Sobre Las hijas horribles, de Blanca Lacasa
Por
Paula Andrea Marín C.
Para
todas las hijas y todas las madres de este mundo.
El tabú impuesto a las mujeres es la madurez. Ser maduras es una prohibición a las mujeres.
M.
Lagarde en Las hijas horribles.
No deberíamos perder de vista que ser hijo [y ser madre] debe ser una circunstancia temporal.
C.
Del Olmo en Las hijas horribles.
“Quería quererte, pero no podía. Me daban miedo tus exigencias. No quería ser tu madre. Quería que supieras que era tan indefensa como tú. He sido egoísta e infantil”. Dos mujeres asustadas. Asustadas de ser hija la una y madre la otra. La una aterrada de su madre. La otra atemorizada de su hija. Madres malas e hijas horribles. Desgarrador.
Blanca
Lacasa, Las hijas horribles.
“Un niño [o una niña] espera
recibir un amor incondicional de [su] progenitor [o progenitora], aunque
raramente las cosas son así”. La cita es de Winterson y aparece en este libro
de la escritora española Blanca Lacasa, periodista y autora de varios libros
para niños y niñas. Lacasa se atreve a hacer lo que casi nadie quiere en este
libro que ya puedo catalogar como imprescindible: cuestionar la relación entre
madres e hijas. Empezar con esa cita de Winterson señala algo que siempre se
nos olvida: las “buenas” relaciones entre madres e hijas son la excepción. La
regla es que esta relación se vive como una tensión constante para ambas partes
y esa tensión se acrecienta y hace daño porque, como si se tratara de un tabú,
nadie se siente con derecho a hablar de ella. Lacasa decide hacerlo –y cuánto
le agradecemos por ello-, a partir de una escritura ensayística que pone en
diálogo una rica e interdisciplinaria bibliografía y una gran cantidad de
testimonios de mujeres entre los 35 y los 55 años; la autora analiza esa
tensión que es la regla de las relaciones entre madres e hijas y, al exponerlas
así, todas respiramos un poco más aliviadas y empezamos a sentirnos un poco
menos “hijas horribles”, menos “malas madres”. No todas las madres aman a sus
hijas; no todas las hijas aman a sus madres. El amor y la conexión entre madres
e hijas no es natural y en muchos, muchísimos casos, no llega a construirse, a
darse, por muchas razones de las cuales Lacasa aborda las más importantes en su
libro. Creo que comprender que esta es una situación más normal de lo que nos
han hecho creer es una liberación para todas.
Mucho se habla de la maternidad, aunque más desde el mito y desde los deberes de las madres, los problemas que
podían causar si no los cumplen, que desde su realidad, desde los problemas o
necesidades que pudieran tener. Nada, en cambio, se habla sobre la condición de
hijidad y este es el otro gran aporte de Lacasa; no es nada fácil ser madre,
pero no lo es más ser hija. Una de las ideas más revolucionarias que me llevo,
luego de leer este libro, es la imperiosa necesidad de entender que ser madre
(y padre) y ser hija (ser hijes) debería concebirse como una circunstancia
temporal; esto no quiere decir que les hijes adultes deban desentenderse del
cuidado de los padres y madres que lo necesiten, pero sí una radical
transformación en la relación. Lacasa señala que hay poquísima información
acerca de las relaciones adultas entre madres e hijas y esto se puede leer como
un síntoma de que esa relación se ha mantenido y se ha querido mantener en la
infancia, en la inmadurez del apego de la madre hacia los hijes y de los hijes
hacia su condición de hijidad, que impide a ambas partes crecer y desarrollarse
como seres más allá del hogar parental. Las hijas se convierten en “menores de
edad de por vida” (más aún cuando no tienen pareja o hijes) y esto es útil para
las madres que, con mecanismos de control y manipulación (generar culpa en les
hijes a través de la victimización y la queja, entrometerse como manera de
mostrar interés, la protección mal entendida), garantizan la permanencia y
dependencia de las hijas (e hijos), las fagocitan para imponer sus
deseos-miedos a (no) quedarse solas, a (no) perder su sentido de la vida.
Aunque esta actitud sea entendible,
desde el punto de vista de les hijes que no quieren abandonar la infancia o la
adolescencia y el de las madres que centran su identidad es su estatus de
maternidad, porque “ahí reside todo [su] valor social”, a corto plazo, esta
situación produce que las madres se conviertan en “las expertas” que se
dedicarán a señalar, criticar, juzgar aquello que perciben como negativo en sus
hijas. Como en un espejo maléfico, las hijas se dedicarán toda su vida a buscar
la esquiva aprobación de sus madres (y luego en sus parejas, amigas, amigos,
jefes y jefas) y así, como dice Vivian Gornick, en alguno de sus libros, la
jaula está cerrada. Las hijas deben ser perfectas porque por ello serán
juzgadas sus madres; la exigencia de perfección viene del miedo a ser
catalogadas como unas malas madres. Sin embargo, ese anhelo de tener la hija
perfecta encierra, al mismo tiempo, el deseo de que el destino de la hija sea
igual al de la madre; de lo contrario, la madre se sentirá traicionada. Todo el
tiempo hay un amor ambivalente entre madres e hijas, que puede convertirse en
una relación dañina: la madre puede llegar a generar una rivalidad con su hija
y una ambigüedad insostenible: querer estar orgullosa de la hija, sin sentir
que esta la traiciona teniendo un destino diferente al suyo (la envidia por la
niña, la adolescente o la adulta que se divierte y tiene ocupaciones, y que no
tiene que quedarse –como ella- aburrida en el hogar); también porque en este
destino distinto puede estar la amenaza de que le vaya peor que a la madre, por
desafiar el mandato patriarcal. La traición que siente la madre se convierte en
la culpa que carga la hija, “que nos incapacita en el futuro para poner
límites”, afirma Lacasa, y que nos vuelve jueces implacables de nosotras mismas:
sentirse ingrata, desleal, egoísta, rebelde, alguien que defrauda y que hiere.
Una hija horrible.
La foto de la carátula del libro
asusta: una adulta sostiene en sus brazos a una niña y ambas están vestidas
igual; la una hecha a la imagen de la otra. La niña evidencia un gesto de
querer apartarse de la adulta. Creo que esta foto sintetiza la mayor dificultad
en las relaciones entre madres e hijas: queremos ser sostenidas, cuidadas,
amadas por nuestras madres y, al mismo tiempo, alejarnos de ellas para poder
ser nosotras mismas. En la foto, la madre se cubre el rostro con una mano en un
gesto sutil, en el que sobresale la argolla de casada. La mujer ha perdido su
identidad al convertirse en esposa y madre, y solo le ha quedado una
investidura: el vestido de madre-modelo y la argolla matrimonial ocupan el
lugar de la mujer, de la persona. Las madres (de la inmensa mayoría, hasta la
generación que creció entre las décadas de 1980 y 1990) son seres que han sido
educadas para dar amor (y permanecer en casa), pero que carecen de amor propio
porque, según lo plantea Lagarde (en palabras de Lacasa), tienen su autoestima
en cautiverio (y, por ende, poco pueden desarrollar una madurez emocional).
Esta autoestima desequilibrada es la mayor responsable de las tensiones que se
viven entre madres e hijas.
Lacasa explica que
El sistema [patriarcal] necesitaba que las mujeres se quedaran en la casa para cuidar la familia, entonces aparece la identidad de género y el ideal de la maternidad. Si salían de casa a trabajar se encontraban con trabajos mal remunerados. No ser reconocidas en su trabajo de cuidados y ser mantenidas por sus maridos hace que se despierte en muchas un desprecio por ellos. Y ellos son acompañantes de la maternidad, pero su misión no es esa. (Las hijas horribles).
Las madres –la mayoría-, al igual
que cualquier persona que se dedique a dar “incondicionalmente”, en realidad, irá
guardando un resentimiento en su interior por no recibir lo que cree que merece
a cambio de su sacrificio; ese sacrificio, en casi todos los casos, es perderse
a sí misma y quienes deberán pagarlo resultan siendo aquellos seres a quienes
estaba dirigido ese amor supuestamente incondicional: el marido y les hijes. De
esta manera, las madres intentarán ejercer su poder sobre aquellos que puede: les hijes y, especialmente, las hijas, como reflejo de la organización
patriarcal, porque en muchas ocasiones esta misma organización hará que eduquen
“con envidiable ligereza a sus hijos varones”; al mismo tiempo, estas madres despreciarán a sus maridos,
los subvalorarán y denigrarán delante de les hijes, quitándoles el permiso de
amar a sus padres y convirtiéndolos en aliades contra ellos. Sin embargo, la
relación entre padres e hijas parece presentar menos tensiones que entre madres
e hijas. Si bien hay un predominio del padre ausente en nuestras sociedades, el
hecho de que los padres hayan sido categorizados dentro del patriarcado como
“acompañantes de la maternidad” parece eximirlos de muchas de sus
responsabilidades; a ellos se les permite un amplio margen de error. Es claro,
entonces que, de los padres, la mayoría de las veces, solo conocemos su
“antología”, pero de las madres, que están más presentes en el hogar, llegamos
a conocer lo que no querríamos conocer, pero que hace parte de su humanidad,
vulnerabilidad y hartazgo, por toda la presión social que hay sobre ellas.
Uno de los puntos más interesantes que toca Lacasa son las consecuencias de estas maternidades patriarcales en
las relaciones de pareja de las hijas. La madre se convierte en nuestro primer
amor, el modelo; por ello, nuestras relaciones de pareja pueden volverse
solamente un reflejo de esa primera. Si esa relación fue “fallida” (aunque
también podría entenderse en el caso contrario), caeremos en lo que Freud
denominó como la “compulsión de repetición”:
el impulso inconsciente de tratar de arreglar, mejorar o enmendar una relación fallida […] con nuestra madre a través de nuestro actual historial afectivo […]. De carencias afectivas, probablemente saldrán hijas que buscarán apremiantemente que las amen por encima de todo. Una transposición del amor materno total e incondicional que se va buscando empecinadamente en cada relación. “Al relacionarnos amorosamente, muchas mujeres buscamos en los demás una madre. Cuando esto sucede, cada fracaso, cada vacío, cada carencia es sufrida doblemente, porque la vivimos en relación a la persona concreta, y en relación al deseo de encontrar en ella a una madre” (M. Lagarde). Las hijas horribles.
Este impulso de buscar el amor
(“incondicional”) de una madre en la relación de pareja se complementa (de
manera “perversa”) con la concepción de amor-dominación que subyace en la idea
del amor de las mujeres dentro del sistema patriarcal: “Una quisiera que la
otra persona no tuviera límites. Como yo no los tengo, aspiro a que tú no los
tengas. Como yo no soy libre, aspiro a que tú tampoco seas libre, como yo estoy
invadida, aspiro a poder invadirte” (M. Lagarde citada por Lacasa en Las hijas
horribles). Así como las madres buscan ese amor incondicional, sin límites en
sus hijes, las hijas de estas madres tienden a buscarlo en sus relaciones de
pareja.
¿Cómo se sale de este círculo de
horror (sí: porque las relaciones familiares pueden convertirse en esto)? Muchas
mujeres se ven repitiendo con sus hijas la misma relación que tuvieron con sus
madres; otras muchas tienen miedo de tener hijes porque temen repetir la
relación con sus madres. Lo primero que dice Lacasa es no juzgar a esas madres
desde nuestro presente, porque, como todo el mundo, hicieron lo que pudieron y
como pudieron. Este libro se instala en la perspectiva de cuestionar el
ensalzamiento de la figura de la madre (como parte del engranaje del sistema
patriarcal), para alejarla “del canon de excelencia” y posibilitar la
liberación: aceptar la humana imperfección de las madres y, por ende, de las
hijas (de todes), para alejarnos de la culpa y del victimismo. Se trata, pues,
de no juzgar, pero tampoco de obliterar el dolor de las hijas. Leer este libro
es sentirse acompañada en ese dolor y encontrar la mejor manera para
expresarlo, para darle un nombre, entendiendo sus causas estructurales:
sociales, psicológicas y antropológicas. En la adultez, mantener el vínculo con
nuestras madres no es una obligación (más allá de la responsabilidad que
tenemos con nuestros padres y madres en situación de vulnerabilidad); cada quien es libre de elegir qué
es lo mejor para su propio bienestar, más allá de las culpas y de los
imperativos sociales y religiosos.
La segunda forma para salir del
círculo de dolor madres-hijas es que “cuando una deja de buscar compulsivamente
en su pasado por qué somos como somos, cuando una deja de escarbar en las raíces
familiares rastreando el porqué de nuestros males, sucede que no nos queda otra
que apoderarnos de nosotras de lo que nos pasa y de nuestras vidas” (Las hijas horribles), en el presente. Después
de entender que nuestras madres hicieron lo mejor que pudieron con las
herramientas que tenían a mano, solo nos queda crecer y esto significa también
ya no buscar la aprobación materna, aunque conlleve el miedo a que nadie más se
preocupe por nosotras; entender que nos cuidamos, que el propósito de la
maternidad es enseñar a que cada una se convierta en su propia madre; no la
madre interna que coarta, cohíbe y condiciona, sino la que nutre, apoya y
acompaña. El hecho de que las madres no nos den su aprobación es, en muchos
casos, su forma de manipularnos, para mantenernos controladas, pegadas a su
amor ambiguo. Soltar la búsqueda de aprobación da miedo, pero es la única
manera de crecer y de hacer algo diferente con la herencia familiar y no solamente
repetirla.
- Blanca Lacasa Carralón, Las hijas horribles. Madrid: Libros del K.O., 2023.