domingo, 21 de marzo de 2021

Sinvergüenza

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Una nota sobre La ciudad solitaria, de Olivia Laing


Por Paula Andrea Marín C.

  

Estamos viviendo un proceso de gentrificación en las ciudades y también en las emociones, una homogeneización progresiva que produce un efecto de blanqueamiento e insensibilización. En el esplendor del capitalismo tardío, se nos inocula la idea de que todos los sentimientos complicados –la depresión, la ansiedad, la soledad, la ira­- son simple consecuencia de una alteración química, un problema que hay que solucionar, en lugar de la respuesta a una injusticia estructural o, por otro lado, a la textura original de la encarnación corpórea, al hecho de cumplir condena… en un cuerpo alquilado, con todo el sufrimiento y la frustración que eso conlleva.

―Olivia Laing, La ciudad solitaria.


Llevo un poco más de tres años pensando en la soledad, conviviendo con ella, tratando de entender la forma en la que se mueve en mí, en la que actúa dentro de mí, más aún hace un año, después de que comenzaron los períodos de confinamiento por la pandemia. Cada cierto tiempo, con intervalos de semanas o de días, aparece la sensación, así esté rodeada de personas, incluso de personas cercanas. Es la sensación de que me falta una conexión profunda con alguien, de querer ser mirada con amor por alguien. Mi sensación me envía un mensaje: la compañía que tienes no es suficiente, tu propia compañía no es suficiente; solo tener a tu lado a la persona que te ama (y que amas) sería suficiente. Sin embargo, en estos tres años, he empezado a conocer las tretas de mi soledad: sé de dónde viene, sé que es mi herida de infancia (como lo es de tantos de nosotros), sé que la amplía la creencia de que solo en pareja se puede ser feliz y de que si no la tengo es por algún defecto mío, sé que mientras he tenido pareja la sensación también viene y me transmite el mismo mensaje: la compañía que tienes no es suficiente, necesitas otra conexión más profunda. Como una adicta, parece ser que entre más acompañada estoy, más necesidad tengo de estarlo. A veces, la soledad es real: paso el 90 por ciento de mi tiempo sola (con la gata con la que comparto mi casa) y cuando quiero encontrarme con alguien, a veces, está ocupado o ya tiene planes (por lo general, con su pareja) o, simplemente, me deja “en visto”. En ocasiones, la soledad es elegida: prefiero quedarme en casa o hacer mi plan de salida sola a encontrarme con alguien con quien no siento conexión alguna.

 

La soledad se me ha convertido en un tema obsesivo. Les pregunto a mis amigos si se sienten solos y si esta sensación llega a ser en ellos tan apabullante como puede llegar a serlo en mí. Las respuestas que escucho parecen evadir algo que a todos nos genera vergüenza, como explica Olivia Laing en su libro La ciudad solitaria (originalmente publicado en inglés en 2017) y cuya lectura me ha dado como regalo la certeza de que no estoy sola en esa sensación de soledad, de falta de conexión y de aislamiento. Llegué al libro de Laing (a su edición exquisita) gracias a un podcast español: Deforme semanal (que si no conocen, les recomiendo mucho escuchar). Olivia Laing (británica, escritora y crítica literaria, nacida en 1977) llega a Nueva York con la promesa de una vida feliz en pareja, pero estando allí todo se desmorona. Sin embargo, consigue un trabajo, se queda en la ciudad y empieza a indagar en su propia sensación de soledad, a partir de la investigación sobre la obra de seis artistas (visuales y musicales) quienes, a través de su arte, intentan restaurar su yo fragmentado en pedazos: Edward Hopper, Andy Warhol, David Wojnarowicz, Henry Darger, Klaus Nomi y Josh Harris. Gracias a becas de investigación, Laing pasa sus días recorriendo bibliotecas y revisando los archivos personales de estos artistas; el resultado es un libro que se aproxima a sus obras a través de la relación con sus experiencias de soledad. Una de las mayores riquezas de la obra de Laing es que no aborda la soledad únicamente desde el individuo, sino desde este en su interacción con la sociedad. Los artistas a los que se acerca la autora son seres cuya sensación de soledad se amplificó al chocar con un tipo de sociedad que los hizo sentir más aislados aún. Este tipo de sociedad (nuestra sociedad) rechaza a los que no se amoldan del todo a su estructura, a los “diferentes”.

 

Aquí, solo me detendré en David Wojnarowicz (busquen en Internet sus impresionantes collages y fotografías). Todos, de alguna manera, en mayor o menor grado, tenemos la herida de la soledad (del abandono, del rechazo, de la falta de conexión) y algunos, como David, están heridos por las secuelas de abandono y malos tratos en la infancia; esas secuelas nos hacen crecer con la creencia de no ser dignos de amor. “¿Por qué nos exponemos a situaciones de peligro? –se pregunta Laing- Porque algo nos dice que no valemos absolutamente nada”. En medio del peligro, buscamos algún sucedáneo del contacto, algo que se parezca al amor, así este venga en forma de sexo casual, como le pasaba a Wojnarowicz (y a tantos de nosotros). Laing introduce en este punto una reflexión necesaria (y muy actual) acerca de lo que ha significado el sida para la humanidad, desde 1982, cuando se bautizó y se asoció con la homosexualidad, hasta 1996, cuando se descubrió una terapia, luego de que habían muerto solo en 1992, en Estados Unidos, 194.476 personas por infecciones relacionadas con el sida, en medio del rechazo y del aislamiento. Una de las causas de estas muertes habían sido los continuos boicoteos a las investigaciones sobre el virus, por parte de políticos y ciudadanos ultraconservadores.

 

El libro de Laing nos deja algunos interrogantes en relación con la manera como afrontamos las enfermedades contagiosas y nuestra interacción con Internet; en ambas situaciones, la forma de conectarnos cambia: los virus nos han llevado a ser más asépticos, pero más aislados y las pantallas nos han dado la superficial sensación de estar más comunicados, sin el “peligro” de mostrarnos, exponernos. Cada vez obtenemos menos contacto físico de aquellos a quienes nos sentimos cercanos. Entre la necesidad de intimidad y, a la vez, el miedo que nos produce ser vistos o que nos toquen las heridas, las pantallas y las medidas de “bioseguridad” nos distancian y vuelven nuestra identidad algo cada vez más endeble (modelable, maleable) y nuestros cuerpos una fantasía. Parece ser que nos vamos acercando al deseo de Warhol: convertirnos en máquinas, no ser más vulnerables, liberarnos de la necesidad de ser valorados y queridos (aunque sepamos que lo que han producido las redes sociales virtuales es todo lo contrario).

 

Laing nos cuenta que más de la cuarta parte de los adultos de Estados Unidos sufre la soledad y que el 45 por ciento de los adultos británicos reconoce sentirse solo con frecuencia o a veces. La soledad es un signo de las grandes ciudades. La ciudad solitaria nos habla a aquellos que nos sentimos solos frecuentemente y a aquellos amantes del arte que podrán ver, desde otro punto de vista o por primera vez, a los artistas solitarios de los que se ocupó Laing (en mi caso, cuatro de los seis eran completos desconocidos). La autora nos invita a exponer nuestra falta de conexión y a entenderla como un signo de que estamos vivos, de que somos humanos y, por tanto, anhelamos sentirnos amados y, sobre todo, integrados: “Lo que resultó tan curativo para mis sentimientos de aislamiento: la voluntad de aceptar el fracaso o el sufrimiento de dejarse tocar… Disolvía la sensación de diferencia que surge cuando uno cree que sus sentimientos o sus deseos son únicos o vergonzosos” (La ciudad solitaria).

 

Me gustaría decir que no es cierto aquello de que solo cuando no deseas compañía es que la obtienes y no porque suene a frase de libro de autoayuda (género que suelo leer bastante), sino porque sé que lo único que puede ser una salida a la sensación de soledad es convertirse en la mejor compañía para sí mismo. Nadie sabe cómo hacerlo o si alguna vez llegaremos a lograrlo realmente; lo único cierto es que hay noches, muchas noches en que necesitamos que alguien nos mire con ojos de enamorado o que alguien nos pase la mano por la espalda, como si fuéramos gatos, o que alguien nos abrace ofreciéndonos un hogar. Y hay y habrá noches, numerosas noches, en que muchos, muchísimos de nosotros no tendremos eso de alguien, sino solo de nosotros mismos.

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Olivia Laing. La ciudad solitaria. Aventuras en el arte de estar solo. Trad. Catalina Martínez. Madrid: Capitán Swing, 2017.

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Publicado por Paula Andrea Marín C.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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