Noun Robot || Wikimedia Commons |
Por Gustavo Agudelo
Hace poco vimos la noticia de que Elon Musk, el multimillonario propietario de la red social X y de Tesla, presentó al mundo el prototipo de unos nuevos robots humanoides que prometen ser autónomos. El debate no tardó en hacerse público, encabezando las portadas de la sección de tecnología de los diarios más prestigiosos del mundo e incluso, Alex Proyas, el director de “Yo Robot”, acusó a Musk de plagiar el diseño de sus robots cinematográficos. Cito a Musk (a quien muchos ven como una especie de Tony Stark salvador pese a que a mí me da todo el aire de Lex Luthor y le temo) no porque quiera hablar aquí de sus invenciones y propósitos, sino para reflexionar sobre un tema mucho más amplio, el de la inteligencia artificial. Creo que muchos de los que crecimos en la década del noventa no podemos separar la expresión “inteligencia artificial” de la figura de Schwarzenegger en la saga de “Terminator” de James Cameron. Schwarzenegger tiene un enorme y muy respetable cartel (“Mentiras verdaderas” encabeza como favorita) pero, al menos para mí, su nombre siempre estará ligado a unas gafas oscuras, una chaqueta de cuero y una Winchester 1887 que recargaba en el acto. Los que crecimos viendo películas de ciencia ficción sentimos recelo hacia cualquier invento que apunte a una inteligencia cibernética porque a estas alturas ya existen seis películas que explican por qué eso es una mala idea. No sé. Es como si de un día para otro a un grupo de científicos les diera por darle al mundo la buena noticia de que han logrado clonar a un dinosaurio. No es miedo al cambio o a la innovación, es simplemente sentido de supervivencia.
Ya fuera de bromas, diré que a mí la expresión inteligencia artificial me produce cierta desazón. En primer lugar, porque asocio la inteligencia no sólo con la habilidad de resolver problemas. En ese sustantivo está condensada nuestra capacidad de asombro, nuestra sensibilidad hacia lo bello y trágico que nos rodea y, en general, a nuestra facultad de comprender y trascender el mundo que habitamos. Es decir, la inteligencia como una capacidad innata del ser humano, como algo natural. Asocio la inteligencia con expresiones como soledad, amor, felicidad, miedo, tristeza o esperanza. Decir inteligencia artificial es, por tanto, un oxímoron. En segundo lugar, y esto Asimov y luego Alex Proyas lo entendieron a la perfección, la inteligencia está vinculada de manera estrecha a conceptos como ética y moral. Una de las mejores escenas de “Yo, Robot”, ¡cuidado, alerta de espóiler! Es cuando el detective Spooner revela que, después de que el conductor de un camión perdiera el control, embistiera dos vehículos (el auto de él y el de un padre con su hija) y los arrojara al río, un robot intenta rescatarlos y “decide” salvar al detective porque era quien tenía más posibilidades matemáticas de sobrevivir. Lo que dice el protagonista después de contar lo ocurrido refleja uno de los puntos de mi discusión. Spooner afirma que a diferencia de un robot, que sólo actúa a través de programación algorítmica moviéndose por estadísticas y probabilidades, un ser humano hubiera tenido claro a quién salvar. La escena de “Yo, Robot” (2004 y basada en la obra del gran Asimov) deja entrever que son las cuestiones éticas las que nos separan de las máquinas. Somos humanos en tanto somos sujetos éticos.
La ética es una invención de la humanidad, como la interpretación, los símbolos, la pintura rupestre, la escritura, la Acrópolis y el Coliseo, Machu Picchu, las grandes catedrales góticas, el libro y la imprenta; un ser humano compuso la Suite para orquesta No 3, escribió “Las olas” y “Una habitación propia”. Hemos transitado por la tierra desde hace por lo menos 120.000 años, logrado sobrevivir y perdurar porque apostamos por la compasión, la solidaridad y la esperanza. Somos una especie débil, tardamos entre nueve y doce meses para aprender a dar nuestros primeros pasos y dependemos por entero del otro para existir. Necesitamos, dice Mèlich de “esferas de protección” para sobrevivir. Paradójicamente, en nuestras vulnerabilidades está todo lo que nos representa como humanos. No hay duda de que la inteligencia artificial es útil y mis estudiantes pueden dar fe de ello. Es innegable que su uso y aplicación ha potenciado múltiples avances en el campo médico que han contribuido al bienestar de la humanidad. Gracias a la IA hemos vuelto a escuchar a Los Beatles. Incluso, la discusión ética derivada de la existencia de las IA ha contribuido a renovar el interés por los estudios en humanidades, la reflexión misma sobre la existencia y el espíritu humano, aspectos que parecían haberse solidificado en certezas o eran tratados como “temas vistos” y me recuerdan un poco a lo que señala Heidegger en la introducción de “Ser y tiempo” cuando dice que lo que antes le quitaba el sueño “al filosofar de la Antigüedad”, hoy parece algo claro y comprensible, tanto que preguntarse por ello de nuevo es considerado necedad o “error metódico”. Nunca como ahora había sido tan necesaria la lectura de Dostoyevski.
Más allá de todo esto, de las visiones findelmundescas de unos y otros, creo que la IA no es más que otra de nuestras invenciones (ni la mejor, ni la peor) y está bastante lejos de suplirnos o de ponernos en jaque. ¿Puede una IA aconsejar a un estudiante desesperado que se acerca al final de clase a pedir consejo o ayuda porque no sabe cómo seguir adelante en medio de la incertidumbre de la existencia? ¿Está en capacidad el algoritmo de replicar el orgullo de una madre ante los éxitos de su hija? ¿Es posible que una IA se arrepienta de hacerle daño a sus seres queridos? Los limites entre la inteligencia humana y la artificial están atravesados por la ética. La autonomía que prometen los robots de Tesla no tiene nada que ver con lo que esa palabra significa para nosotros. Kant hizo de la autonomía uno de los fundamentos de su ética filosófica, vinculándola con la razón y la consciencia de nuestras acciones. Así, la autonomía humana está asociada a la toma de decisiones, al discernimiento que surge de la vida en comunidad, de la experiencia vital y de la otredad. Robinson Crusoe no sería la gran novela que es sin la aparición en la isla de Viernes. Más allá de la propaganda civilizadora que subyace al libro de Defoe, la relación de Robinson con Viernes complejiza el mundo porque implica el enfrentamiento de dos marcos de pensamiento diametralmente opuestos (pienso ahora en Popper y “El mito del marco común”)poniendo en marcha todos los resortes emocionales que nos hacen ser lo que somos. La otredad, la experiencia del otro, que entraña de igual manera la consciencia de sí mismo, no es algo que una inteligencia artificial pueda replicar.