lunes, 12 de abril de 2021

Frígidas y ofendiditas

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Una nota sobre Hacia un feminismo freudiano, de Sofía Rutenberg, y Ofendiditos, de Lucía Lijtmaer

 


Por Paula Andrea Marín C.

 

A las mujeres se les dice que tienen que ser lo “suficientemente buenas”, sino nadie las va a querer. Desde la infancia se inhibe la pulsión de apoderamiento y la voluntad de poder. El único lugar que pueden ocupar es el de la caridad.

―Sofía Rutenberg. Hacia un feminismo freudiano.

 

He tenido varias discusiones sobre el tema. En algunas, resulto calificada como muy poco feminista y muy patriarcal; en otras, mi visión resulta ser aquello que le falta y que le vendría muy bien al feminismo. Entre la situación en la que me siento la “mala” feminista y la otra en la que soy la feminista “innovadora”, he pasado mi último año; con ninguno de los dos calificativos me siento a gusto. 


En mi caso, los libros aparecen para responder, debatir, ampliar o abrir las preguntas que acompañan los días; en esta oportunidad, aparecieron dos para cuestionar mis ideas sobre ser feminista y sobre la práctica misma de mi feminismo: Hacia un feminismo freudiano (2019), de Sofía Rutenberg (psicoanalista y actriz), y Ofendiditos ([2019] 2020), de Lucía Lijtmaer (escritora y periodista), ambas autoras nacidas en Argentina, aunque Lijtmaer creció y vive en Barcelona.

 

Soy de las que solía pensar y decir que en las discusiones feministas había un punto en el que se llegaba a ser demasiado exigente con los artistas hombres, pues se les pedía una coherencia que ningún ser humano llegaba realmente a tener. En esa exigencia –decía yo­-, se cometían juicios que recordaban las “cacerías de brujas” o la Inquisición y se censuraba todo lo “políticamente incorrecto”, además de convertir a las mujeres en eternas víctimas que no podían hacerse responsables completamente de sí mismas, infantilizadas hasta la eternidad. El libro de Lijtmaer me ha hecho repensar la argumentación anterior. Su punto principal es demostrar que el uso actual de términos como “puritano”, “políticamente correcto” y “cacería de brujas” no es más que una táctica de las nuevas (y viejas) derechas para invalidar el derecho a protestar de poblaciones minoritarias que, históricamente, han experimentado una y otra vez la vulneración de sus derechos. Yo era, entonces, una de aquellas personas que, haciendo parte de una población históricamente vulnerable (las mujeres), juzgaba negativamente a otras mujeres que criticaban lo que estaba mal para ellas; era igual a la persona pobre que defiende a un presidente que le sube los impuestos, era alguien que podía ser llamado como falto de “conciencia de clase” o, en este caso de conciencia de género. ¿O no?

 

Me sigue preocupando la manera en que en el futuro haremos la historia de la literatura o la historia del arte. Aunque no lo queramos, no separar la vida de la obra artística sí afecta la percepción y, por ende, la valoración que hagamos de esta última. Puedo decir que las películas de Woody Allen son obras maestras, pero si conozco las acusaciones de pederastia que reposan sobre él, esto influirá en el momento de incluirlo en un libro de historia sobre cine o en una exposición, en un evento o en la decisión de darle un premio. A pesar de que Lijtmaer, refiriéndose al sonado caso de Balthus y sus pinturas de niñas semidesnudas, mencione que no se pedía prohibir la exposición, sino contextualizarla, considero que, si bien es necesario conocer ese contexto, este también afectará la forma en la que vemos (juzgamos) la obra del pintor. Me pregunto, luego, si no será esto necesario para no seguir naturalizando prácticas patriarcales legitimadas por la “percepción artística”, por las instituciones artísticas, y si no será también necesario para que surja otro tipo de arte y de artista, sin importar si se pierde más de la mitad de la historia del arte y de la literatura. ¿O no?

 

Otros dos potentes argumentos que desarrolla Lijtmaer en su libro son, en primer lugar, la referencia a un estudio realizado en 2016 que demostró que las personas que se sienten más cercanas a lo que entendemos por izquierda apoyan más abiertamente la libertad de expresión que aquellos que se autodenominan de derechas, es decir que en realidad no se puede acusar al pensamiento de izquierda de coartar la diversidad (y ya escucho todas las objeciones que se le pueden hacer a este estudio). En segundo lugar, Lijtmaer afirma que el porcentaje de denuncias falsas sobre casos de abusos es mínimo comparado con el de denuncias que logran ser evidenciadas. Así, hablar de “cacería de brujas” es hiperbolizar un hecho que es más bien excepcional o anecdótico y que minimiza u oculta los numerosos casos reales de abuso. En este sentido, tampoco sería cierto que los “políticamente correctos” encarnen una posición mayoritaria; verdaderamente, es la posición “políticamente incorrecta” (la posición más radical de los de derecha) la que sigue apabullando a lo “políticamente correcto” (la posición de las minorías vulneradas en sus derechos que se atreven cada vez más a protestar abiertamente y en más espacios), pues cuenta con el acceso a los medios masivos de comunicación (y a las redes sociales virtuales) y a cada vez más posiciones políticas dentro de diversos Estados. 


En un discurso de 1991, George H. W. Bush decía: “De una manera orwelliana, las cruzadas que piden un comportamiento correcto destrozan la diversidad en nombre de la diversidad” (Ofendiditos). Esta cita ilustra a la perfección cómo los discursos dominantes (y con tendencia fascista) se apropian de la retórica de las posiciones más críticas para invalidarlas. En últimas, se trata de quién gana la lucha por imponer un discurso y una forma de entender el mundo; el lado negativo de esto es la polarización en la que estamos cada vez más sumergidos. ¿Cómo salir de ella? ¿Cómo salirme yo misma de la disyunción entre ser una “buena” y una “mala” feminista o de pensar que hay una forma “correcta” de ser feminista?

 

Siempre he pensado que al feminismo le hace falta dialogar mucho más con el psicoanálisis o con la terapia psicológica. Creo que la mayoría de comportamientos machistas que obstaculizan la vivencia plena del feminismo en las mujeres guarda estrecha relación con creencias instaladas en lo más profundo de sus (nuestras) psiques. Por esto, cuando vi el título del libro de Rutenberg no dudé en querer leerlo. El psicoanálisis freudiano es –lo sabemos­- esencialmente misógino, en buena parte, por ignorancia de una gran cantidad de aspectos sobre la sexualidad femenina. Sin embargo, Rutenberg retoma las ideas de Freud para ir más allá de este juicio y abrir posibilidades de entender el psicoanálisis (o cualquier terapia psicológica responsable) como una manera de liberarnos de las creencias instaladas en nuestra intimidad y reforzadas por estructuras patriarcales provenientes de la familia, la sociedad, la cultura y el Estado. 


Una de las ideas más potentes del libro es la confirmación de que los comportamientos machistas son transmitidos, sobre todo, por las madres (o por la energía femenina que haya hecho sus veces) a sus hijos y, especialmente, a sus hijas, fruto de una cadena que lleva siglos reproduciéndose: “El éxito y reproducción de la dominación masculina requiere que sean las propias mujeres las que transmitan la inferioridad del género” (Hacia un feminismo freudiano). A diferencia de lo que comúnmente circula como discurso aceptado, lo que plantea Rutenberg (y otros terapeutas) es que esta relación primaria entre madre e hija luego ocasiona que la hija tienda a reproducirla con los hombres y especialmente con sus parejas; esto se debe, sobre todo, a que la relación con el padre (quien da simbólicamente el permiso a la niña para acceder al mundo de afuera, al poder, a la fuerza, a la resolución) viene en segundo lugar y que esta, por lo general, ha estado mediada por padres ausentes o que viven su paternidad desde una ausencia simbólica. Este último aspecto no es desarrollado por Rutenberg y sería una de las debilidades del libro, pero la sugerencia es brillante.

 

La maravilla de estas ideas de Hacia un feminismo freudiano reside en recordarnos a las mujeres nuestra responsabilidad en la pervivencia de la estructura patriarcal y en el cambio de las dinámicas de las relaciones entre hombres y mujeres. Para ellas (nosotras), es la relación con la madre la que forma en mayor grado su superyó, que, básicamente, se resume en una “prohibición a gozar” (Hacia un feminismo freudiano). Este mandato de no gozar marca la relación consigo mismas y con los hombres, y produce, además, una serie de comportamientos masoquistas y pasivos, basados en la idea de una culpa primigenia, de una sensación de indignidad, de no merecimiento y de tener que ser “buenas” a toda costa. Las mujeres que se salen de este molde (cada vez más, afortunadamente) son, por lo general, señaladas negativamente por demostrar gozo sexual o poder. Esto solo evidencia, una vez más, lo útil que es al patriarcado que las mujeres crezcan sintiéndose inferiores y débiles, para justificar que necesitan ser elegidas por un hombre que las cuide y las apruebe, y que a su vez pueda afirmar su propia superioridad. Las mujeres nos convertimos en cómplices del patriarcado al no poder salirnos de esta estructura y generar un mecanismo cómplice más: la competencia entre mujeres por la atención de los hombres.

 

El libro de Rutenberg también resulta muy pertinente para analizar desde otra perspectiva las ideas de poliamor, amor libre y las alternativas a la monogamia. Lo que plantea Rutenberg es que las prácticas de sexualidad libre benefician, sobre todo, a los hombres, quienes “pueden seguir acostándose con muchas sin dar nada” (Hacia un feminismo freudiano), sin comprometerse, sin cuidar al otro(a); el principal problema de las relaciones “libres”, de la poligamia, es que implican relaciones de poder que se convierten en desventajas para uno o algunos de los implicados y, por otro lado, este tipo de relaciones se convierten en mandatos para las mujeres: disfrutar del sexo sin complicaciones, sin derecho a pedir, a reprochar o a enojarse, es decir, volver a caer en el papel de la que complace al otro, al hombre. El amor “libre” implicaría una idealización del amor, pues el hecho de estar con varias personas, de una parte, aplaza asumir la idea del fin de la relación, el fin del amor o el estado de desamor, el dolor de la pérdida; de otra, el amor “libre” quiere eliminar los sentimientos asociados al deseo: los celos, los reclamos, las demandas del otro y las propias. ¿Cómo vivir una sexualidad gozosa sin caer en nuevos imperativos o concesiones negativas? ¿Cómo amar libremente sin reproducir estructuras de poder en nuestras relaciones?

 

Hacia un feminismo freudiano nos recuerda la cantidad de exigencias con las que crecemos como mujeres en la actualidad (sé que los hombres también crecen con otras cuantas más): tener una carrera profesional exitosa, ganar dinero, tener una vida social, tener pareja, tener hijos, llevar la casa y verse siempre saludable y radiante. “Cualquier fracaso es vivido con culpa por haber hecho algo mal, por no ser lo suficientemente capaz ni poder con todo” (Hacia un feminismo freudiano). Todo el tiempo nos sentimos como si tuviéramos que dar cuenta de nuestras capacidades: de ser inteligentes, buenas y atractivas. En este caso, al igual que la sexual, la “liberación” profesional de la mujer también se ha convertido en una forma de explotación, pues ha debido seguir cuidando el hogar y los hijos para que el hombre pueda seguirse dedicando a su desarrollo profesional, a su papel público. Por supuesto, no se trata aquí de regresar a la cárcel monogámica ni a cerrar los espacios profesionales a las mujeres, sino de comprender cómo ante cada paso dado hacia la liberación, se crean paralelamente mecanismos para contrarrestar la fuerza de los cambios, para debilitar el poder alcanzado por las mujeres, como lo hace también la retórica de la “cacería de brujas”, de las “puritanas, moralistas”, de lo “políticamente correcto”.

 

El feminismo necesita siempre recordar que “lo personal es político” (Kate Millet, citada por Rutenberg), que como es adentro es afuera, que todo proceso de liberación externa, de cambio político, debería estar acompañado por una liberación de la psique (de hombres y de mujeres). Las cadenas más grandes que arrastramos son nuestras lealtades familiares que se han convertido en inercias sociales e históricas. Afortunadamente, cada vez son más madres las que desarrollan su tarea de una manera consciente, pero para la mayoría de nosotras, el objetivo sigue siendo liberarnos de las inercias que hemos adquirido en nuestra formación familiar y, sobre todo, al lado de nuestras madres (con su amor vivido desde el miedo, según explica Rutenberg). Los libros de Rutenberg y Lijtmaer son una respuesta que, por ahora, me permite entender mejor la práctica de mi feminismo. No deseo que las mujeres seamos unas eternas víctimas o seamos infantilizadas, pero entiendo que no se trata de una cacería de brujas, de la Inquisición, de puritanos ni de políticamente correctos. Mi responsabilidad reside en comprender que la estructura patriarcal a la que respondo se ha instalado en mí desde adentro y ha permeado mi posición familiar y mis relaciones sociales, y que es también mi responsabilidad buscar las herramientas para desinstalar esa estructura y darme el permiso de ser digna, de gozar, de tener poder. ¿Cuántas de nosotras nos atreveremos a romper con nuestros modelos femeninos, a negarnos a repetir la estructura patriarcal transmitida de madres a hijas y alimentada por los hombres?

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  • Lucía Lijtmaer. Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta. Barcelona: Anagrama, 2020.
  • Sofía Rutenberg. Hacia un feminismo freudiano. Buenos Aires: La Docta Ignorancia, 2019.

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Publicado por Paula Andrea Marín C.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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