jueves, 2 de noviembre de 2023

La escritura como conjuro

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Sobre La mano que cura, de Lina María Parra

 


Por Paula Andrea Marín C.

 

Para que toda la ira y el dolor y la rabia se le salieran del cuerpo y solo quedara la tristeza sólida de lo que no tiene arreglo.

 

Los poderes le muestran a uno cómo hacer que vuelva a ser.

 

Una mano cura y la otra mata... Las dos juntas son los poderes… Ninguna es buena ni mala, porque a veces la cura es maldición y a veces la muerte es bienvenida... Los poderes son como un machete, que tiene plan y filo.

 

La mano que cura, Lina María Parra O.

 

Tengo una teoría. Hay dos clases de escritoras y de escritores: quienes escriben historias que sienten como necesarias y quienes lo hacen por el hecho de escribir algo que les permita seguir sintiéndose escritores o escritoras; quienes ponen en cada palabra escrita un significado, que obedece a una estructura, a un mundo, y quienes escriben por rellenar las páginas con descripciones y acciones que les permitan llegar a las 150 páginas. Entre estos extremos, hay mediaciones: muy buenos narradores y narradoras, contadores de historias, aunque estas no complejicen nuestra comprensión del mundo; historias profundas y necesarias a las que les faltó un buen editor o editora. Pienso que Lina María Parra Ochoa es de las primeras: sus narraciones se sienten como necesarias y su escritura pone en cada palabra un sentido que al final parece un conjuro. Uso esta última palabra a propósito, porque la más reciente obra de Parra, su primera novela, La mano que cura, luego de haber publicado dos libros de cuentos, habla de esto: de conjuros, de limpias, de pócimas, de amuletos, de amarres, de ánimas.

 

Cuando empecé a leer La mano que cura, recordé Cometierra de Dolores Reyes –y a una Mariana Enríquez, a quien sigo sin leer– y me pregunté cómo iba a lograr Parra lo mismo que logra Reyes en su novela: la verosimilitud de su relato, sin caer en una especie de territorio mágico o supersticioso que obliga a la lectora o lector a creer en lo sobrenatural porque sí. Lina, la narradora, acaba de perder a su padre por una enfermedad degenerativa; ella, su hermana y su mamá conviven en el apartamento de esta última los días siguientes al funeral. Lina empieza a sentir que una presencia oscura y amenazante la persigue y quiere llevársela y, al mismo tiempo, empieza a descubrir “los poderes”, mismos que tiene su mamá y que a ella, a su vez, le descubrió Ana Gregoria, la maestra de su infancia en el pueblo Heliconia. Cuando la madre de Lina (Soledad) crece, va en busca de Ana Gregoria para que le ayude a quedar embarazada; Lina nace prometida a los poderes que, algún día, vendrán a reclamar su parte en el trabajo hecho años atrás por Soledad y Ana Gregoria.

 

La mano que cura es, pues, el trasegar de Lina descubriendo los poderes, descubriendo una parte de su mamá que había estado escondida para ella y descubriendo que la culpa y la tristeza pueden convertirse en un enorme agujero negro que se traga todo lo que está a su alrededor. La mano que cura es, también, la historia de un duelo que, al tiempo que dispara el dolor, permite que la narradora vaya abriéndose paso entre la historia familiar y esa otra naturaleza que habita en su interior: la que se pierde para encontrarse, la que sabe de plantas, sustancias y objetos que, al combinarlos, pueden sanar o matar. 

 

Parra ha construido una historia de mujeres con los saberes que dentro de ciertos grupos sociales están proscritos porque se asocian a las clases populares, derivados de ciertas tradiciones de las culturas indígena y afro. Las personas de estrato 4, 5 y 6 también buscan los poderes: van a leerse el tarot, la carta natal, buscan personas que sepan de piedras y de ángeles, o que hagan terapias “holísticas”, constelaciones, rituales con plantas enteógenas, meditación; pero los saberes de yerbas y amuletos, asociados de manera negativa con la brujería, no son para mostrar mucho ni para hablar de ellos tan abiertamente. Sin embargo, todo pertenece a lo mismo, llámese espiritual o brujería, todo hace parte de los poderes: herramientas que tenemos los seres humanos para recordarnos que somos cuerpo y espíritu, materia y energía. Aquí lo que resulta interesante es cómo la autora le da a esos saberes un estatuto literario, al mismo tiempo que cercano, familiar, y al igual que le da cabida al lenguaje más cotidiano de su territorio: el dialecto antioqueño, en un entrelazamiento orgánico entre la oralidad y la escritura literaria. Desconozco si los rituales descritos, las recetas de pócimas y amuletos son verdaderas o hacen parte de la ficción, si bien el grado de detalle de lo narrado permite reforzar la verosimilitud.

 

Creo que Parra solo se equivoca en algo: los poderes no son para algunas personas excepcionales, especiales, y no deberían ser ya más un secreto; todas y todos podemos desarrollarlos porque están “en todas partes”, como lo dice la misma narradora, porque todas y todos somos uno-una. Lo único que hace falta es que estemos dispuestas y dispuestos a abrir los ojos hacia dentro y encontrar el silencio donde habita la voz que puede guiarnos –como la perra Babalú a Lina– y descubrir que todo lo que nos rodea es energía y sonido vibrando a la par de nuestro propio ritmo, que solo somos canales “por donde pasa lo que es verdad”, que los poderes más grandes están en nuestras emociones, palabras y pensamientos, porque con ellos creamos todo lo que nos rodea o lo transformamos. Sí es cierto que aceptar los poderes implica la más grande responsabilidad, sobre todo cuando significa poder ayudar a otras personas, y ahí sí estoy de acuerdo: pocos y pocas de nosotras está dispuesta a asumirla, a pagar el precio.

 

La narradora explica que hay personas a quienes los poderes las traspasan porque no están dispuestas a aceptar el “filo” que hay en cada uno de nosotros y de nosotras, la posibilidad de hacerle daño a otro ser, de creernos repartidores de “justicia”, de sacar ventaja, aunque quizás haya un poder mayor cuando podemos hacer el daño y decidimos no hacerlo, a no ser que esté en riesgo nuestra vida o nuestra dignidad. Los poderes también nos enseñan que el peor daño no puede hacerlo alguien externo, sino que surge de nosotras y nosotros mismos: de nuestros miedos, de nuestros dolores, de nuestros rencores y frustraciones; los peores monstruos vienen de allí, pero tenemos la capacidad de limpiarlos, de diluirlos y ponerlos en su justo lugar. Las manos que escriben también hacen esto.

 

Lina María Parra Ochoa, La mano que cura, Bogotá, Alfaguara, 2023.


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Publicado por Paula Andrea Marín C.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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