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“La suerte juega con cartas sin marcar,
no se puede cambiar”.
-Andrés Calamaro.
Por Gustavo Agudelo
No sé escribir cartas, lo confieso. O al menos no sé escribir cartas que son como el resumen de noticias del telediario de las cinco donde informan de manera precisa sobre los incidentes más importantes del día. Esto no es un telediario, desde luego. No porque no haya una síntesis de acontecimientos sino porque la vida no está sujeta a esa necesidad mediática de ser importante para que sea tenida en cuenta y los acontecimientos que la componen distan mucho de tener interés general y acaso puedan ser catalogados de ordinarios o interesantes.
Creo que las cartas deberían responder más a la necesidad de reflexionar de forma íntima con el otro sobre temas en común. Dirán que para reflexionar está el género que tuvo a bien dejarnos Montaigne, pero la reflexión que entraña el ensayo incluye a un lector o lectores hipotéticos y obliga a lo que se discute a conservar cierto nivel de comprensión general que no tiene nada que ver con el género epistolar donde el lector es una presencia real que responde a un nombre y un apellido y a una vida en común sobre la que se puede volver una y otra vez sin dar demasiadas explicaciones. En las cartas pueden apreciarse los pliegues del alma.
Pienso ahora en la famosa carta que Andrés Caicedo le escribió a Patricia Restrepo justo el día en que recibió la primera edición de su celebrada ¡Que viva la música! Uno puede suponer que no hay día más feliz para un escritor que el momento en el que recibe la caja con los primeros ejemplares del libro que escribió, pero Caicedo le dice “(…) no creas que la satisfacción de haber recibido hoy el primer ejemplar de mi novela pueda compararse a la absoluta infelicidad que siento por el desprecio que has alcanzado a tenerme”. En esa carta hay frustración, desespero y el miedo, la rabia y la impotencia lo dejan a uno como lector al borde de la silla y no queda más remedio que sentir empatía por ese pobre tipo que al momento de escribir tiene “el corazón en pedazos y ya no sé dónde recogerlos, o no sé qué hacer con ellos”. O la carta en la que Virginia Woolf le escribe a su esposo Leonard antes de llenarse los bolsillos de piedras y desaparecer en el río y donde le dice “(..) no creo que dos personas pudieran haber sido más felices de lo que nosotros hemos sido”. A mí esa carta me sacude mucho porque después del diagnóstico de leucemia la leo a menudo y comprendo a Virginia Woolf cuando le dice a su esposo “(…) tú me has dado la mayor felicidad posible. Has sido en todo momento todo lo que uno puede ser. No creo que dos personas hayan sido más felices hasta el momento en que sobrevino esta terrible enfermedad. No puedo luchar por más tiempo. Sé que estoy destrozando tu vida, que sin mí podrías trabajar. Y lo harás, lo sé”.
Lo siento Montaigne pero es que no hay manera de escribir eso en un ensayo.
A veces soy un poco Andrés y Virginia. Estoy cerca de Caicedo cuando escribe “(…) creo que no voy a escribir nada más. No tengo otra cosa que decir además de que no me dejes, no me dejes, no me dejes, no me dejes, no me dejes, no me dejes, no me dejes, no te vayas, no te vayas, no te vayas, no te vayas, no te vayas” y soy yo tratando de hacerle frente al cáncer en sus peores momentos, al dolor punzante, a la sangre que sale por boca y nariz, a las convulsiones, los desmayos, al hecho de no saber en dónde estoy y perderme en mi propia casa, al desaliento que me impide leer y hace que todo se me caiga al piso.
No sé si lo sepas, pero en ocasiones elijo ser Andrés porque el cáncer es una insignificancia comparado con el dolor que me produce la idea de no volver a estar contigo. No todos los días son buenos. Hay días en los que el dolor, la impotencia y la angustia me impiden ver más allá de mis propias narices y me convierto en un ser insoportable, un energúmeno, en una vorágine de emociones que quiere devorarlo todo a su paso. Entonces soy Virginia Woolf cuando escribe “(…) cuanto te quiero decir es que te debo toda la felicidad de mi vida. Has sido totalmente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decirte... todo el mundo lo sabe. Si alguien podía salvarme, hubieras sido tú. No queda nada en mí salvo la certidumbre de tu bondad. No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo”.
A veces pienso que estarías mejor sin mí y me odio por hacerte sufrir y me siento un poco Hemingway cuando le dice a Ava Gardner que pensaba que mataba animales para no hacerlo consigo mismo. En esos días malos fantaseo con tomar una de las armas de mi colección, subir al salón, halar el gatillo y volarme la cabeza de un escopetazo. Lo dijo Camus, "no hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, y ese es el suicidio”. Ni Cioran fue tan pesimista. La verdad es que yo no lo soy tanto. En la discusión auspiciada por Eco yo soy menos apocalíptico y un poco más integrado.
Lo cierto es que he pensado mucho durante estos días y eso me ayuda a distraer un poco el dolor. Pienso. Ya no en el suicidio porque en la casa no hay escopetas y de haberlas no lo haría porque eso contradice mis principios éticos y prefiero ver cómo la vida se me va extinguiendo por cuenta del cáncer que dar de qué hablar a los vecinos con el sonido sordo de un disparo en el octavo piso. He pensando en tu rostro, en cómo entrecierras los ojos cuando hablas, en las muecas que haces cuando algo te disgusta y en muchas otras cosas más que no vienen al caso porque esto es una carta y no un relato del marqués de Sade o la carta de Frida a Diego Rivera donde dice que es “el espejo de la noche. La luz violenta de los relámpagos. La humedad de la tierra” o la de Vita Sackville-West diciéndole “maldita sea, criatura mimada, no haré que me ames más por entregarme yo de esta manera…Pero, ay, cariño, contigo no puedo ser astuta y reservada; te amo demás para eso” a mi adorada Virginia Woolf. Tampoco es que se pueda decir mucho al respecto. La literatura erótica llegó a su punto más alto una noche de 1989 cuando el rey Carlos III, entonces Principe de Gales, le dijo por teléfono a Camila Parker Bowles que le gustaría ser un tampón para vivir dentro de ella. Ni Lars von Trier se atrevió a tanto.
No sólo he pensado en eso. Un lugar especial lo ocupa el hecho de que la enfermedad llegó justo un mes después de empezar nuestra vida juntos. Era una noticia que no me esperaba porque no había algo que anhelara más que compartir mi vida contigo y la idea de una enfermedad terminal no estaba dentro de mis planes. Me sentí como Messi en la final de Qatar después de que Mbappé marcara el gol del empate a dos en una jugada donde él quiere salir jugando y pierde el balón en mitad de la cancha. Qué golazo hizo, ¡la reconcha de la lora! No lo podía creer. Si antes era un hombre que sospechaba de las certezas y prefería refugiarme en la plasticidad de las incertidumbres, ahora lo soy más. He aprendido a lo largo de estos años de enfermedad y de convivencia conyugal que lo categórico es sólo un espejismo, una muestra parcial de la realidad y lo que llamamos azar no es tanto un orden aleatorio, sino un fino mecanismo de alta relojería que escapa a nuestra comprensión y al que estamos inexorablemente abocados.
Ni por asomo se me ocurre pensar en un diagnóstico de esa magnitud sin contar contigo a mi lado. Esto del cáncer es apenas una anécdota si lo comparo con la felicidad que siento al estar junto a ti. Creo que una de las virtudes del amor es la de extender la fecha de caducidad de casi cualquier cosa y yo soy buen ejemplo de ello. Me quedaba año y medio. Nada de dormir en el pueblo de García Márquez, nada de ir a Barranquilla y comprar un libro en Panamericana, nada de jugar Volley con mi hija en una playa de Santa Marta, nada de ir al Hard Rock en la ciudad amurallada o tomarme una foto con la estatua de Cervantes en Cartagena. Nada de ver búfalos en carretera, contarle del viaje a mi mejor amigo y mucho menos planear una fiesta de quince años, ponerme un traje a medida y bailar el vals tres veces. Sospecho ahora que la médica que me atendió era una lectora discreta de Kant o al menos fanática desmedida de “The Good Place”. Preferiría que fuera más lo segundo que lo primero.
No quiero perderme en digresiones. A menudo las cartas son reflejo de las calles, avenidas y laberintos que componen la cartografía de la mente humana. Nunca decimos tanto de nosotros mismos como cuando intentamos ordenar nuestros pensamientos y hablamos de lo que amamos y de lo que no. Diré que esta carta sigue la línea trazada por Alberto Caeiro y no tiene reparos en reconocer que “todas las cartas de amor son ridículas. No serían cartas de amor si no fueran ridículas” (cito de memoria). El género epistolar es tan noble que un irlandés lo usó para escribir la mejor novela de vampiros de todos los tiempos y establecer el arquetipo definitivo que ha sido representado en el cine por los rostros de Max Schreck, Béla Lugosi y Gary Oldman que, dicho sea de paso, tiene una de las mejores líneas cuando dice “he cruzado océanos de tiempo para encontrarte”. Tremendo, ¿no? Casi tan buena como la de Cerati (“desordené átomos tuyos para hacerte aparecer”) o la de Alejandro Sanz al cantar “alguien ha bordado tu cuerpo con hilos de mi ansiedad”.
No soy mucho de ceremonias y a veces puedo pecar de simple y quiero aprovechar esta carta para reivindicar la simpleza porque sólo se es simple cuando se entiende la complejidad de las cosas: los pases del Pibe en esa fantástica y malograda selección del noventa o la actitud de Messi cada vez que un rival no sabe cómo pararlo y lo baja de una patada pueden dar fe de ello. No hay nada que me guste más que estar contigo: hablando en el carro, riéndonos de alguna anécdota, escucharte hablar de las características de la retórica en Aristoteles, Cicerón o Quintiliano y de la invención de ese acrónimo genial de IDEA para resumir las categorías discursivas del estagirita. Qué genialidad. Ni a Guillermo de Ockham se le hubiera ocurrido algo así. No hay un día que no agradezca al azar el hecho de haberte puesto en mi camino y de darme la oportunidad de ser un padre orgulloso, un académico escuchado, un yerno querido y un esposo amado. Diría más, pero cualquier cosa que diga es sólo un pálido reflejo del amor y la devoción que siento por ti y quiero terminar con una última reivindicación porque Caeiro tiene razón cuando dice que “sólo las criaturas que no escribieron cartas de amor sí que son ridículas”.