Sobre Ustedes los pobres, nosotros los ricos. Industrias culturales extranjeras y gusto social en Bogotá, 1940-1970, de Alberto Flórez-Malagón.
Por
Paula Andrea Marín C.
En 2021, las editoriales de
la Pontificia Universidad Javeriana, la Universidad Santo Tomás y la
Universidad del Rosario se unieron para publicar Ustedes los pobres, nosotros los ricos. El libro es importante
porque analiza una forma de control sobre el capital cultural, sobre lo
simbólico, en la sociedad colombiana, a mediados del siglo XX; esa forma de
control fue otra manera de seguir manteniendo las diferencias entre clases
sociales. La expresión coloquial: los ricos quieren ser europeos, los de clase
media de USA y los pobres de México, tiene aquí, quizás por primera vez en el
país, un estudio que rastrea sus orígenes desde lo sociológico, lo histórico y
los estudios culturales y de medios (el cine, la radionovela y las historietas,
para las que Colombia se consideraba el mejor mercado de Suramérica y por ello
se convirtió en un centro editor importante en la región).
Los resultados de esta
investigación (acompañada de un excelente material gráfico: fotografías -la de la carátula es de Nereo López- y
carteles cinematográficos, entre otros) comprueban que lo mexicano y,
específicamente, el cine, se asoció con las clases populares, mientras que las
clases con mayores medios económicos se asimilaron a lo estadounidense. A esto
contribuyeron: la Segunda Guerra Mundial, que limitó el influjo de la cultura
europea en las élites colombianas y las hizo virar paulatinamente hacia la “americanización”,
y la industrialización del cine mexicano, gracias a los subsidios estatales y a sus acuerdos con la industria hollywoodense (y el inicio de la Guerra Fría cultural-ideológica).
La exitosa recepción del cine mexicano, por parte de las clases populares, se
debió a la cercanía con el contexto colombiano: personajes de origen rural, recién
llegados a la ciudad y desorientados en ella, unidos por el mismo idioma (en el
marco de una cultura basada en la oralidad) y por el conflicto armado (en
México, la Revolución; en Colombia, la Violencia bipartidista). Las salas de
cine se dividieron geográficamente entre el sur, centro y norte de la ciudad;
las salas del sur exhibieron, en su inmensa mayoría, películas mexicanas (y argentinas
y españolas, en menor medida) y las del norte, películas estadounidenses, sobre todo (la
mayoría, subtituladas). El cine se convirtió, para los colombianos –pese a la censura
vigente en la época–, en la forma de entretenimiento más
popular, en la más querida; cuenta Flórez-Malagón que, incluso tras el
Bogotazo, las salas de cine fueron las menos afectadas durante la hecatombe.
La población indígena colombiana
convertida en campesinos mestizos y luego, las generaciones más jóvenes, tras
la migración, en obreros en las ciudades, han sido siempre vistos con sospecha
por parte de las élites, que han buscado estereotiparlos negativamente para no
sentirse amenazados por su cercanía. La cultura campesina, popular y obrera ha
sufrido estigmatizaciones a lo largo de la historia, como una manera de que las
élites conserven su dominio económico, político y cultural. El cine mexicano
actuó como una vía para fortalecer la identidad de las clases populares
colombianas, pese a los otros tantos estereotipos sexistas, racistas y
clasistas de las películas exhibidas, del influjo de la industria hollywoodense
y de las críticas de los intelectuales colombianos (provenientes de las élites),
quienes amparados en el eufemismo de la vulnerabilidad moral de las clases
populares, censuraban los contenidos “vulgares” de las películas mexicanas. En
general, explica Flórez-Malagón, en tanto Colombia no ha recibido un flujo
fuerte de migraciones extranjeras, los bienes simbólicos provenientes de industrias
culturales de otros países han actuado como la forma en la que se ha articulado
lo extranjero en el país. En el caso del cine, si bien las películas
estadounidenses fueron más desde la oferta, las mexicanas fueron las más
apreciadas por los y las espectadoras.
El autor concluye que el mundo
letrado siempre ha sido y sigue siendo excluyente para poder mantener su
liderazgo cultural; si por un lado, alienta la democratización del capital
cultural y acepta a regañadientes las transformaciones impulsadas por la
modernización, por el otro, sigue ejerciendo cierto tipo de “censura” (cada vez
más sofisticada, como por ejemplo el recurso de clasificar ciertas películas como
cine clase B, es decir, nuevas formas de folclorismo-exotismo o "buenismo" hipócrita) frente a la cultura campesina-popular (de las clases pobres)-obrera.
A la mayoría de mis colegas y
amigues les encanta ir a México –a mí también–; se me ocurre que en esa
fascinación hay cierta nostalgia y cierta simulación: allá la cultura popular se
ve más bonita (más colorida), lo indígena se ve más bonito, porque está
atravesado por la fascinación por lo extranjero, aunque sea tan próximo. En
muchos de nosotros y de nosotras, académicos en distintas universidades, hay un
cercano pasado campesino, obrero, muy popular, que estando en Colombia la
mayoría de las veces escondemos para no avergonzarnos; quizá cuando vamos a
México, pese a que allá también campean el racismo, el machismo y el clasismo,
ese pasado se potencia porque es parte de la cultura urbana, en una total
imbricación, se estiliza y ya no nos avergüenza. La cultura indígena está más
presente en México que en Colombia, debido a nuestros diferentes procesos de
mestizaje y a la diferencia en la composición, número y organización de las
comunidades indígenas; quizá nos pasa lo mismo que a los gringos y a los
europeos: allá lo popular es controlable y bello porque no es propio. Allá nos
sentimos como en casa, pero es mejor porque no es nuestra casa. Puedo estar muy
equivocada. En todo caso, este libro de Flórez-Malagón demuestra que esta
proximidad con la cultura mexicana tiene larga data en el país y que a esto
mucho le debemos su cercanía con Estados Unidos, que ha usado a México en distintas ocasiones para imponer
sus planes sobre el continente.
Le pregunto a mi mamá acerca de sus
recuerdos sobre el cine en el pueblo donde pasó parte de su juventud, donde
conoció y se casó con mi papá, en el Quindío, en la década de 1970. Madre
recuerda las películas de cantantes argentinos y españoles, sobre todo (que
podía ir a ver solo después de ir a misa los domingos), y que su hermano mayor,
cuando recibía su jornal, se llevaba a todos los hermanos más pequeños a ver
películas infantiles. Madre tomaba gaseosa y se sentaba con mi papá en la parte
de abajo, y temía la vergüenza de que sus hermanos pasaran cerca vendiendo
papas chorriadas (cocinadas y aderezadas con guiso de cebolla y tomate), para
ayudar a la frágil economía familiar, o que se hicieran en la parte de arriba y
empezaran a gritar y a lanzar objetos a los de abajo. Madre quería que mi papá (y los hombres, en general) la asociara con una muchacha de “buena familia” (de ello dependía su futuro), tal como muy bien le había
enseñado la abuela. Seguramente, si pudiera preguntarle a mi papá, recordaría
más las películas mexicanas, sobre todo, las de Cantinflas.
Alberto G. Flórez-Malagón. Ustedes
los pobres, nosotros los ricos. Industrias culturales extranjeras y gusto
social en Bogotá, 1940-1970. Bogotá: PUJ-USTA-UR, 2021.