miércoles, 26 de agosto de 2020

Eihei-ji: El templo de la paz eterna

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Eihei-ji永平寺Monasterio Zen fundado por Eihei Dōgen en 1244. Foto: Patricia Bohórquez.


Por Patricia Bohórquez Lenis*



Leyendo una publicación que titulaba: “Steve Jobs consideró convertirse en monje aquí”, mi mente voló a ese recóndito templo en las montañas de Japón que mostraba el artículo. Lo que nunca imaginé, es que en el mismo monasterio donde treinta años antes estuvo el genio de Apple, yo viviría por dos días y una noche los rituales de la vida monacal.


Después de quinientos kilómetros, dos buses, dos trenes, una caminata, y habiéndome internado en lo profundo de los Alpes Japoneses, llegué al monasterio budista Eiheiji. Su nombre traduce “El templo de la paz eterna”, estado experimentado con todas sus letras, al ahondarse en los 330.000 metros cuadrados del milenario bosque de cedro donde yace el templo.


Eiheiji es un monasterio de formación Zen que data del año 1244. Aquí, las enseñanzas han sido practicadas sin cambio alguno desde su fundación hasta nuestros días. En la actualidad, conviven alrededor de doscientos monjes quienes en medio de los cambios estacionales, rodeados de árboles, montañas y el murmullo del arroyo, continúan su preparación con férrea disciplina por un periodo de un año.


Durante mi estancia, recibí la orientación de un guía quien se encargó de mostrarme el lugar, y explicarme las diferentes actividades y conductas que debía seguir. Se trataba de un monje afable en la mitad de sus veintes, quien está a punto de culminar su formación. La mayoría de ellos son jóvenes. Todos hombres, y de nacionalidad japonesa excepto uno. De lejos observé alguien mucho más alto que el resto, sus grandes ojos redondos y rasgos me indicaron que era el extranjero. Es un monje australiano.


El vasto complejo de Eiheiji está compuesto por decenas de salas y torres, siendo siete los edificios principales, los cuales se conectan por pasillos. La vida de los monjes está centrada en un edificio llamado Sōdō o Sala de los Monjes. Es un espacio sencillo con plataformas elevadas, cubiertas por una serie de tatamis (esteras de paja a modo de tapete, de uno por dos metros). Los monjes están uno al lado del otro, cada quien sobre un tatami, en el que meditan, comen y duermen, pasando allí gran parte del día. Hablar o leer está prohibido en este lugar.


Para dormir me asignaron una habitación en un edificio llamado Kichijokaku, el cual se comunica con la Sala de los Monjes y con la Sala Dharma (centro de ceremonias). Mi recámara estaba compuesta por una pequeña mesa que por sillas tenía cojines, un futón (una delgada colchoneta que se pone sobre el piso de tatami), un cobertor y una almohada de semillas. La ventana corrediza de papel me brindaba la vista al complejo Eiheiji por un lado, y a las montañas por el otro.


Un monje, a las cuatro de la mañana, rompe el silencio corriendo por los pasillos del Sōdō, mientras toca una pequeña campana indicando el comienzo de las actividades. Los monjes se reúnen en el baño y bajo el precepto budista de que “todas las actividades de la vida cotidiana son práctica”, se lavan la cara bajo rigurosas instrucciones.


Regresan a su tatami donde realizan el Zazen matinal (meditación), el cual consiste en sentarse, calmar la mente y encontrarse a sí mismo. Permanecen en posición de loto (postura sentada con las piernas cruzadas, con cada pie ubicado encima del muslo opuesto) en absoluto silencio y con la mirada baja dirigida a una pared. Con el Kyosaku (palo de la iluminación) son gentilmente golpeados en el hombro cuando se duermen o pierden la concentración.


Después de algunas explicaciones sobre postura y objetivo del Zazen, debuté con vergonzosa torpeza en el arte de “desconectar la mente” siendo tocada varias veces con el “palo de la iluminación” que por fortuna (o compasión del monje) no me golpeó sino me ayudó a enderezar la espalda. Una campana indica el final de la meditación, la cual concluye con ejercicios de estiramiento y repetidas reverencias.


Acto seguido, siendo las seis de la mañana, se lleva a cabo un servicio religioso en la Sala Dharma: un edificio sagrado ubicado en la parte más alta del complejo. Para llegar allí, subí un largo y oscuro pasillo de escaleras acompañada a lo lejos, por el sonido celestial de una enorme campana de bronce. Aquí, el jerarca principal predica las enseñanzas de Buda, mientras el aire vibra con las voces al unísono de más de un centenar de monjes sentados en el piso, recitando sutras. Mientras tanto, los visitantes en posturas similares participamos de la ceremonia del incienso, realizamos reverencias, seguimos los sutras y nos embelesamos con estos ritos maravillosos que subliman el espíritu, haciéndonos olvidar el frío o el entumecimiento de las piernas.


Finalizada la ceremonia es servido el desayuno. Comer es otra forma de entrenamiento. Las comidas son veganas basadas en ingredientes básicos que son tratados con respeto como fuente de vida. Las preparaciones son hechas por los monjes; siendo los vegetales, setas, frutos, semillas, algas y arroz los principales componentes. Mientras ellos comen sobre su tatami, en el Sōdō, los invitados lo hacemos en nuestra habitación, sobre un cojín en el piso.


Después del desayuno los monjes lavan los cuencos y limpian el templo. El trabajo físico (limpieza, jardinería, cocina) es parte fundamental de su formación, junto con la práctica del Zazen y el recitado de sutras.


Una vez terminan las labores, visitan la casa de baños cumpliendo así uno de los rituales más importantes de la vida monacal: la pureza del cuerpo y del espíritu. Como es tradicional en Japón, se trata de baño tipo Sentō, que es una especie de piscina de agua termal de origen volcánico, donde se comparte un espacio común con un grupo de personas y en completa desnudez. En la zona de baños está prohibida la comunicación verbal. Antes de ingresar, los monjes hacen tres reverencias y recitan: “que nuestras mentes y nuestros cuerpos sean purificados por dentro y por fuera”


Los visitantes fuimos conducidos a un Sentō distinto ubicado en el sótano del edificio donde nos alojábamos. Nos fueron asignados grupos y horarios para el baño. Los cuerpos desnudos sumergidos en aguas medicinales, no solo se lavan y sanan, lo hacen también los pensamientos que se limpian cuando se despojan de escrúpulos y temores, entrando en un estado de sosiego y relajación.


Después de la cena, el día termina con el Zazen vespertino, luego del cual se toca de nuevo una campana, indicando que son las nueve de la noche y que es hora de apagar la luz. El edificio donde me encontraba quedó en el más profundo silencio y oscuridad. El cuerpo se siente liviano con la cena, adormecido con el baño termal y tranquilo con la meditación.


Curiosamente, durante mi estancia en el monasterio olvidé por completo el detalle que puso mis ojos en él: el retiro espiritual de Steve Jobs. Pareciera que aquella frase de Buda: “para entender todo, es necesario olvidarlo todo” se hubiese apropiado de mí, llevándome a vivir una introspección única e irrepetible, y quizá, una de las más memorables de mi historia en Japón.


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*Patricia Bohórquez es una médica colombiana residente en Japón. Gestiona la página Una colombiana en oriente. Revista Corónica reproduce esta crónica con su autorización. 

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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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