miércoles, 9 de noviembre de 2022

Novelas raras

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Salinger, Imagen: Gaceta Unam

Por Ernesto Gómez-Mendoza

El otro día pensaba que bonito sería escribir un corto texto sobre “las raras novelas colombianas”. Lo raro está bien pero no en el arte de la novela. ¿Aceptarían un fútbol raro? 

Esos personajes monológicos y el autor que los ayuda a que avancen, porque de pronto se vuelven de  piedra. O esos personajes que no se callan en La casa grande, novela esotérica que ningún esfuerzo alcanza para volverla un clásico. Un buen ejemplo de rara novela colombiana. Hay que tener tolerancia y paciencia en generosa dosis con novelas así. Entre más las lees, más agradeces novelas que se parezcan a otras novelas y más te alienan las novelas ornitorrinco. Para no ser ornitorrincos las novelas tienen que repetir ciertas ceremonias. 

La ceremonia, la performance del narrador, por ejemplo.
La ceremonia del narrador casi adolescente de La muerte del obrero (Paul Brito, 2014), tan próxima a la ceremonia de Holden Caulfield en El guardián en el centeno, quien a su vez convoca/evoca “ceremonias” de narradores de Faulkner o Hemingway.

Luego de unas dos décadas leyéndolas, prefieres que las novelas sean más legibles y menos raras, que repitan ciertos temas/motivos, arquitecturas, actitudes y mundos. De la misma manera que amamos que un día, la misma semana, reproduzca idéntico patrón, la rutina que es algo que se extraña dolorosamente cuando se pierde.

La novela puede ser una actividad de catacumba, algo que unos pocos practican casi al margen de la comunidad. En la periferia, en regiones y países herméticos y lejanos. En otras partes es una forma de comunicación, un diálogo, algo que le importa a una parte significativa de la sociedad, y hay un consenso alrededor de la novela. Hay que admitir que ya no es así tanto. Pero ha sido así hasta recientemente.

En Las aventuras de Tom Jones, Henry Fielding, el padre de los novelistas modernos, señala, como rasgo del novelista la “rápida penetración en los “objetos de su contemplación”. Contemplación, o interés. Si te pones contemplativo frente a algo es porque te interesa. 

En Colombia, país sobrante del gran banquete de la Historia, las persona se conducen como si carecieran de intereses frente al mundo que fluye a su alrededor (salvo el interés económico muy básico y grosero). Aquí, entre nosotros escribimos novela de seres -y por seres- a quienes sorprendentemente no mueve el repertorio de intereses propio del norteamericano y del europeo (no estoy seguro si incluir entre los europeos a los españoles; ellos también están en el mundo inmune al interés humano vulgar).

Intereses como la reputación, el conocimiento, el viaje, el hacer parte de un grupo, el entender el funcionamiento de instituciones que afectan directamente al individuo, el ser reconocido, el comprar y el vender, el avance personal, los secretos de la dominación y sus engranajes…he ahí varios intereses propios se diría del individuo universal que circulan en las novelas inglesas, europeas y norteamericanas ( y rusas) pero brillan por su ausencia en las raras novelas latinoamericanas. No he leído La muerte de Artemio Cruz pero tengo la idea de que Artemio no viaja como los personajes de Henry James. En su caso los engranajes de la dominación parece que consisten en las piezas de su pistola. No tiene la menor necesidad de ser reconocido por otros individuos, necesidad que algunos sí tenemos y que al toparla en buenas novelas occidentales nos han motivado  a leer. Hay que ver cómo nos identificamos con el joven cargado de intereses humanos que es el protagonista de El rojo y el negro, Julien Sorel.
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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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