viernes, 11 de septiembre de 2020

El "orden" sobre la vida

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"Law in a Lawless Land" Michael Taussig 


Por Keren Marín 


A finales del 2016 y tras cuatro años de negociación, la ciudadanía rechazó en las urnas los Acuerdos de Paz entre el Gobierno Colombiano y las FARC EP. Esta victoria del NO en el plebiscito fue considerada por algunos como producto de la polarización ideológica y de la dificultad para comprender de manera clara y sencilla lo consignado en los documentos finales. Dos años después y a 260 kilómetros de la capital del país, Horacio -campesino, víctima y líder comunitario- me comentaba en voz baja que votó en contra de los Acuerdos de paz por una sencilla razón: temía más de la institucionalidad por venir, que de los grupos armados que se encontraban en su territorio. 

Este imaginario, en apariencia incoherente, no es gratuito. En los territorios periféricos, pobres y suburbanos, el Estado colombiano ha consolidado su presencia a partir del ejercicio arbitrario, violento y represivo de su autoridad. Ante ello, la relación de las comunidades con la institucionalidad -particularmente con la Fuerza Pública- ha estado mediada por la idea de marginalidad respecto a nociones como seguridad, justicia y protección. Horacio, por ejemplo, asocia el Ejército con las masacres paramilitares acaecidas a finales de los noventa en Vistahermosa- Meta y con los desalojos de los que fue sujeto a mediados del 2010 en la ciudad de Villavicencio: “No les bastó con destruir nuestro rancho. También tuvieron que llevarse nuestra dignidad”. 

Estas experiencias de abuso y violencia replicadas a lo largo y ancho del territorio nacional, han legitimado la formación y permanencia de prácticas y poderes fuera de lo legal, pues la marginalidad permite configurar otras formas de gobernabilidad que exceden la idea del Estado como fuente última del poder. A este escenario también se le suma el carácter belicista y reactivo de la Fuerza Pública, quienes a lo largo de su desarrollo han sido ante todo defensores de intereses partidistas, políticos y económicos antes que garantes de los derechos ciudadanos. La Policía Nacional, por ejemplo, pese a ser un organismo de naturaleza civil tiene una orientación militar que centra su acción en ejercer medidas coercitivas y de restricción individual. En este sentido, sus funciones -que han de centrarse en la convivencia, educación ciudadana y prevención de violencias- son desplazadas al campo de la alta reacción, donde la proporción y simetría en el ejercicio de la autoridad desaparecen. 

Ante ello, más que hablar de casos aislados de abuso policial y vulneración de los Derechos Humanos, nuestra mirada ha de centrarse en el papel que históricamente le han otorgado los Gobiernos Nacionales a la Fuerza Pública y en las narrativas sociales que legitiman el ejercicio arbitrario de la autoridad: en el país de la norma y la sangre, la idea del orden prevalece sobre la defensa de la vida. ¿o cómo explicar que la misma ciudadania justifique la crueldad, la sevicia y la tortura? ¿que los medios de comunicación erijan banderas patrias donde hay fosas comunes y cementerios? Nuestra moralidad - atravesada por la indolencia y el terror- nos ha hecho insensibles y complacientes contra todo aquello que humilla, daña, viola, desangra y corroe. Para una comunidad política vencida por sus miedos y la ciega idea de la subordinación y obediencia, la idea del poder, el orden y la seguridad tiene sus bases en la aniquilación del otro. 

Y el Estado en sus correlatos, prácticas y lenguajes, asume y refuerza esta narrativa mediante su racionalidad dual: por un lado consolida su acción a partir de una reglamentación jurídica y por el otro actúa a discrecionalidad y sin miramientos hacia las garantías civiles y políticas de sus ciudadanos. Esta dualidad implica transitar -en términos de Ernst Haeckel- entre la normalidad y la excepción, es decir, entre el Estado normativo que habla desde el estrado de la ley y el Estado de prerrogativas que condecora a los buitres que osan desgarrar la carne de los desposeídos. 

En este sentido, las cincuenta y cinco masacres cometidas en el transcurso del año, el asesinato de 10 civiles a manos de la Policía Nacional en las últimas cuarenta y ocho horas y los 241 casos de violencia sexual ejercida por miembros de la Fuerza Pública contra niñas y mujeres entre 2017 y 2019, son apenas la expresión mínima de un sistema que se define a sí mismo a partir de la brutalidad, la excepcionalidad y la tiranía. Ante ello, nuestro deber es narrar los vejámenes que la historia oficial oculta y tergiversa, y contribuir a la transformación epistémica y ontológica de una nación cuyo horizonte y esperanza acaba con el exterminio y la barbarie. 

La paz, pese a los discursos que lo dictan, nunca se construirá sobre el “pacifismo” de los poderosos. Callar jamás será una opción.
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Publicado por Keren Marín
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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