Por Daniel Bonilla
Poco más de noventa años han trascurrido desde que en 1932 Victor Halperin estrenara White Zombie, la película inaugural del género de zombis y que conectaba la figura del no-muerto con los ritos haitianos de la tradición vudú. Las cosas no han cambiado mucho desde entonces y este tipo de cine se ha mantenido más o menos intacto en su estructura narrativa de base, convirtiéndose quizás en uno de los géneros más repetitivos y predecibles de todos; por ende, uno de los más conservadores.
Contrario a lo que podría pensarse, esto en ningún momento dice mal respecto de este género, porque ―así como suele suceder con otros― es gracias a esta suerte de homogenización y la estabilidad de sus elementos característicos que a una película de zombis se le reconoce de inmediato, incluso más allá de sus fronteras de nicho, históricamente asociadas a lo clandestino y subterráneo. Por eso no resulta extraño que hoy en día tengamos ejemplos de películas y series como Guerra mundial Z, Resident Evil o The Walking Dead, que se han convertido en auténticos éxitos de taquilla.
En estricto, podemos afirmar que los zombis son un producto de entretenimiento ligero y fácil de consumir y, paradójicamente, por su ya mencionado carácter repetitivo y conservador, su vocación por provocar miedo o terror se ha neutralizado casi por completo, rozando en muchas ocasiones otros géneros populares como la ciencia ficción, el western, la comedia (como la sátira política Juan de los muertos, dirigida por el cubano Alejandro Brugués) o el musical (La felicidad de los Katakuri, de Takashi Miike, o Anna y el apocalipsis, de John McPhail).
Llama la atención que este tipo de películas no tiene ni aspira a ningún compromiso de verosimilitud, ya que nunca importa la causa de la aparición de los zombis. Puede ser un virus, un cataclismo nuclear, un arma biológica que se sale de control, un pacto diabólico o todo eso junto. Cualquier cosa, en últimas. Simplemente no importa, porque su núcleo es la persecución de esa fuerza monstruosa que amenaza con devorar todo a su paso y convertir a los vivos (o sanos) en zombis: una familia, un grupo de adolescentes, una pareja, los tranquilos habitantes de un pueblo perdido en las montañas. Por esto, los zombis a veces se comportan menos como una tipología de personaje y más como un dispositivo capaz de fusionarse prácticamente con cualquier género para potenciarlo, disolverlo desde dentro o parodiarlo.
Y es precisamente esta idea en la que quiero apoyarme para hablar de una película estrenada en 2017 titulada One cut of the Dead, del director japonés Shinichiro Ueda, que en principio se anuncia como una comedia, pero que de risas nada de nada hasta bien avanzado el metraje. En sus primeros minutos nos damos cuenta de que se trata de la historia de un equipo de producción que se encuentra rodando una película de zombis de bajo presupuesto en una edificación abandonada, pero que se ve atacado por una plaga de zombis “verdaderos” que irrumpe en el set. Todo esto narrado en un sólo plano secuencia (de allí el one cut del título), que dura más o menos una media hora. ¿Y el resto de película? ¿Qué pasa después? Bueno, para ser estrictos habría que decir “¿qué pasa antes?”, porque la película se traslada a un pasado reciente para contar, en una suerte de falso documental, este sí matizado con elementos de comedia, los pormenores de la preproducción de la película que acabamos de ver y aclarar que se emitirá en vivo por televisión. Por último, y encadenado con la segunda parte, tenemos el “detrás de cámaras” en tiempo real de la película del comienzo, es decir, su rodaje mismo. Tres películas en una.
No es nuevo este régimen metaficcional en la historia del cine, y ya lo hemos visto en películas como La noche americana, de François Truffaut, o Tropic Thunder, de Ben Stiller, entre muchísimas otras, que organizan su trama en espacios fílmicos que son los mismos sets de rodaje, pero que a la postre redundan en propuestas más o menos convencionales. Acá la diferencia es que One cut parece construida con los residuos mismos de una producción cinematográfica, en este caso amateur; es decir, con todo aquello que por definición constituye el revés del cine mismo. Porque las peleas dentro del equipo de producción, los errores logísticos, el cansancio acumulado, las decisiones de último momento y un sinfín de contingencias más, no sólo son el día a día de cualquier película, sino aquello que si se sale de control la destruirá por completo. Por eso, a mayor nivel profesional, el éxito de una película muchas veces depende de la experticia para poder minimizar ese riesgo latente de fracaso. Para la muestra, Hail Caesar!, una de las más recientes películas de los Hermanos Coen, cuyo protagonista es justamente un personaje solucionador de problemas en el Hollywood de los años cincuenta.
One cut of the Dead no es una película de zombis más ―al menos para quien esto escribe―, sino la puesta en escena de un esquema de producción no alineado con los mandatos de la gran industria. Es el resultado del aprovechamiento de todos los elementos caóticos que suelen aparecer en las distintas fases de todo proceso de producción, y esto la acerca a movimientos de vanguardia como Dogma 95 o el Mumblecore.
En tiempos como los actuales en que la pulcritud ha inundado las pantallas y se emplean tantos recursos para lograr imágenes limpias y amigables; en tiempos donde muchas películas producidas desde zonas periféricas luchan por esconder sus precariedades o su bajo presupuesto para poder pellizcar algunas migajas en la competencia desequilibrada que proponen los gigantes corporativos, One cut nos recuerda que así como en la larga tradición del género de zombis, el muerto viviente es la materialización del retorno monstruoso de los desechos y la porquería (cualquiera que esta sea), de todo aquello que debía ser sepultado y olvidado, así mismo aún son posibles las películas disidentes y descerebradas que no estaban en el cálculo de nadie y no se detienen a pesar de los obstáculos y llegan hasta su finalización de la forma que sea.
Ese, creo, es el sentido del plano secuencia de la primera parte de la película: No hay cortes, es una transmisión en vivo por televisión y la producción no se puede detener, suceda lo que suceda. Y lo que sucede puede llegar a ser mil veces peor que cualquier apocalipsis zombi. En el fondo, me parece que One cut of the Dead es una llamativa lección para aquellos que planean demasiado. Ya lo dijo en su momento el cineasta mexicano Guillermo del Toro: “el estado natural de una película es que no exista”, y a veces tras el espejismo de la excesiva planeación, o del control que ello supone, sobre todo en los momentos formativos de todo realizador o realizadora, se esconde ―o se niega― la presencia de un potente dispositivo burocrático capaz de lograr que el inicio de cualquier proyecto se aplace tanto que termine abortándose, que nazca muerto.
En cierto punto, es lícito pensar que el alimento del gran capital corporativo del cine es justamente el naufragio de todo aquello que le pueda hacer competencia. A pesar de ello, se siguen haciendo películas en todos los rincones del mundo, muchas de ellas en condiciones muy desfavorables, pero el gran interrogante que queda es cuántas dejan de hacerse.
One cut of the Dead no es una película más sobre muertos vivientes, sino una película muerta que retorna desde ese inframundo al que están destinadas la mayoría de las películas que aún no se han hecho y que seguramente nunca se harán. Es allí donde radica su carácter subversivo.