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Por Gustavo Agudelo
El otro día hablando con Francisco, mi mejor amigo, me contó que no sé dónde había leído o escuchado a un especialista afirmar que los acontecimientos de las últimas décadas daban señales claras de que el imperio yanqui estaba llegando a su fin. No en cuestión de días o años; el fin de un imperio bien puede tomar siglos aunque la estocada final ya esté dada. En ese momento recordé mis lecturas sobre el comienzo de la Edad Media, la caída de Roma a manos de Odoacro, Agustín, Jerónimo, Boecio y Asimov (cuya Trilogía de la Fundación está inspirada en la caída de Roma) y pensé que muchos de los seres humanos que habitan las postrimerías se han sentido afortunados por participar de manera activa en hechos que humanos de otras épocas sólo soñaron: la muerte y renuncia de un papa, la crisis del capitalismo como sistema económico sostenible, una peste que nos encerró, enseñándonos lo vulnerables que somos como especie, lo solos que estamos y lo cerca que tenemos el fin del mundo si seguimos insistiendo en el especismo, la vanidad y el egocentrismo.
Tal vez esos seres humanos tengan razón, pero no hay que olvidar que si bien la renuncia de Benedicto XVI fue mucho más rara que la muerte de Juan Pablo II por el simple hecho de que morirse es el destino de todos y renunciar una decisión personal, ésta ya la habían tomado cuatro papas antes de que a Ratzinger se le ocurriera. La crisis del capitalismo responde a la volatilidad de todo sistema económico que convierte los medios en fines, abusa de los recursos y carece de una distribución equitativa de la riqueza, lo que la asemeja a la crisis del feudalismo en la Baja Edad Media; de la peste y la soledad ni hablar porque desde Tucídides y Plinio el joven sabemos lo expuestos que estamos a los virus y comprendemos que la soledad es parte intrínseca de la condición humana. ¿Dónde encontramos consuelo en un mundo que se va al carajo? Ockham diría que no hay que darle tantas vueltas al asunto y optar por la respuesta más simple, pero lo cierto es que el postulado del filosofo medieval requiere de la existencia de una igualdad de condiciones y el mundo que habitamos está lejos de ser equitativo. No siempre la respuesta es la más simple.
Boecio tiene mucho que decirnos a los habitantes de este siglo sobre cómo hacer frente a una crisis. Condenado en Pavía después de una brillante carrera política e intelectual (traductor de Platón y Aristóteles), encontró en el conocimiento y la reflexión filosófica la fortaleza para hacer frente a una condena (defendió a su amigo Albino de una acusación de traición que lo convirtió a sí mismo en sospechoso) que le terminaría costando la vida. Fue el primer filósofo en intuir que estaba viviendo en una nueva época, aferrándose a la tradición como una manera de sortear la incertidumbre del futuro. A mí la actitud de Boecio me gusta. Uno debería mirar al pasado y no al futuro puesto que en el primero encontramos todo lo que hemos sido como humanidad, nuestros triunfos, fracasos e incertidumbres, en los que podemos indagar, escudriñar en busca de pistas, señales, paralelos que nos permitan proyectarnos hacia el mañana sostenidos por la sólida base de la tradición. No se trata de una reproducción del pasado en forma de bucle infinito, sino una discusión crítica con los hechos que nos precedieron, nos formaron y la manera en que pueden darnos luces o advertencias; es decir, una dialéctica. El pasado como oráculo. Ahí están Orwell, Andrić, Asimov y Le Guin como ejemplos para mortales.
Lo curioso de todo esto es que ahora ocurre a la inversa. ¿Somos mejores, digamos, que un habitante del siglo I d. C o de la Atenas de Pericles? Volvemos al pasado ya no en términos de discusión y confrontación, sino con una mirada paternalista, enjuiciadora, envuelta en cierto aire de superioridad. Ay, pobrecitos, es que eran unos bárbaros. Como si el hecho de sabernos los últimos nos diera algún tipo de autoridad bajo la falsa idea de progreso. Insistimos en reflexionar sobre lo incierto, apuntamos nuestra mirada a lo que no conocemos, prescindiendo de bases críticas porque decidimos quemar las naves del pasado como dicen que hizo Cortés cuando pisó tierra y puso rumbo a Tenochtitlán. Hay que seguir hacia adelante, mirar al pasado no es una opción y así nos va. Nos encanta exponernos, meditar sobre el abismo olvidándonos del sabio aforismo de Nietzsche. Hay cierta actitud filistea en defenestrar el pasado. La incertidumbre, la angustia y la ansiedad con la que abordamos el futuro tal vez sean reflejo de lo que ahora mismo somos como especie y de la relación que hemos construido con la historia que nos precede. Creo que el futuro es una proyección de lo que somos. Sin el pasado, el futuro no es más que el reflejo del presente en un espejo roto. Hay una nueva mirabilia medieval, aunque en esta ocasión el mundo que imaginamos ya no nos sorprende, sino que nos aterra. Bauman nos mira de reojo, sonríe con amargura y exclama, ¡se los dije!
Boecio y la cultura aimara lo entendieron a la perfección. Lo que está frente a nosotros es el pasado porque lo conocemos, podemos verlo, aprehenderlo, discutirlo, confrontarlo, encontrar consuelo, incluso; el pasado tiene la virtud de haber sido un lugar habitado, al que podemos interrogar para comprendernos mejor. El futuro queda a nuestras espaldas porque no lo conocemos, no sabemos nada de él y pretender transitarlo a ciegas es tan absurdo como un espeleólogo que entra a una caverna y no hace uso de la linterna que lleva en el maletín. Lo lineal está muy bien para las matemáticas, no para la vida. Tampoco es una cuestión que deba asustarnos hasta llegar a la parálisis. Vivimos tiempos de transición. Todo parece indicar que la humanidad está frente a una encrucijada, lo que nos da una nueva oportunidad para redirigir nuestros destinos, cuestionarnos lo que queremos ser y redefinirnos. No está mal reconocernos en una crisis puesto que, bien que mal, la humanidad ha sabido sortear momentos difíciles a lo largo de su existencia sobre el planeta y aunque en la discusión auspiciada por Eco en los ochenta del siglo pasado me identifico menos con los apocalípticos que con los integrados, también reconozco que hay una sensación de derrota, de estancamiento, y la incertidumbre parece cernirse como una espada de Damocles sobre nuestras cabezas. Quizá no haya otra manera de afrontarla que encarando la paradoja de volver la vista atrás, pero con la mirada bien al frente.
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