Sobre tres obras de Vivian Gornick
Por Paula Andrea Marín C.
Era de esos escritos que te dejan mirando al infinito con el libro en el regazo un buen rato después de haber vuelto la última página. El armazón era cien por ciento intelectual, pero la carne extendida sobre esos huesos pelados era obra de una inteligencia poética.
Vivian Gornick, Mirarse de frente.
Soy reacia a que los libreros me
recomienden libros; en una librería, me comporto como un animal al que le gusta
estar solo. Sin embargo, si no hubiera sido por un librero, no me hubiera encontrado
(no en este momento de mi vida) con la obra de Vivian Gornick, que aún me tiene
“mirando al infinito”, obnubilada por esa carne de “inteligencia poética”. Gornick
(Nueva York, 1935, hija de inmigrantes judíos) ha publicado artículos, reseñas
y libros desde la década de 1970, pero solo hasta la del 2000 empezó a ser traducida
al español; es reconocida, sobre todo, por su participación activa y como
periodista en el movimiento feminista desde 1970, pero sus escritos también
giran alrededor de la literatura. En 2017, la editorial Sexto Piso editó su
primer libro de memorias (originalmente, de 1987): Apegos feroces; a este le siguieron otro relato autobiográfico, en
2018: La mujer singular y la ciudad
(2015) y uno más de relatos breves en 2019: Mirarse de frente (1996). En cada uno de estos tres libros, Gornick
repasa la relación con su madre, con la ciudad, con su trabajo y con sus amigos
y amores; en Mirarse de frente,
además, estos temas se amplían hacia su adhesión al marxismo y hacia la vida
universitaria de algunas ciudades estadounidenses. Los temas aparecen una y
otra vez, pero todos se enlazan con uno mayor: su feminismo particular, fruto
de una mirada también particular sobre su experiencia de ser una mujer
“singular” y el precio que se debe pagar por ello.
Cuando hablamos de lo que
realmente nos importa, de lo que nos duele o nos emociona, nos damos cuenta de
lo parecidos que somos todos, de lo que como humanos nos acerca; aunque sepa
esto, como lectora, no deja de sorprenderme ese momento cuando me encuentro con un
escritor o escritora que me hace sentir completamente identificada con lo que
narra, que me permite verme a mí, a mi vida y a mi contexto en un espejo
ampliado y profundo. Eso me sucedió con Gornick. Lo que ella narra nos hermana
a muchas mujeres, aunque de ella me separen más de cuatro décadas. Como Gornick
(y tantísimas mujeres) soy hija de padres no profesionales (que no fueron a la universidad),
como ella, mis padres apoyaron que fuera a la universidad porque era
“inteligente”, como ella, trabajé como mesera cuando era universitaria (no en
lujosos hoteles, sino en restaurantes y bares del centro de la ciudad), como
ella, me casé y me separé, como ella, no tengo hijos, como ella, vivo sola (con una gata), como la de
ella, mi mamá quedó viuda cuando menos lo esperábamos, como ella, escribo, como
ella, he sido y soy profesora universitaria, como ella, he buscado en
relaciones no convencionales con los hombres una alternativa a ese apego al
amor romántico, como ella, vivo profundas contradicciones en mi redefinición
como mujer, pero, a diferencia de ella, me había avergonzado de esas
contradicciones, en medio de la hipercorrección política que vivimos
actualmente, una hipercorrección que me había llevado a no sentirme con el pleno
derecho de llamarme feminista.
En la hipercorrección política,
en el dogmatismo, nos sentimos con derecho a exigirle al otro “coherencia”,
como si fuera posible ser humano sin contradecirse, como si no fuera esta
posibilidad de desdecirse también lo que define esa humanidad y la vida misma.
Lo hacemos también con nosotros mismos cuando nos avergonzamos al tener que
admitir que hemos cambiado de opinión o que hemos pensado, hecho o dicho algo
que no coincide con esa imagen que hemos fabricado de nosotros mismos y que
hemos tratado de proyectar hacia los demás. En Gornick, esas contradicciones
giran en torno a dos creencias sobre las que las mujeres han erigido sus
propias cárceles: el amor romántico y el miedo a la soledad. Estas dos creencias
han hecho que miles de mujeres hayan “elegido” (como consecuencia de una imposición social) el matrimonio y la maternidad como único propósito de sus vidas, y
hayan sacrificado por él su realización personal. Estas dos creencias inoculan
profundamente la idea de que las mujeres necesitan siempre a alguien que esté a
su lado: primero, los padres, luego el marido y los hijos; esta situación no
hace más que prolongar nuestra infancia (emocional y mental).
Gornick ha procurado salirse de
ese estado infantil de la mujer, pero eso no ha significado que ya no sienta
nostalgia por no haber encontrado al “hombre de su vida” o que muchas veces “la
soledad bruta” rompa su equilibrio vital como una depresión cotidiana que mina su
vida interior. Entonces, Gornick llama a algún amigo o amiga, cultiva sus
relaciones, pero cuando nadie responde sus llamadas o cuando la ansiedad no da
espera, sale a la calle, camina junto a desconocidos, siente el eterno
movimiento de la ciudad y despeja la soledad de su día. Ser feminista también
es esto: ser valiente para aceptar que, pese a que tengamos nuestra propia vida
(nuestra profesión, nuestra vocación, nuestro trabajo), habrá días (muchos) en
los que anhelemos despertarnos con alguien hasta la vejez, sentirnos
acompañadas en la cotidianidad; ser feminista es, igualmente, ser valientes para saber que quizá jamás
lleguemos a tener esa compañía y que, pese a ello, debemos seguir cultivando
esa vida, nuestra vida, dejando espacio para pensar de vez en cuando
en la posibilidad de relaciones de pareja que no limiten esa vida, que no
reduzcan su expansión.
Gracias a las revoluciones, a las voces que exigen cambios, en cada época, las expectativas para las mujeres se han ampliado; solo cuando entendemos esto, nuestras madres pueden dejar de ver a sus hijas como enemigas y las hijas pueden dejar de ver a sus madres como las eternas culpables de los “pactos con el diablo” que han (hemos) firmado. De eso se trata Apegos feroces. A través de escenas que intercalan paseos de la narradora con su madre por las calles de su vecindario neoyorquino (y sus alrededores), sus diálogos y los recuerdos de la vida de esa misma narradora, Gornick centra su relato en la tensión perenne entre madre e hija, en el apego feroz de la una hacia la otra: dos mujeres que viven solas (viuda una, divorciada la otra), apegadas también a distintas formas de su desdicha. En algún momento, su madre dice: “Le tengo envidia porque vivió su vida. Yo no viví la mía” (Apegos feroces).
La madre de Gornick, al igual que la mía (y la de muchas) solo
tuvo como expectativa de vida conseguir el “amor” de un marido y concretarlo a
través del matrimonio “hasta que la muerte los separe” y los hijos; no sabían esas
madres que podían aspirar a una vida en la que ellas tomaran las decisiones.
Las hijas sí lo sabemos (y por ello nuestras madres ven en nosotras –a un
tiempo con envidia y a otro con orgullo– lo que ellas no pudieron hacer) y, sin
embargo, la idea del hombre que nos “elija” y nos acompañe hasta la muerte aún
nos ronda y culpamos a nuestras madres de habernos transmitido esa creencia,
aunque luego nos hayamos dado cuenta de que acostarnos con todo el que podamos
tampoco es la opción. Para ninguna de las dos generaciones ha sido fácil: no
para la de las mujeres que se hicieron para los otros; tampoco para la de las
que intentamos hacernos para nosotras mismas. Quizá para la siguiente generación
de mujeres sea más sencillo y esta contradicción ya no pese tanto ni se venga
sobre nosotras en noches sin luna ni estrellas, a través de una sensación de
fracaso o de vergüenza. Mientras tanto, cada mujer (más aún si se declara
feminista) debería encarar el ejercicio propuesto por Gornick: mirar de frente la
relación con su madre hasta desapegarse de ella (o intentarlo, al menos).
Pocas sensaciones igualan a la de encontrarme con un escritor o escritora que aborda temas que no había visto tratados de cierta manera por nadie más hasta entonces. En el caso de Gornick, me siento menos sola, menos “singular” al leer lo que plantea acerca de lo que implican vivir sola y cultivar las amistades. A falta de compañía doméstica, necesitamos procurarnos conexión cotidiana y allí entran los amigos y amigas. Pero la amistad, como las relaciones de pareja, no es sencilla; la atraviesa el arte de la conversación. En esto se centra La mujer singular y la ciudad, en donde Gornick intercala escenas de sus caminatas por su vecindario neoyorkino, diálogos casuales con otros transeúntes y escenas de encuentros y diálogos con amigos. ¿Cómo construimos conexión con alguien? Gornick plantea que hay dos tipos de amistades: aquellas que se animan entre sí y aquellas a las que hay que animar. Cada relación de amistad construye su propia dinámica; como en cualquier relación, se trata de una danza a través de la cual emergen distintas facetas de nosotros mismos y del otro.
No
hay nada mejor que una buena conversación con un amigo o amiga: aquella en la
que logras despejar tu mente y tu corazón, aquella que te devuelve a ti mismo,
aquella en la que te sientes completamente escuchado y en la que escuchas
realmente al otro, aquella en la que las palabras pueden brotar y expandirse
porque tenemos la certeza de que son bien recibidas. Estas conversaciones, no
obstante, no suceden a menudo; Gornick diferencia la charla de la conversación
y diferencia aún más las charlas de salón de las conversaciones. Necesitamos
conversaciones para nutrir nuestra vida interior y para que la soledad bruta no
nos aplaste.
Leí en un artículo reciente que
en Nueva York la mitad de sus habitantes viven solos (me pregunto cuál será la
proporción en Bogotá). Pienso en una vertiente del discurso de autoayuda que
plantea que debemos aprender a estar solos y disfrutarlo, y luego leo un
artículo sobre Hannah Arendt en el que se plantea que la soledad nos convierte
en seres vulnerables y esto es útil para que, quienes puedan sacar provecho,
ejerzan un mayor control sobre nosotros. Entre ver la soledad como un deber que
algún día será un placer y sufrirla a causa de no poder salirnos de nuestra
infancia mental y emocional, el planteamiento de Gornick es un verdadero
alivio: la soledad nos permite tomarnos en serio nuestra vida y nuestra
profesión, pero la soledad bruta atrae la depresión. Necesitamos cultivar
nuestras amistades, cuidarlas; necesitamos conversaciones en las que cada uno,
al regresar a su hogar, se sienta conectado consigo mismo y con los otros; y
necesitamos las calles llenas de transeúntes: “La gente normal y corriente que
vaga por estas miserables y maravillosas calles en busca de un yo reflejado en
los ojos de un desconocido” (La mujer
singular y la ciudad).
Los dos textos más bellos que
conozco hasta ahora sobre el feminismo los he encontrado en Mirarse de frente: “Lo que significa
para mí el feminismo” y “Vivir sola”. En ellos, Gornick sintetiza sus
posiciones sobre las dos principales luchas de su vida como mujer: el “fracaso”
del amor romántico y la “vergüenza” de vivir sola. En compañía de ellos, camino
por Bogotá todo lo que me es posible; no quiero que se me olviden sus calles,
no quiero quedarme en casa más de lo necesario por miedo. Bogotá es mi Nueva York.
Mis preguntas y mis inseguridades me acompañan, pero trato de atravesarlas
siguiendo las palabras de Gornick: escuchando la voz de mi cabeza, aprendiendo
a hablar conmigo misma, tratando de conseguir un “control estable del
pensamiento propio” (Mirarse de frente),
tomando notas sobre mí misma, sobre lo que me rodea, sentándome al escritorio,
trabajando, tomándome en serio mi trabajo y mi cerebro; solo así me sacaré a la
esclava que llevo dentro, solo así quebraré la soledad que puede vaciar mi vida
interior.
Vivian Gornick, Apegos feroces, trad. Daniel Ramos, Ciudad
de México: Sexto Piso, [2017] 2018.
Vivian Gornick, La mujer singular y la ciudad, trad.
Raquel Vicedo, Ciudad de México: Sexto Piso, 2018.
Vivian Gornick, Mirarse de frente, trad. Julia Osuna, Ciudad
de México: Sexto Piso, 2019.