Una nota sobre Aguas de estuario, de Velia Vidal
Por Paula Andrea Marín C.
Toda la vida los motetes se han usado para cargar comida para el cuerpo: plátano, carne de monte, pescado. Nosotros proponemos llenarlos con comida para el alma: arte, cultura, libros. Así como los motetes son tejidos a mano, pensé que estos nuevos contenidos también arman un tejido, el tejido de la sociedad, de la comunidad, el tejido de las almas.
Chocó, la gran selva de los dos mares. Uno de los rincones más biodiversos del mundo, que vino a completar su belleza con un gran error de la historia: la esclavitud, un error que nos duele y rechazamos, pero que, a la larga, nos permitió completar también el círculo de la biodiversidad, poniendo en este lugar, ya rico por naturaleza, la fortuna de ser habitado no solo por indígenas, sino también por mestizos y por los hijos directos de África.―Velia Vidal, Aguas de estuario
Este libro (tan bien hecho y
generoso con el lector, con sus ojos y con sus manos) con ese hermoso título, llegó
a mí gracias a la recomendación de Jonathan Valencia, el librero de Expresión
Viva, en Cali. Es el primer libro de Velia Vidal y fue publicado por Laguna Libros,
gracias a la Beca de MinCultura para la publicación de obras de autoras
afrocolombianas. Le debo, pues, a Jonathan mi deseo de buscar Aguas de estuario, no solo por su
temática, sino por su autora, una mujer a la que había escuchado el año pasado
en la Filbo hablar con pasión y honestidad sobre su proyecto educativo y
cultural Motete y sobre la Flecho, la Fiesta de la Lectura y la Escritura del
Chocó, que ella también organiza. Velia decía que solo cuando salió del Chocó a
estudiar en Cali y luego en Medellín se dio cuenta de que era pobre, que fue en
el contacto con esa otra cultura y esas otras formas de economía que empezó a hacerse
consciente de la desigualdad.
Siempre he sentido una cercanía
muy grande con la cultura afro y un deslumbramiento por los dos lugares que
conozco del Chocó y que me parecen los más bellos de Colombia: Bahía Solano y
Capurganá. Sé que llevo sangre de negros en mi cuerpo, de mis antepasados, y la
sentí fluyendo cuando viví tan feliz en Buenaventura, en mi infancia, y luego en
Cali, durante mi adolescencia, a pesar (paradójicamente) de que allí la
discriminación contra la gente negra es pan de todos los días. Sin embargo,
siempre he temido acercarme a la cultura afro desde el estereotipo. Leo a Velia
y escucho su risa y su voz entusiasta hablando de lo que más ama en el mundo:
leer con los niños y niñas del Chocó, hablar sobre los cuentos, sobre los
poemas, “pensando qué más hacer para que otros se enamoren de las palabras” (Aguas de estuario), buscando un poco de
sentido en medio de aguaceros, de desigualdades rampantes e incluso de balas.
Si hay algo que admiro en este
mundo es a aquellos seres humanos que, sin importar lo difícil o absurdo que
pueda ser su sueño, hacen todo lo posible por llevarlo a cabo, por hacerlo
realidad. Aguas de estuario está
compuesto por cartas que Velia le escribe desde Quibdó, Bahía Solano, Turbaco y
Buenaventura a un destinatario que está en Medellín, durante tres años, entre
2015 y 2018. Una de mis debilidades es el género epistolar, así que leer este
libro no solo es el descubrimiento de una voz narrativa, sino la confirmación
de lo bello que es leer cartas, de la sensación de asistir al desvelamiento de
algo íntimo, casi como un secreto, pero también de lo importante que es poder
contarnos ante un otro, de saber que alguien puede recibir eso que somos con
amor o empatía, para poder seguir un poco más ligeros con nuestros pasos. Ese secreto, en un inicio, es el sueño de Velia de marcharse de Medellín
y regresar a su Chocó natal para trabajar en lo que siempre ha deseado: su
proyecto de mediación lectora y escritural con niños y niñas. El disparador
de ese sueño es la muerte de alguien por un infarto, a una edad en la que se
supone que eso no suele suceder: “Yo me tomé eso como muy en serio y dije: no
puedo estar donde esté aburrida, hay que hacer cosas todos los días para estar
felices y tranquilos a la hora de partir, con lo que sea que nos dé
tranquilidad. Entonces decidí renunciar [a mi trabajo]” (Aguas de estuario).
Las cartas cuentan, paso a paso,
toda la travesía de Velia desde su llegada a Quibdó hasta el momento en el que
Motete ha cumplido su primer año de funcionamiento y se ha realizado la primera
versión de la Flecho. En las cartas, están presentes toda la esperanza, el
entusiasmo, pero también la ansiedad, la angustia y el cansancio de trabajar
todos los días para echar a andar un proyecto que sea sostenible en el tiempo. Poner
en marcha los sueños no es fácil, pero son tareas que se hacen con gusto, nos
dice Velia. A veces, resulta agotador ser el responsable de un proyecto que
cada vez se hace más grande. A veces, la vida se convierte en días que se pasan
resolviendo situaciones, buscando recursos para que todo siga funcionando, sin
un respiro para tomarse un descanso; pero siempre aparecerá un instante para
tomarse un café o para degustar las palabras mientras se escribe una carta para
alguien muy querido.
Como en el estuario, en el ser
humano confluyen aguas dulces y saladas, mezcla de sal y de claridad, revuelto
de mareas y de corrientes. Velia, Vel, la seño Velia, Veliamar, no es ajena a ellas y la voz narrativa que
construye las desvela como lo que son: parte de un ser que es tantas cosas al
mismo tiempo, que trabaja, que se esfuerza, que crea, que soluciona, que
aprende, pero también que siente, que desea, que duda, que se cuestiona. Velia
narra la historia de su vida, la relación con sus padres, que ha dejado tantas huellas en ella (como en todos), heridas que creemos sanadas a un tiempo y abiertas y
sangrantes a otro. También narra la relación con su marido y lo que cuesta
afectivamente atreverse a romper el modelo de pareja monógama; para Velia, “es improbable
eso de amar solo a una persona eternamente… [Y por eso quizá lo mejor sea] admitir
que a veces aparecen otras personas con quienes queremos tener encuentros
sexuales y que eso no tiene que romper el proyecto de vida” (Aguas de estuario). Pero, de nuevo,
romper con un modelo es igual de complejo que llevar adelante un proyecto; los
encuentros sexuales a veces conllevan afectos con los que no se contaba y,
entonces, aparece la pregunta de cuál es el costo emocional que se paga por
satisfacer el cuerpo o de cómo poder distinguir al amante ocasional del amante
que entiende que nunca nos acostamos solo con un cuerpo o de cómo identificar
cuándo ese amante es solo una forma de llenar un hoyo negro en nuestras vidas.
Al lado de estas aventuras del
cuerpo, de la mente y del corazón, en las cartas de Velia también asoma la
tristeza por aquello que no cambia: la Colombia de la capital que invisibiliza
a los chocoanos, que los sigue discriminando a través de sus “ayudas”: “La
exclusión de la Colombia racista y centralista que da su espalda al Chocó
convirtió nuestras historias en cosa menor, poco nos vemos reflejados en la
literatura, en el cine o en la televisión, y cuando estamos suele ser desde la
mirada externa pasada por estereotipos que nos minimizan o nos confinan a una
sola versión” (Aguas de estuario).
Ante ello, están las ganas de construir otras imágenes, una versión desde sí
mismos, como lo ha hecho Velia Vidal en este libro y como lo sigue haciendo
desde Motete y la Flecho.
No somos el destinatario original de las cartas de Velia, pero sí sus destinatarios anónimos, buscados, esperados por la Velia escritora, lectores que ojalá reciban esta palabras cuidando la vulnerabilidad y la valentía que se asienta en ellas.
- Velia Vidal. Aguas de estuario. Bogotá: Laguna Libros, 2020.