Una nota sobre Hacia un feminismo freudiano, de Sofía Rutenberg, y Ofendiditos, de Lucía Lijtmaer
Por Paula Andrea Marín C.
A las mujeres se les dice que tienen que ser lo “suficientemente buenas”, sino nadie las va a querer. Desde la infancia se inhibe la pulsión de apoderamiento y la voluntad de poder. El único lugar que pueden ocupar es el de la caridad.
―Sofía Rutenberg. Hacia un
feminismo freudiano.
He tenido varias discusiones sobre el tema. En algunas, resulto calificada como muy poco feminista y muy patriarcal; en otras, mi visión resulta ser aquello que le falta y que le vendría muy bien al feminismo. Entre la situación en la que me siento la “mala” feminista y la otra en la que soy la feminista “innovadora”, he pasado mi último año; con ninguno de los dos calificativos me siento a gusto.
En mi caso,
los libros aparecen para responder, debatir, ampliar o abrir las preguntas que
acompañan los días; en esta oportunidad, aparecieron dos para cuestionar mis
ideas sobre ser feminista y sobre la práctica misma de mi feminismo: Hacia un feminismo freudiano (2019), de
Sofía Rutenberg (psicoanalista y actriz), y Ofendiditos
([2019] 2020), de Lucía Lijtmaer (escritora y periodista), ambas autoras nacidas en Argentina,
aunque Lijtmaer creció y vive en Barcelona.
Soy de las que solía pensar y decir que en las
discusiones feministas había un punto en el que se llegaba a ser demasiado
exigente con los artistas hombres, pues se les pedía una coherencia que ningún
ser humano llegaba realmente a tener. En esa exigencia –decía yo-, se cometían
juicios que recordaban las “cacerías de brujas” o la Inquisición y se censuraba
todo lo “políticamente incorrecto”, además de convertir a las mujeres en
eternas víctimas que no podían hacerse responsables completamente de sí mismas,
infantilizadas hasta la eternidad. El libro de Lijtmaer me ha hecho repensar la
argumentación anterior. Su punto principal es demostrar que el uso actual de
términos como “puritano”, “políticamente correcto” y “cacería de brujas” no es
más que una táctica de las nuevas (y viejas) derechas para invalidar el derecho
a protestar de poblaciones minoritarias que, históricamente, han experimentado
una y otra vez la vulneración de sus derechos. Yo era, entonces, una de
aquellas personas que, haciendo parte de una población históricamente vulnerable
(las mujeres), juzgaba negativamente a otras mujeres que criticaban lo que
estaba mal para ellas; era igual a la persona pobre que defiende a un
presidente que le sube los impuestos, era alguien que podía ser llamado como
falto de “conciencia de clase” o, en este caso de conciencia de género. ¿O no?
Me sigue preocupando la manera en que en el futuro
haremos la historia de la literatura o la historia del arte. Aunque no lo
queramos, no separar la vida de la obra artística sí afecta la percepción y,
por ende, la valoración que hagamos de esta última. Puedo decir que las
películas de Woody Allen son obras maestras, pero si conozco las acusaciones de
pederastia que reposan sobre él, esto influirá en el momento de incluirlo en un
libro de historia sobre cine o en una exposición, en un evento o en la decisión
de darle un premio. A pesar de que Lijtmaer, refiriéndose al sonado caso de
Balthus y sus pinturas de niñas semidesnudas, mencione que no se pedía prohibir
la exposición, sino contextualizarla, considero que, si bien es necesario
conocer ese contexto, este también afectará la forma en la que vemos (juzgamos)
la obra del pintor. Me pregunto, luego, si no será esto necesario para no
seguir naturalizando prácticas patriarcales legitimadas por la “percepción
artística”, por las instituciones artísticas, y si no será también necesario
para que surja otro tipo de arte y de artista, sin importar si se pierde más de
la mitad de la historia del arte y de la literatura. ¿O no?
Otros dos potentes argumentos que desarrolla Lijtmaer en su libro son, en primer lugar, la referencia a un estudio realizado en 2016 que demostró que las personas que se sienten más cercanas a lo que entendemos por izquierda apoyan más abiertamente la libertad de expresión que aquellos que se autodenominan de derechas, es decir que en realidad no se puede acusar al pensamiento de izquierda de coartar la diversidad (y ya escucho todas las objeciones que se le pueden hacer a este estudio). En segundo lugar, Lijtmaer afirma que el porcentaje de denuncias falsas sobre casos de abusos es mínimo comparado con el de denuncias que logran ser evidenciadas. Así, hablar de “cacería de brujas” es hiperbolizar un hecho que es más bien excepcional o anecdótico y que minimiza u oculta los numerosos casos reales de abuso. En este sentido, tampoco sería cierto que los “políticamente correctos” encarnen una posición mayoritaria; verdaderamente, es la posición “políticamente incorrecta” (la posición más radical de los de derecha) la que sigue apabullando a lo “políticamente correcto” (la posición de las minorías vulneradas en sus derechos que se atreven cada vez más a protestar abiertamente y en más espacios), pues cuenta con el acceso a los medios masivos de comunicación (y a las redes sociales virtuales) y a cada vez más posiciones políticas dentro de diversos Estados.
En un discurso de 1991, George H. W. Bush decía: “De una
manera orwelliana, las cruzadas que piden un comportamiento correcto destrozan
la diversidad en nombre de la diversidad” (Ofendiditos).
Esta cita ilustra a la perfección cómo los discursos dominantes (y con
tendencia fascista) se apropian de la retórica de las posiciones más críticas
para invalidarlas. En últimas, se trata de quién gana la lucha por imponer un
discurso y una forma de entender el mundo; el lado negativo de esto es la
polarización en la que estamos cada vez más sumergidos. ¿Cómo salir de ella?
¿Cómo salirme yo misma de la disyunción entre ser una “buena” y una “mala”
feminista o de pensar que hay una forma “correcta” de ser feminista?
Siempre he pensado que al feminismo le hace falta dialogar mucho más con el psicoanálisis o con la terapia psicológica. Creo que la mayoría de comportamientos machistas que obstaculizan la vivencia plena del feminismo en las mujeres guarda estrecha relación con creencias instaladas en lo más profundo de sus (nuestras) psiques. Por esto, cuando vi el título del libro de Rutenberg no dudé en querer leerlo. El psicoanálisis freudiano es –lo sabemos- esencialmente misógino, en buena parte, por ignorancia de una gran cantidad de aspectos sobre la sexualidad femenina. Sin embargo, Rutenberg retoma las ideas de Freud para ir más allá de este juicio y abrir posibilidades de entender el psicoanálisis (o cualquier terapia psicológica responsable) como una manera de liberarnos de las creencias instaladas en nuestra intimidad y reforzadas por estructuras patriarcales provenientes de la familia, la sociedad, la cultura y el Estado.
Una de las ideas más potentes del libro es la
confirmación de que los comportamientos machistas son transmitidos, sobre todo,
por las madres (o por la energía femenina que haya hecho sus veces) a sus hijos y, especialmente, a sus hijas, fruto de una cadena
que lleva siglos reproduciéndose: “El éxito y reproducción de la dominación
masculina requiere que sean las propias mujeres las que transmitan la
inferioridad del género” (Hacia un
feminismo freudiano). A diferencia de lo que comúnmente circula como
discurso aceptado, lo que plantea Rutenberg (y otros terapeutas) es que esta
relación primaria entre madre e hija luego ocasiona que la hija tienda a
reproducirla con los hombres y especialmente con sus parejas; esto se debe,
sobre todo, a que la relación con el padre (quien da simbólicamente el permiso
a la niña para acceder al mundo de afuera, al poder, a la fuerza, a la
resolución) viene en segundo lugar y que esta, por lo general, ha estado
mediada por padres ausentes o que viven su paternidad desde una ausencia
simbólica. Este último aspecto no es desarrollado por Rutenberg y sería una de
las debilidades del libro, pero la sugerencia es brillante.
La maravilla de estas ideas de Hacia un feminismo freudiano reside en recordarnos a las mujeres
nuestra responsabilidad en la pervivencia de la estructura patriarcal y en el
cambio de las dinámicas de las relaciones entre hombres y mujeres. Para ellas (nosotras), es la relación con la madre la que forma en mayor grado su superyó,
que, básicamente, se resume en una “prohibición a gozar” (Hacia un feminismo freudiano). Este mandato de no gozar marca la
relación consigo mismas y con los hombres, y produce, además, una serie de
comportamientos masoquistas y pasivos, basados en la idea de una culpa
primigenia, de una sensación de indignidad, de no merecimiento y de tener que
ser “buenas” a toda costa. Las mujeres que se salen de este molde (cada vez
más, afortunadamente) son, por lo general, señaladas negativamente por demostrar
gozo sexual o poder. Esto solo evidencia, una vez más, lo útil que es al
patriarcado que las mujeres crezcan sintiéndose inferiores y débiles, para
justificar que necesitan ser elegidas por un hombre que las cuide y las apruebe,
y que a su vez pueda afirmar su propia superioridad. Las mujeres nos
convertimos en cómplices del patriarcado al no poder salirnos de esta
estructura y generar un mecanismo cómplice más: la competencia entre mujeres
por la atención de los hombres.
El libro de Rutenberg también resulta muy pertinente
para analizar desde otra perspectiva las ideas de poliamor, amor libre y las alternativas
a la monogamia. Lo que plantea Rutenberg es que las prácticas de sexualidad
libre benefician, sobre todo, a los hombres, quienes “pueden seguir acostándose
con muchas sin dar nada” (Hacia un
feminismo freudiano), sin comprometerse, sin cuidar al otro(a); el
principal problema de las relaciones “libres”, de la poligamia, es que implican
relaciones de poder que se convierten en desventajas para uno o algunos de los
implicados y, por otro lado, este tipo de relaciones se convierten en mandatos
para las mujeres: disfrutar del sexo sin complicaciones, sin derecho a pedir, a
reprochar o a enojarse, es decir, volver a caer en el papel de la que complace
al otro, al hombre. El amor “libre” implicaría una idealización del amor, pues
el hecho de estar con varias personas, de una parte, aplaza asumir la idea del
fin de la relación, el fin del amor o el estado de desamor, el dolor de la
pérdida; de otra, el amor “libre” quiere eliminar los sentimientos asociados al
deseo: los celos, los reclamos, las demandas del otro y las propias. ¿Cómo vivir una sexualidad gozosa sin caer en nuevos imperativos o concesiones negativas? ¿Cómo amar libremente sin reproducir estructuras de poder en nuestras relaciones?
Hacia un
feminismo freudiano nos recuerda la cantidad de exigencias con las que
crecemos como mujeres en la actualidad (sé que los hombres también
crecen con otras cuantas más): tener una carrera profesional exitosa, ganar
dinero, tener una vida social, tener pareja, tener hijos, llevar la casa y
verse siempre saludable y radiante. “Cualquier fracaso es vivido con culpa por
haber hecho algo mal, por no ser lo suficientemente capaz ni poder con todo” (Hacia un feminismo freudiano). Todo el
tiempo nos sentimos como si tuviéramos que dar cuenta de nuestras capacidades:
de ser inteligentes, buenas y atractivas. En este caso, al igual que la sexual,
la “liberación” profesional de la mujer también se ha convertido en una forma
de explotación, pues ha debido seguir cuidando el hogar y los hijos para que el
hombre pueda seguirse dedicando a su desarrollo profesional, a su papel público.
Por supuesto, no se trata aquí de regresar a la cárcel monogámica ni a cerrar
los espacios profesionales a las mujeres, sino de comprender cómo ante cada
paso dado hacia la liberación, se crean paralelamente mecanismos
para contrarrestar la fuerza de los cambios, para debilitar el poder alcanzado
por las mujeres, como lo hace también la retórica de la “cacería de brujas”, de
las “puritanas, moralistas”, de lo “políticamente correcto”.
El feminismo necesita siempre recordar que “lo
personal es político” (Kate Millet, citada por Rutenberg), que como es adentro
es afuera, que todo proceso de liberación externa, de cambio político, debería estar acompañado por
una liberación de la psique (de hombres y de mujeres). Las cadenas más grandes que arrastramos son
nuestras lealtades familiares que se han convertido en inercias sociales e
históricas. Afortunadamente, cada vez son más madres las que desarrollan su
tarea de una manera consciente, pero para la mayoría de nosotras, el objetivo
sigue siendo liberarnos de las inercias que hemos adquirido en nuestra
formación familiar y, sobre todo, al lado de nuestras madres (con su amor vivido desde el miedo, según explica Rutenberg). Los libros de
Rutenberg y Lijtmaer son una respuesta que, por ahora, me permite entender mejor
la práctica de mi feminismo. No deseo que las mujeres seamos unas eternas
víctimas o seamos infantilizadas, pero entiendo que no se trata de una cacería
de brujas, de la Inquisición, de puritanos ni de políticamente correctos.
Mi responsabilidad reside en comprender que la estructura patriarcal a la que
respondo se ha instalado en mí desde adentro y ha permeado mi posición familiar
y mis relaciones sociales, y que es también mi responsabilidad buscar las
herramientas para desinstalar esa estructura y darme el permiso de ser digna,
de gozar, de tener poder. ¿Cuántas de nosotras nos atreveremos a romper con
nuestros modelos femeninos, a negarnos a repetir la estructura patriarcal transmitida de
madres a hijas y alimentada por los hombres?
- Lucía Lijtmaer. Ofendiditos. Sobre la criminalización de la protesta. Barcelona: Anagrama, 2020.
- Sofía Rutenberg. Hacia un feminismo freudiano. Buenos Aires: La Docta Ignorancia, 2019.