Sobre La llamada, de Leila Guerriero
Por
Paula Andrea Marín C.
Yo me prometí que, si conseguía salir de ahí, el único homenaje que podía hacerles a los que no tuvieron la misma suerte era tener una buena vida.
Silvia
Labayru. La llamada.
Estos tipos [los militares de la dictadura condenados] están más convencidos que nunca de que el único error que cometieron fue habernos dejado vivos.
Silvia
Labayru. La llamada.
Quiero encontrar tantas facetas como sea posible para contar esta historia, y escribir un texto sin reduccionismos.
Leila
Guerriero. La llamada.
Soy una enorme bacteria perturbadora en la vida de un montón de gente que había dejado esta historia atrás.
Leila
Guerriero. La llamada.
En Colombia, no nos queda difícil
entender sobre desapariciones forzadas, sobre secuestros, torturas y
asesinatos. Sin embargo, no es fácil encontrar un punto de vista distinto para
narrar, para hacer memoria sobre estos hechos, sobre todo, cuando estamos hablando
del ejercicio periodístico. Leila Guerriero me salvó la vida hace veinte años,
cuando leí uno de sus textos en la revista El Malpensante y, desde entonces, no
he dejado de leer lo que publica, así ahora -20 años de lectura y de escritura
después- pueda jugar a ser su editora y decir: “Aquí se te pasó la mano con la
extensión”, porque a la Leila de los últimos cinco años, en sus dos últimos libros
(Opus Gelber y La llamada; exceptuando La
otra guerra), le pasa un poco lo que nos pasa a manudo a las investigadoras
e investigadores: no queremos dejar por
fuera ninguno de nuestros hallazgos, ningún detalle del que sospechemos que
será importante para la comprensión de lo que tratamos de explicar, mostrar.
Este año apareció La llamada, un retrato de Silvia Labayru,
mujer argentina que perteneció al grupo Montoneros (para ella, el único grupo
con verdadera relación con las clases populares), durante el inicio de la
dictadura militar (1976) y que, durante una de las operaciones del grupo, fue
secuestrada, torturada y violada por los militares, y retenida en la ESMA
(Escuela de Mecánica de la Armada), un centro clandestino de detención, durante
un año y medio; en 1978, viajó a España y allí fijó su residencia, su exilio.
Silvia, de 20 años entonces y casada, estaba embarazada y tuvo el parto durante
su secuestro, sobre la misma mesa en la que fue torturada. La niña fue
entregada a sus abuelos paternos, que habían perdido a una de sus hijas,
también perteneciente a Montoneros.
En 2010, en Argentina, la violencia
sexual dejó de hacer parte del rubro “torturas y tormentos” y pasó a ser un
delito autónomo. En 2014, Labayru y otras dos mujeres fueron las primeras en
denunciar los crímenes de violencia sexual de los que fueron víctimas en la
ESMA y en 2020 comenzó el juicio del que hubo sentencia en 2021. Por esta
razón, Labayru apareció en la prensa ese año, luego de décadas de no conceder
ninguna entrevista. Así apareció en el radar de Guerriero.
Durante la dictadura militar
argentina, desaparecieron 30.000 personas, cuyos cuerpos, en muchos casos, fueron
quemados dentro de la ESMA o arrojados desde aviones al Río de la Plata. De las
secuestradas, solo sobrevivieron menos de doscientas; una de ellas fue Labayru.
Hay aquí un giro en la historia de víctimas y victimarios, de mártires, héroes,
heroínas y culpables: quien sobrevive –sin haber sido rescatado o sin haberse
escapado- se convierte para siempre en sospechoso o, en este caso, en
sospechosa. ¿Qué habrá hecho para que la dejaran salir? ¿A quién habrá
delatado, traicionado? Y, en el caso de Silvia, además, entran en juego desconfianzas
referidas a la clase social de la que provenía y a su belleza: ¿Con quién se
habrá acostado para que la dejaran salir? Con esta sospecha de ser colaboradora
del “enemigo”, Labayru ha sido vista toda su vida.
Silvia fue escogida junto con otros
secuestrados para conformar lo que los militares llamaban un “proceso de
recuperación”, en términos ideológicos, que incluía, entre otras tareas, acostarse
con un oficial para demostrarles a los militares que no los odiaba (esto
repetido varias veces, incluyendo la obligación de acostarse también con la
esposa de uno de ellos). Montoneros, el Ejército Montonero fue un
grupo de extracción peronista, inspirado también por la Revolución cubana, convertido
luego en una de las guerrillas armadas que había en el país para combatir la
dictadura (de orientación de derecha, anticomunista). Labayru era hija de un
militar de alto rango y estudiaba en uno de los mejores colegios (público) de
Buenos Aires, en donde se movían las ideas de izquierda; era de piel, pelo y
ojos claros, y todos, absolutamente todos los que la conocieron en la época y cuyos testimonios recoge Guerriero en el libro lo repiten una y otra vez: tenía
una belleza arrolladora (y una sexualidad muy libre).
No es errado pensar que en la
elección que le salvó la vida a Silvia hayan influido razones de clase y de
racialización, así como un hecho puntual: el que los militares hayan llamado a
casa de los padres de Silvia y el padre haya pronunciado la frase que la salvó:
“¡Montoneros hijos de puta!”. Había, pues, esperanza en que esta hija de “buena
familia” se recuperara y no volviera a militar en ningún grupo rebelde. Si
Silvia no aceptaba la proposición de los militares, su vida, por supuesto,
estaba en peligro, así como la de su hija. Por orden de los militares y para
salvaguardar su vida, Silvia participó en la redacción de documentos falsos:
informes políticos y notas de prensa para limpiar la imagen de la dictadura en
los medios; también tuvo que participar en una operación en contra de las Madres de Plaza de Mayo. De nada vale que cada uno de los que esté leyendo esto o, mejor,
que cada uno de quienes lea el libro de Leila se ponga en el lugar de Silvia:
¿Qué hubiéramos hecho? No lo sabemos, nunca vamos a saberlo, porque todas las
suposiciones se hacen desde un lugar errado y soberbio: el nuestro. Para
comprender al otro o a la otra hace falta un ejercicio exigente de entendimiento
de sus razones, de sus actuaciones, ejercicio difícil que casi nadie está
dispuesto a hacer más allá de la empatía superficial; ejercicio que personas
como Guerriero asumen, aún a riesgo de que siempre falte una pieza. ¿Quién
tiene derecho a cuestionar lo que hace alguien para sobrevivir? ¿Qué precio
paga quien tiene que escindirse de sí mismo para sobrevivir, quien tiene que crear
un personaje para sobrevivir, quien tiene que blindarse emocionalmente para
sobrevivir?
Hace semanas que terminé el libro y
me sigo preguntando cada cierto tiempo: ¿Cómo se puede seguir después de una
experiencia como la de la ESMA, después de las torturas, las violaciones, el
proceso de “recuperación”? Se necesita mucho amor a la vida para lograrlo y eso
es, precisamente, lo que rezuma (¿o finge rezumar?) Silvia en todo el libro, en
todas las conversaciones con Leila: alguien que siempre tiene una lista larga
de cosas por hacer, alguien que siempre está en movimiento, alguien que
entiende que la vida va hacia adelante, alguien que ama, de nuevo, a sus
sesenta años y que sabe que puede ser la última vez, alguien a quien hace mucho
tiempo dejó de importarle la opinión de los demás. Pero también: alguien que se
atrevió a ser crítica con sus elecciones (en un medio donde la autocrítica con
las decisiones políticas puede ser usada como arma por el otro bando), con los
métodos violentos de los Montoneros, que terminaron siendo útiles para
justificar la represión “monstruosa” e incomparable del Estado, con la dirigencia
de los Montoneros, que no se ocupó de los militantes, que esperaba “mártires
cristianos”, que los expuso y no los cuidó, más allá de entregarles una
pastilla de cianuro, en caso de que los atraparan, alguien que se alejó de la
militancia para siempre, alguien que ya no cree en la revolución, aunque sí en
la izquierda, alguien a quien ya no le interesa participar en política, alguien
que denunció lo que nadie había denunciado hasta entonces, alguien que vive de
las rentas de sus propiedades y de su trabajo como analista de mercado, alguien
que por sus gustos podría ser reducida al simple “burguesa”, alguien a quien si
uno se encuentra en la calle le va a decir: “Tú qué me vas a decir”.
Como los otros libros de Leila,
este también es una escuela de investigación y de escritura. Alguien le
preguntó a Leila con qué criterio elige las historias que va a investigar, que
va a narrar, que va a escribir; ella responde: “Una abstrusa y soberbia
necesidad de complicarse la vida y, al final, vencer. O no”. Me gusta mucho,
muchísimo esta respuesta porque elide cualquier muestra de falsa filantropía.
Hace poco comprendí que yo hago lo mismo: ¿Cómo escojo mis temas de
investigación? Una abstrusa y soberbia necesidad de complicarme la vida y, al
final, vencer. O no. Lo hago por mí, para mí, antes que nada, antes de todo.
Puede que eso luego le sirva a alguien (ojalá lo lea alguien), sirva para algo, pero lo principal ya
habrá sido hecho, ya se habrá cumplido: la soberbia y abstrusa necesidad de
complicarme la vida tratando de entender algo o a alguien.
- Leila Guerriero. La llamada. Un retrato. Barcelona: Anagrama, 2024.