este momento, mi
consuelo.
No la veré en Lausana el próximo año, otra vez me perderé sus correrías por
librerías y bibliotecas. No podré emprender ese viaje del que esperaba tanto y que veía,
también, como un impulso para afinar la búsqueda de ese tesoro que, como dice
Ocampo, así llevemos durante toda la vida colgado al cuello, de nada puede servirnos si
no lo encontramos por nosotros mismos.
No la veré este año, Helena. Pero no me siento vencida. Esta vez fue solo un asunto
práctico el que me impidió ir a verla... sigo en la misma casa, en la misma ciudad, pero
estoy en un lugar muy distinto al de la última vez. No poder atravesar el Atlántico solo ha
acrecentado mi hambre. Y recuerde, ¡ahí está mi riqueza!
Camila
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Desde el 2018, Camila Cardona empezó a escribirle cartas a la autora. La primera se publicó en la Revista Cromos y se puede leer aquí.
Victoria Ocampo. Testimonios. Primera serie (1920-1934). 2da Edición. Buenos Aires: Ediciones Fundación Sur, 1981.
"Carta a Virginia Woolf": pp. 7-14