Mexico-United States Border Wall in San Luis, Arizona | Wikimedia Commons |
Crónica traducida por María del Castillo Sucerquia | Publicada originalmente en Tahoma Literary Review, y reproducida con autorización del autor.
por – Robbie Gamble
La llamada procedía de un rancho a varios kilómetros de la frontera. El emisor dijo que una mujer hispanohablante entró en su propiedad: exhausta, deshidratada y llorando. No sabían qué hacer con ella, ni tenían la intención de llamar a la Patrulla Fronteriza, la cual había enviado agentes en vehículos todoterreno y un helicóptero que recorría las colinas al oeste del rancho. Pero tampoco querían correr el riesgo de que la encontraran en su propiedad y los acusaran de albergar a un extranjero ilegal. D y yo estábamos disponibles; pedimos las indicaciones para llegar al rancho, nos subimos a nuestros autos y condujimos durante una hora aproximadamente, pasando por crestas irregulares y bajos matorrales del desierto, hasta la frontera.
El rancho se situaba a unos dos kilómetros por un camino de tierra que salía de la carretera de dos carriles, esta conducía a la ciudad fronteriza y al Puerto de Entrada a México. Pasamos junto a un prado y una hilera de establos de caballos hasta llegar a un recinto cuyo cuadrilátero de césped estaba bordeado por bajas guesthouses o casas de huéspedes en estuco, todas a la sombra de altos y frondosos árboles. Un par de personas reposaban en sillas de jardín frente a sus casas, disfrutando del relativo frescor de la tarde después de un día de cabalgata por las colinas y llanuras plagadas de mezquites y cactus. Un hombre corpulento, con una recortada barba blanca y un sombrero Stetson negro, se acercó a nosotros conduciendo un cuatrimoto. “¿Son los trabajadores?”, preguntó. Nos identificamos. “Bueno, está ahí afuera, detrás de esos edificios”. Señaló el lado oeste del cuadrilátero. “Y ya no tengo nada que ver con esto”, añadió, no sin crueldad, mientras daba media vuelta y conducía de regreso a la casa principal del rancho.
Dimos la vuelta por detrás de las casas y encontramos a una mujer pequeña de rasgos mayas, vestida con bluyín y una blusa de tirantes color óxido, sentada en una silla de jardín debajo de un árbol con los pies enfundados en medias y subidos en otra silla. Sostenía un plato a medio comer de ziti con salsa de carne, y esparcidos entre las sillas había un par de latas vacías de Coca-Cola, una cáscara de plátano, un par de tenis negros de aspecto nuevo, varias bolsas de hielo usadas y una pequeña bolsa de plástico que parecía contener sus pertenencias. Se veía exhausta y con los ojos hinchados por llorar. A un lado estaban dos miembros del personal del rancho, un hombre y una mujer, que parecían extrañamente preocupados, vestidos con ropa de montar del oeste.
Nos presentamos a ellos y a la mujer, a quien llamaré Marta. D. le explicó en español que éramos trabajadores de ayuda humanitaria y brindábamos ayuda médica y material a los migrantes que cruzaban el desierto, y entendíamos que se encontraba en una situación difícil, por lo cual habíamos venido a apoyarla y ayudarla a decidir qué debía hacer a continuación. Le pedimos que nos contara qué le había pasado y nos relató, en tono monótono, que era parte de en un grupo de quince personas que cruzaron el muro fronterizo la noche anterior, en algún lugar al oeste de la estación del Puerto de Entrada. Dijo que usaron escaleras proporcionadas por los coyotes a los que habían pagado para organizar la travesía y saltar el muro. Comenzaron a caminar hacia el norte y, al cabo de media hora, un helicóptero de la Patrulla Fronteriza cayó del cielo nocturno y zumbó a baja altura sobre los integrantes del grupo, desorientándolos con los reflectores y la potente corriente descendente del rotor. En la confusión, el grupo se dispersó y Marta luchó por mantenerse unida a su hija de dieciocho años, quien viajaba con ella. Luego, agentes en vehículos todoterreno se abalanzaron sobre ellos (por la oscuridad, no pudo saber cuántos eran) y comenzaron a capturar a los migrantes. Dos hombres la agarraron y, por alguna razón, la arrojaron con fuerza sobre el suelo rocoso, hiriéndole la rodilla y las manos. No le ataron las muñecas ni se la llevaron después de eso; pensó que la habrían perdido de vista en medio del ruido y la confusión. De modo que fue separada del resto del grupo, incluyendo su hija, y suponía que habían capturado al resto. Después de que el rugido del helicóptero y los vehículos todoterreno se desvanecieron en la distancia, deambuló sola durante la noche y el día siguiente, hasta que, por fin, dio con el recinto del rancho, donde la gente amablemente le dio alimento, bebidas y bolsas de hielo para su rodilla.
Marta dijo que provenía de Guatemala y esta era la cuarta vez que intentaba ingresar a Estados Unidos. Tenía dos hijas mayores que vivían en una pequeña ciudad de Nueva Inglaterra desde hacía varios años y estaba tratando de reunirse con ellas. Dijo que era el primer intento de cruzar con su hija menor y que estaba preocupadísima por no saber cómo se las arreglaría su hija con la detención estando sola por completo. Marta sabía lo que implicaba ser capturada y detenida, había soportado el desprecio de los agentes de la Patrulla Fronteriza, las condiciones deshumanizadoras en los campos de detención y la humillación de ser deportada las tres veces anteriores en Texas. Tenía la esperanza de que esta vez fuera más sencillo pasar la seguridad fronteriza en Arizona, pero ahora solo podía pensar en el destino de su hija. Repetía una y otra vez: “no sé dónde está”.
D. se quedó pensativo y me lanzó una inquieta mirada de reojo que decía: “No sé cómo podemos ayudarla”. Se agachó junto a Marta en la silla de jardín y trató de expresarle que comprendía su situación. Estaba separada de su grupo, sola, a apenas tres kilómetros de la frontera con México. Se enfrentaba a casi sesenta kilómetros de terreno desértico hostil entre el rancho y el punto de encuentro más cercano, más allá de los controles de carretera establecidos por la Patrulla Fronteriza, donde podría ser recogida por alguien, tal vez un socio de su coyote que, a su vez, la llevaría a un lugar seguro, donde, de alguna manera, planificaría el resto de su viaje de tres mil kilómetros hasta Nueva Inglaterra. Era una mujer, herida, vulnerable, y la zona fronteriza estaba plagada no solo de equipos de la Patrulla Fronteriza, sino también de traficantes y milicianos que le harían daño si la encontraban. No llevaba comida, agua, ni ropa extra, solo una bolsa de plástico con un teléfono celular y algunos artículos personales. D. se encogió de hombros, “No sé qué decir, es muy peligroso que continúes tu viaje sola. Quizá consideres regresar a México y conectarte con otro grupo”. Ella miró de un lado a otro entre nosotros. “No puedo quedarme aquí, ¿verdad?”, preguntó, sabiendo ya la respuesta. “No”, respondió D., “estas personas están muy preocupadas por ti, pero también tienen miedo de que la Patrulla Fronteriza los acuse”. Sacó un teléfono celular de su bolso. “Este es un teléfono especial de la Cruz Roja. Puedes usarlo para llamar a larga distancia y contactar a familiares. Tal vez puedas hablar con alguien de tu familia en Guatemala, o con tus hijas en Nueva Inglaterra. Puedes explicarles lo que te pasó y podrían ayudarte a decidir qué hacer”. Él le entregó el teléfono y ella lo giró varias veces, indicando que no sabía leer muy bien y necesitaba ayuda para marcar el número de su hija en Nueva Inglaterra. Lo tomé y escribí el número que me dictó de memoria. Nadie contestó. Me indicó otro y esta vez contestó su hija mayor.
Nos alejamos para darle un poco de privacidad mientras entablaba una intensa conversación entre lágrimas con su hija. Nos acercamos a hablar con los dos rancheros que nos observaban desde lejos, a la sombra de la cocina. El hombre nos dijo que la Patrulla Fronteriza había armado un gran alboroto la noche anterior: “Era casi como si supieran que este grupo estaba cruzando la valla. Sacaron su helicóptero y un avión de ala fija, y los vehículos todoterreno rugían arriba y abajo de las colinas hacia el oeste”. Sacudió la cabeza. “No sé cuál es la respuesta, pero no me gusta la forma en que tratan a esta gente”. Dijo que el rancho de huéspedes había sido un negocio familiar durante años y les encantaba llevar a la gente a montar a caballo y apreciar la belleza del desierto, pero cada vez era más difícil disfrutar del paisaje con la creciente militarización y medidas de seguridad que les rodeaban.
El ranchero nos preguntó qué iba a hacer la mujer. Dijimos que no lo sabíamos; sus opciones eran limitadas. No estaba en condiciones de seguir caminando sola hacia el norte, y no podíamos llevarla en auto a ninguna parte sin correr el riesgo de que la Patrulla Fronteriza nos detuviera y acusara de transportar a un extranjero. Había pasado no menos de nueve camiones de la Patrulla Fronteriza en los últimos ocho kilómetros de camino al rancho; monstruos blancos y relucientes, con un compartimento jorobado, sin ventanas en la parte trasera para retener a los detenidos y una distintiva franja verde diagonal en los lados. Discutimos que tal vez podría regresar y presentarse ante las autoridades mexicanas en el Puerto de Entrada, con la posibilidad de que la dejaran regresar a México; una posibilidad remota, pero mejor que ser detenida o seguir vagando sola en el desierto.
Marta terminó su llamada y yo me acerqué a ella con una servilleta para sus lágrimas. Dijo que su hija mayor se sentía angustiada e impotente al estar tan lejos y más preocupada que nunca por su propia situación como indocumentada en un país cada vez más hostil, incapaz de hacer algo para ayudar a su madre o localizar a su hermana perdida. Nadie sabía qué debía hacer Marta a continuación. Reconocí lo difícil que debió haber sido la llamada y le dije que era enfermero y había traído suministros de primeros auxilios, así que podía examinar sus heridas si lo deseaba. Le pregunté, con todo el respeto que pude, si había sido agredida sexualmente mientras estaba allí. Respondió: “No, solo me tiraron al suelo” y se subió el bluyín para mostrarme su rodilla. La rótula estaba magullada y despellejada, pero no había ningún daño estructural en la rodilla y ahora podía caminar con un poco de dolor. Le envolví la rodilla con una venda y expresó su alivio. También tenía pequeños hematomas en los antebrazos debido a la caída, pero no le molestaban mucho. Sus signos vitales eran estables y parecía bien hidratada. Estaba claro que el descanso, la comida y las bolsas de hielo habían ayudado. También me alegró ver que tenía zapatos resistentes y bien ajustados y que no le producían ampollas; en el pasado había visto gente cruzar el desierto en chancletas. Le di unas pastillas de ibuprofeno para aliviar el dolor y la hinchazón. No había mucho más que pudiera hacer por su bienestar físico y tampoco sabía qué hacer con su situación actual.
D. volvió y nos sentamos a discutir sus opciones. Era evidente que sus hijas mayores no estaban en condiciones de ayudarla en este momento. Anotamos el nombre y la fecha de nacimiento de su hija menor, para entregar estos datos a los defensores de los detenidos y ver si podían localizarla en el sistema de detención. Mi español era un poco mejor que el de D., así que dirigí la conversación que se desarrolló principalmente en futuro condicional (“Si hicieras esto… entonces sería posible que esto… te ocurriera”). Planteamos la opción de regresar al Puerto de Entrada y presentarse ante Migración Mexicana. Al principio no le gustó la idea. Después de haber sido deportada tres veces, la idea de regresar al otro lado de la frontera era más que desalentadora y sentía que se iba a separar aún más de su hija detenida. Pero comprendió que continuar hacia el norte era demasiado peligroso y que no podía quedarse quieta; cuanto más deambulara cerca de la frontera, más inevitable era que la Patrulla Fronteriza la detuviera. También sabía que, por ser reincidente, la condenarían a un periodo de detención mayor, tal vez de cuatro a seis meses, y temía esa situación: las instalaciones abarrotadas, la violencia verbal de los guardias, la comida incomible, el aburrimiento, la incertidumbre de cuál sería su futuro. No había garantía de que las autoridades mexicanas le permitieran volver a ingresar a México. D. nunca había oído hablar de alguien que lo hubiese intentado, pero parecía la única opción posible en un estrecho abanico de opciones muy sombrías.
El sol se estaba poniendo y la oscuridad se cernía con rapidez sobre el desierto. D. y yo acordamos que no abandonaríamos a Marta esa noche, sin importar el plan que tuviera, era demasiado peligroso para ella. Nos ofrecimos a acompañarla hasta el Puerto de Entrada y a estar presentes para apoyarla y defenderla si encontrábamos a alguien en el camino. Le explicamos que no podíamos llevarla en el auto, pero sí decir que la habíamos encontrado cuando estaba perdida (lo cual era cierto) y ahora quería regresar a México, y que la estábamos ayudando a encontrar el camino de regreso al Puerto de Entrada. Le pregunté cómo sentía su pierna y me dijo que ya podía caminar mejor; a regañadientes, aceptó que éste era el mejor plan y le reconfortó saber que la acompañaríamos.
Estábamos terminando la conversación cuando el cocinero salió de la cocina al final de su turno y se acercó para ver qué ocurría. Era un joven mexicano-estadounidense de Nogales, con familia en ambos lados de esa ciudad fronteriza; estaba muy preocupado por el destino de Marta y se ofreció a ayudarla como traductor. Le explicamos nuestro plan de acompañarla hasta la frontera y dijo que podíamos dejar los autos estacionados detrás de la cocina. Nos dio su número de celular para llamarlo después de que dejáramos a Marta y bajar a recogernos. Nos ofreció comida y agua para llevar. Marta se veía profundamente conmovida por su empatía. Le dio las gracias, recogió sus escasas pertenencias en la bolsa de la compra y partimos.
No llevamos linternas frontales porque no habíamos previsto una larga caminata en la oscuridad, pero una media luna estaba saliendo por el este, dándonos suficiente luz para seguir el camino de tierra más allá de los establos y los potreros. D. estimó que serían unos tres kilómetros hasta el Puerto de Entrada, pero a medida que el camino serpenteaba entre grupos de mezquites y colinas cubiertas de hierba, pudimos ver la estación del Puerto de Entrada, bien iluminada, resplandeciendo valle abajo, y parecía estar casi al doble de esa distancia. Caminamos en silencio de tres en tres, la grava crujía bajo nuestros pies y el suave aire de la noche era cálido como un aliento en nuestras caras. Se veía gran cantidad de estrellas y los pájaros nocturnos y distantes emitían gritos lúgubres, pero teníamos el camino de tierra para nosotros solos. Observé con atención a Marta en busca de signos de fatiga o cojera (había estado despierta, corriendo, toda la noche anterior), pero mantuvo un ritmo constante y cuando le pregunté cómo se sentía, dijo que estaba bien. Era fuerte.
Después de unos tres kilómetros llegamos a la carretera principal y giramos hacia el sur, caminando en fila india a lo largo del arcén hacia la estación del Puerto de Entrada, el cual se iba ampliando, poco a poco, sin que sus brillantes focos dieran ninguna pista sobre si seríamos bienvenidos allí. Marta caminaba entre los dos para ser menos visible en la vía pública. Y en efecto, a unos 800 metros más adelante, un camión de la Patrulla Fronteriza se acercó detrás de nosotros y redujo la velocidad. La ventana del copiloto fue bajada y un agente de la BP se inclinó y dijo: “¡Hola, amigos! ¿Qué hacen por aquí esta noche?”. Me puse delante de Marta para impedir que el agente la viera y D., que caminaba por detrás, se volvió y respondió lo más despreocupadamente que pudo: “Oh, sólo damos un paseo”. Al parecer, esto fue suficiente para el agente, quien subió la ventanilla y aceleró hacia la penumbra de la noche.
Seguimos caminando y llegamos pronto a las afueras de la pequeña ciudad fronteriza; había unas cuantas casas de un piso y remolques de una sola anchura. Pasamos por delante de un depósito de la Patrulla Fronteriza: varias dependencias sin ventanas, una torre de radio, una fila de camiones de la BP, blancos y verdes, estacionados detrás de una valla de alambre de espino, sin agentes a la vista. Llegamos al centro del pueblo, una aldea en realidad, un puñado de casas muy juntas, todas cerradas por ser de noche, con muy pocas luces encendidas y ni un alma en la calle. Unos cuantos perros ladraban con desgana desde las sombras de sus patios cuando pasábamos, eran los únicos signos de vida en el lugar. La gasolinera y la tienda estaban cerradas, oscuras y deshabitadas.
La carretera trazaba una curva en S, girando a la izquierda y luego a la derecha, para enderezarse justo antes de llegar al Puerto de Entrada; una estructura angular de acero color arena y encorvada sobre los dos carriles de entrada y salida de México. A unos cincuenta metros antes de la estructura del puerto, la carretera estaba bloqueada por una barrera pluma, del tipo utilizado para detener los coches en los cruces de ferrocarril, con rayas diagonales rojas y blancas a lo largo del brazo inferior. A ambos lados de la barrera había una valla de eslabones y la puerta estaba cerrada con candado. Al parecer, la frontera se cerraba por la noche.
Permanecimos junto a la barrera durante un buen rato y nos quedamos mirando el recinto del Puerto de Entrada. Había varios camiones estacionados en una isla entre las dos calzadas y varias dependencias, todas bien iluminadas. De hecho, todo el lugar estaba iluminado como un estadio de fútbol. Pero nada se movía, ningún ser humano aparecía; la escena era tan inerte como la ciudad que teníamos detrás. Parecía que una mano gigante hubiera construido un elaborado diorama y lo hubiera dejado caer en el desierto como espectáculo. Y en la parte trasera de la estructura del complejo, vimos el muro fronterizo, una densa hilera de columnas de acero oxidado de seis metros de altura que se estrechaban hasta convertirse en picos. Las columnas se extendían de este a oeste como un enorme peine oxidado que emergía de la tierra y desaparecía en la oscuridad más allá del resplandor de los focos del complejo.
Esto supuso un problema. No habíamos previsto que la frontera estuviera cerrada; aún no eran las 8:00 p.m. y habíamos supuesto que incluso un pequeño puerto de entrada como éste estaría abierto hasta medianoche, si es que cerraba. Nos apartamos de la barrera y nos sentamos en un terraplén de grava a un lado de la carretera para evaluar la situación. Si la frontera estaba cerrada, Marta tendría que esperar hasta mañana para intentar presentarse ante las autoridades mexicanas. Pero no podía esperar al borde de la carretera; con seguridad, la Patrulla Fronteriza pasaría por allí en algún momento de la noche, la descubrirían y la detendrían. Si se escondía entre los arbustos, quedaría expuesta al amanecer y la BP podría encontrarla de todos modos. Además, no conocíamos los alrededores de Puerto de Entrada y, aunque parecían tranquilos, no sabíamos quién podía estar al acecho: milicianos, traficantes u otras personas que pudieran hacerle daño. Nos comprometimos a quedarnos con ella hasta que pudiéramos conducirla a una situación segura, pero escondernos era una idea peligrosa. La única opción que quedaba, en la que D. y yo empezamos a pensar a regañadientes, era su entrega voluntaria a la Patrulla Fronteriza, con la vaga esperanza de que fueran más indulgentes al detenerla. Era una idea terrible.
Queríamos cruzar la barrera para acercarnos al recinto del puerto, echar un vistazo más de cerca y, quizás, encontrar a alguien que la dejara hablar con Inmigración Mexicana, pero temíamos activar alguna alarma que alertara a la Patrulla Fronteriza sobre nuestra presencia indeseada. Sin embargo, dadas las escasas opciones de Marta, decidimos arriesgarnos a intentarlo. Bajamos de nuevo hasta la barrera y pasamos por encima del brazo. Una pequeña luz de la valla metálica se encendió brevemente y luego se apagó. Subimos por el camino que se curvaba alrededor de un cuidado césped frente a la estructura del puerto y pasamos al recinto. Dentro, donde pasaban las carreteras, había varios camiones de distintas agencias: Aduanas, Inmigración, Patrulla de Fronteras; todos estacionados en lugares designados. Las cabinas de inspección estaban todas cerradas y nadie salió a interpelarnos. Finalmente, vimos un cartel: “Este Puerto de Entrada está cerrado entre las 8:00 p.m. y las 10:00 a.m.”. En la parte de atrás del recinto, una verja de seis metros de alto cruzaba la brecha del muro fronterizo por donde pasaban las carreteras. Marta no tenía forma de regresar a México.
Nos retiramos pasando por encima de la barrera de contención hasta nuestro trozo de grava en el terraplén de la carretera. Marta parecía derrotada, pero estoica. Le estaban arrebatando todas sus oportunidades, una a una. Nuestro plan para llevarla de vuelta a México parecía ahora bastante ingenuo. Entonces D. y yo le planteamos la idea de entregarse a la Patrulla Fronteriza. Ella suspiró y dijo que no lo sabía. Hubo un largo silencio, unos veinte minutos, mientras nos acuclillábamos en la grava. Finalmente, D. se levantó diciendo que sería más seguro que tuviéramos un auto allí, en caso de que algo saliera mal, y llamó al cocinero del rancho para ver si podía venir a recogerlo y llevarlo en busca del auto. Veinte minutos después, el cocinero llegó, fiel a su palabra, y llevó a D. de vuelta al rancho.
Después de que se marcharon, Marta y yo vimos cómo una familia de cinco jabalíes, cerdos salvajes del desierto con temibles dientes y ojos como los de Bambi, aparecían de repente en la oscuridad y se paseaban por el césped frente al Puerto de Entrada. Este extraño encuentro pareció interrumpir la ensoñación de Marta, y me aventuré a preguntarle qué pensaba ahora de su situación. Dijo que estaba preocupada, sobre todo, por su hija, y que tal vez lo mejor era que ambas estuvieran en el mismo lado de la frontera. No sabía muy bien qué quería decir con eso, pero unos minutos después sacó su teléfono móvil y me pidió que la ayudara a borrar de la memoria los números de sus familiares y amigos en Estados Unidos. Tardé un momento en darme cuenta de que se estaba deshaciendo de cualquier dato que el ICE pudiera utilizar para localizar a sus seres queridos indocumentados cuando le quitaran el teléfono en el centro de detención. Me dijo que no pasaba nada, que había memorizado los números más importantes.
D. regresó en su auto y le volvimos a preguntar amablemente qué pensaba de entregarse. Respondió: “estoy muy cansada, necesito dormir un poco, sí, puedes hacer la llamada”.
D. hizo varias llamadas en su intento por encontrar a alguien dentro de la burocracia de la Patrulla Fronteriza que pudiera atender su petición de venir a recoger a una mujer migrante que quería entregarse a la custodia. Finalmente respondieron, explicó la situación en los términos más sencillos posibles y dio nuestra ubicación. El agente al teléfono dijo que enviarían a alguien enseguida. Tardaron casi una hora y, mientras esperábamos, bromeamos con amargura sobre el hecho de que la Patrulla Fronteriza se las arreglaba para aparecer mucho más rápido cuando no la esperabas. Hasta Marta soltó una carcajada.
El agente llegó, por fin, a nuestro terraplén en su camioneta blanca y verde, se bajó y nos miró con curiosidad. Claramente era hispano, y su español era el de alguien que se crio en un hogar en el que sus padres o abuelos hablaban español, aunque el inglés era sin duda su lengua materna. No era tan agresivo ni arrogante como otros agentes de la BP que había visto, pero no perdió tiempo en interrogar a Marta: “¿Entró usted de manera ilegal en Estados Unidos?”. Ella no pareció entender la pregunta: “Acabo de llegar de allí”. Señaló el muro fronterizo. Él repitió su pregunta y ella dio una respuesta similar. Dieron varias vueltas, mientras D. y yo observábamos en silencio. Luego, preguntó: “¿Tiene papeles?”. “No”, respondió ella. “Pues entonces voy a tener que detenerla”.
Le pidió a Marta sus datos personales: nombre, fecha de nacimiento, país de origen, y luego le dijo: “Voy a tener que revisarte en busca de pistolas y cuchillos. ¿Algo peligroso?”. Ella negó con la cabeza. La obligó a poner los brazos en el lateral del camión y la cacheó; quizá con más reserva de la que habría tenido en otras circunstancias porque lo estábamos observando con atención. Nos preguntó nuestros nombres y sólo le dijimos los de pila, lo cual pareció satisfacerle. Le preguntamos adónde la llevaba y nos dio la dirección de un centro de detención en Tucson. Nos dejó darle la jarra de agua que llevábamos y le estrechamos la mano antes de que subiera al compartimento sin ventanas de la parte trasera del camión y él cerrara la puerta. No recuerdo si le dije adiós o buena suerte, o si ella me dio las gracias, porque todo lo que pude sentir en ese momento fue la sensación de formar parte de una enorme máquina inexorable que despoja a la gente de sus seres queridos y sus aspiraciones, y que por mucho que haya intentado resistirme a la maquinaria, aquí estaba yo esa noche, guiando a una mujer hacia un vehículo de las fuerzas del orden para que se la llevaran y la acusaran del delito de ser un ser humano que deseaba con desesperación una vida digna para su familia. Volvimos a sentarnos en la grava y vimos cómo el camión se alejaba, serpenteando por el pueblo y, luego, en línea recta por la autopista bajo la bóveda del cielo nocturno del desierto, directamente hacia la Estrella Polar.
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Traducción: María Del Castillo Sucerquia.