Una nota sobre La ciudad solitaria, de Olivia Laing
Estamos viviendo un proceso de gentrificación en las ciudades y también en las emociones, una homogeneización progresiva que produce un efecto de blanqueamiento e insensibilización. En el esplendor del capitalismo tardío, se nos inocula la idea de que todos los sentimientos complicados –la depresión, la ansiedad, la soledad, la ira- son simple consecuencia de una alteración química, un problema que hay que solucionar, en lugar de la respuesta a una injusticia estructural o, por otro lado, a la textura original de la encarnación corpórea, al hecho de cumplir condena… en un cuerpo alquilado, con todo el sufrimiento y la frustración que eso conlleva.
―Olivia Laing, La ciudad solitaria.
Llevo un poco más de tres años
pensando en la soledad, conviviendo con ella, tratando de entender la forma en
la que se mueve en mí, en la que actúa dentro de mí, más aún hace un año, después de que comenzaron los períodos de confinamiento por la
pandemia. Cada cierto tiempo, con intervalos de semanas o de días, aparece la
sensación, así esté rodeada de personas, incluso de personas cercanas. Es la sensación
de que me falta una conexión profunda con alguien, de querer ser mirada con
amor por alguien. Mi sensación me envía un mensaje: la compañía que tienes no
es suficiente, tu propia compañía no es suficiente; solo tener a tu lado a la
persona que te ama (y que amas) sería suficiente. Sin embargo, en estos tres
años, he empezado a conocer las tretas de mi soledad: sé de dónde viene, sé que
es mi herida de infancia (como lo es de tantos de nosotros), sé que la amplía
la creencia de que solo en pareja se puede ser feliz y de que si no la tengo es
por algún defecto mío, sé que mientras he tenido pareja la sensación también
viene y me transmite el mismo mensaje: la compañía que tienes no es suficiente,
necesitas otra conexión más profunda. Como una adicta, parece ser que entre más
acompañada estoy, más necesidad tengo de estarlo. A veces, la soledad es real:
paso el 90 por ciento de mi tiempo sola (con la gata con la que comparto mi
casa) y cuando quiero encontrarme con alguien, a veces, está ocupado o ya tiene
planes (por lo general, con su pareja) o, simplemente, me deja “en visto”. En ocasiones, la soledad es elegida: prefiero quedarme en casa o hacer mi plan de
salida sola a encontrarme con alguien con quien no siento conexión alguna.
La soledad se me ha convertido en
un tema obsesivo. Les pregunto a mis amigos si se sienten solos y si esta
sensación llega a ser en ellos tan apabullante como puede llegar a serlo en mí. Las
respuestas que escucho parecen evadir algo que a todos nos genera vergüenza,
como explica Olivia Laing en su libro La
ciudad solitaria (originalmente publicado en inglés en 2017) y cuya
lectura me ha dado como regalo la certeza de que no estoy sola en esa sensación
de soledad, de falta de conexión y de aislamiento. Llegué al libro de Laing (a su edición exquisita) gracias a un podcast español: Deforme semanal (que si no conocen, les recomiendo mucho escuchar). Olivia
Laing (británica, escritora y crítica literaria, nacida en 1977) llega a Nueva
York con la promesa de una vida feliz en pareja, pero estando allí todo se
desmorona. Sin embargo, consigue un trabajo, se queda en la ciudad y empieza a
indagar en su propia sensación de soledad, a partir de la investigación sobre
la obra de seis artistas (visuales y musicales) quienes, a través de su arte,
intentan restaurar su yo fragmentado en pedazos: Edward Hopper, Andy Warhol,
David Wojnarowicz, Henry Darger, Klaus Nomi y Josh Harris. Gracias a becas de
investigación, Laing pasa sus días recorriendo bibliotecas y revisando los
archivos personales de estos artistas; el resultado es un libro que se aproxima a sus
obras a través de la relación con sus experiencias de soledad. Una de las
mayores riquezas de la obra de Laing es que no aborda la soledad únicamente desde
el individuo, sino desde este en su interacción con la sociedad. Los artistas a los que se acerca la autora son seres cuya sensación de soledad se amplificó al chocar
con un tipo de sociedad que los hizo sentir más aislados aún. Este tipo de
sociedad (nuestra sociedad) rechaza a los que no se amoldan del todo a su
estructura, a los “diferentes”.
Aquí, solo me detendré en David
Wojnarowicz (busquen en Internet sus impresionantes collages y fotografías).
Todos, de alguna manera, en mayor o menor grado, tenemos la herida de la
soledad (del abandono, del rechazo, de la falta de conexión) y algunos, como
David, están heridos por las secuelas de abandono y malos tratos en la
infancia; esas secuelas nos hacen crecer con la creencia de no ser dignos de
amor. “¿Por qué nos exponemos a situaciones de peligro? –se pregunta Laing- Porque
algo nos dice que no valemos absolutamente nada”. En medio del peligro,
buscamos algún sucedáneo del contacto, algo que se parezca al amor, así este
venga en forma de sexo casual, como le pasaba a Wojnarowicz (y a tantos de nosotros). Laing introduce en
este punto una reflexión necesaria (y muy actual) acerca de lo que ha significado el sida para
la humanidad, desde 1982, cuando se bautizó y se asoció con la homosexualidad,
hasta 1996, cuando se descubrió una terapia, luego de que habían muerto solo en
1992, en Estados Unidos, 194.476 personas por infecciones relacionadas con el sida,
en medio del rechazo y del aislamiento. Una de las causas de estas muertes habían sido los continuos boicoteos a las investigaciones sobre el virus,
por parte de políticos y ciudadanos ultraconservadores.
El libro de Laing nos deja
algunos interrogantes en relación con la manera como afrontamos las enfermedades
contagiosas y nuestra interacción con Internet; en ambas situaciones, la forma de conectarnos cambia: los virus nos han llevado a ser más asépticos, pero más
aislados y las pantallas nos han dado la superficial sensación de estar más
comunicados, sin el “peligro” de mostrarnos, exponernos. Cada vez obtenemos
menos contacto físico de aquellos a quienes nos sentimos cercanos. Entre la
necesidad de intimidad y, a la vez, el miedo que nos produce ser vistos o que
nos toquen las heridas, las pantallas y las medidas de “bioseguridad” nos distancian y vuelven nuestra identidad algo cada vez más endeble (modelable, maleable) y
nuestros cuerpos una fantasía. Parece ser que nos vamos acercando al deseo de
Warhol: convertirnos en máquinas, no ser más vulnerables, liberarnos de la
necesidad de ser valorados y queridos (aunque sepamos que lo que han producido
las redes sociales virtuales es todo lo contrario).
Laing nos cuenta que más de la
cuarta parte de los adultos de Estados Unidos sufre la soledad y que el 45 por
ciento de los adultos británicos reconoce sentirse solo con frecuencia o a
veces. La soledad es un signo de las grandes ciudades. La ciudad solitaria nos habla a aquellos que nos sentimos solos
frecuentemente y a aquellos amantes del arte que podrán ver, desde otro punto
de vista o por primera vez, a los artistas solitarios de los que se ocupó Laing (en mi caso,
cuatro de los seis eran completos desconocidos). La autora nos invita a
exponer nuestra falta de conexión y a entenderla como un signo de
que estamos vivos, de que somos humanos y, por tanto, anhelamos sentirnos
amados y, sobre todo, integrados: “Lo que resultó tan curativo para mis
sentimientos de aislamiento: la voluntad de aceptar el fracaso o el sufrimiento
de dejarse tocar… Disolvía la sensación de diferencia que surge cuando uno cree
que sus sentimientos o sus deseos son únicos o vergonzosos” (La ciudad solitaria).
Me gustaría decir que no es
cierto aquello de que solo cuando no deseas compañía es que la obtienes y no
porque suene a frase de libro de autoayuda (género que suelo leer bastante),
sino porque sé que lo único que puede ser una salida a la sensación de soledad
es convertirse en la mejor compañía para sí mismo. Nadie sabe cómo hacerlo o si
alguna vez llegaremos a lograrlo realmente; lo único cierto es que hay noches,
muchas noches en que necesitamos que alguien nos mire con ojos de enamorado o
que alguien nos pase la mano por la espalda, como si fuéramos gatos, o que
alguien nos abrace ofreciéndonos un hogar. Y hay y habrá noches, numerosas noches,
en que muchos, muchísimos de nosotros no tendremos eso de alguien, sino solo de
nosotros mismos.
Olivia Laing. La ciudad solitaria. Aventuras en el arte de estar solo. Trad. Catalina Martínez. Madrid: Capitán Swing, 2017.