domingo, 3 de junio de 2018

El dibujante libre, por Saúl Alvarez Lara

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Por Saúl Álvarez Lara. Escritor, editor, pintor, ilustrador, diseñador. Escribe semanalmente en el weblog lamarginalia.com algunas piezas de orfebrería que él llama "los avatares de la ficción en el mundo real".
Una noche, bajo el cielo poblado de estrellas, Draison Murillo se encontró en libertad. Esa noche como todas las noches durante los últimos siete años y medio el frío seco del altiplano cundiboyacense calaba hasta los huesos. En los alrededores de la cárcel de Cómbita, en Boyacá, solo había soledad y sombras recortadas por la luz de las estrellas. Fue la primera y la última vez que Draison echó una mirada a lo que había al otro lado de los muros del penal, entonces escuchó el ruido de la puerta a sus espaldas. Estaba libre y sintió miedo, quince años de su vida quedaron al otro lado de esa puerta. Le hizo falta la cobija de dotación que le había servido de ruana para protegerse del frío de la celda en las noches o del frío del patio durante el día mientras pasaba las horas dibujando. Horas preciosas que le sirvieron para rebajar en seis años la pena a la que había sido condenado. Quince años después, con la puerta de la prisión cerrada a sus espaldas Draison estaba a punto de arrancar de nuevo, no llevaba nada con él, solo una muda de ropa y el dinero que había recibido de sus familiares para el viaje de regreso a Medellín; todo, absolutamente todo, incluidos más de doscientos dibujos entre retratos de sus compañeros o de sus familias, retratos de Cristina su mujer y dibujos de otros temas que rondaban su imaginación quedaron al interior de los muros de la prisión. Era cierto, Draison iba a comenzar de nuevo. Iba a reunirse con Cristina la mujer que lo acompañó en la distancia durante más de diez años, la mujer que conoció en los patios de la cárcel Bellavista cuando ella iba a visitar a su hermano y se enamoraron. A pesar de que el dibujo siempre fue su mayor afición, en Bellavista donde estuvo recluido siete años y medio, no dibujó, trabajó en un caspete desde las cinco de la mañana hasta las nueve de la noche lavando platos y mientras lavaba ponía cuidado a cómo hacían los que cocinaban; un domingo el cocinero amaneció enfermo, Draison dijo que él podía reemplazarlo, lo hizo y de ese día en adelante el puesto fue suyo. Cocinar es un oficio que no está lejos de dibujar, requiere ingenio, habilidad y talento. Sin imaginar lo que vendría, Draison volvía a su afición de niño por el dibujo; la cocina es un arte, como el dibujo; además, trabajar en el caspete le permitía comer lo que cocinaba para los internos que tenían con qué pagar y evitaba ir al “bongo” donde la comida era igual de mala para todos: arepas crudas; sopas hechas con ingredientes desconocidos; carne dura como suela de zapato y café con pinta de agua de radiador.

Hasta que un día, quizá porque llevaba mucho tiempo en Bellavista y ya era hora de cambiar, lo agregaron a una lista de remisión, lo subieron encadenado con otros detenidos a un avión Hércules de la Fuerza Aérea al que habían quitado las sillas y le traqueaba hasta la pintura, lo amarraron al piso del fuselaje y lo llevaron a la cárcel de Cómbita donde estuvo recluido hasta la noche estrellada en que cerraron las puertas a sus espaldas, quedó en libertad y todo recomenzó, pero distinto. Draison dedicó los años pasados en Cómbita a dibujar, a mirar, a separar unos hechos de otros, a entrar en el interior de quienes retrataba; había cambiado y estaba listo para registrar sus vivencias en el dibujo.
Cuando llegó a Cómbita todo estaba cubierto aun por el polvo de la construcción recién terminada. Recibió el “chanchón” anaranjado de los internos marcado CD845, su número de ese día en adelante; recibió unas botas pesadas e indomables conocidas como las “Ricky Martin” y compartió celda con tres reclusos más. El clima en Cómbita es frío, menos de cinco grados bajo cero en las mañanas y en las noches tres o menos. A las cobijas de dotación les abrían un hueco en la mitad para usarlas como ruanas pero como no podían sacarlas de la celda se envolvían en ellas y salían al patio sin que los guardias lo notaran. Durante los años que vivió en Cómbita Draison pasó por la ducha de agua helada a las cinco de la mañana y salió al patio hasta las cuatro de la tarde, hora de volver a la celda, todos los días. A las ocho de la noche apagaban la luz y la cárcel dormía; todos menos Draison que, instalado en un rincón de la celda donde llegaba un reflejo del pasillo, dibujaba hasta el amanecer.

Un día, recién llegado, se encontró con otro recluso que también dibujaba y le dejó ver sus dibujos. Draison pensó: yo también puedo hacer dibujos así. Y empezó a dibujar. El primero, fue un retrato a lápiz de Cristina que quedó con un ojo más abajo que el otro, un compañero le hizo caer en la cuenta y lo repitió hasta que logró hacerlo bien; estaba entusiasmado, había vuelto a su afición de antes pero conseguir el permiso para tener lápices y papel en Cómbita no era fácil; sin embargo cuando algo va a suceder, sucede: estudiantes de la Universidad Pedagógica y Tecnológica de Colombia de Tunja, UPTC, propusieron clases de dibujo en los programas de adaptación y trabajo para los reclusos. Draison se inscribió, logró tener acceso a los materiales y también, por horas estudio y trabajo, redujo seis años de la pena impuesta.
El retrato de Cristina fue el primero. Un día un compañero le encargó el retrato de la mujer y el hijo a partir de una fotografía, Draison aceptó y recibió veinte mil pesos en mecato del expendio  como pago, porque en las cárceles no se puede manejar plata. Yesid Arteta, un recluso de las FARC, le encargó el retrato de Albert Camus, también a partir de una fotografía. Draison no sabía que el hombre de la foto era el autor de El extranjero, ganador del Premio Nobel, sin embargo hizo el retrato. El señor Arteta quedó a gusto y le pagó con una dotación de útiles de aseo. Otro recluso, ya mayor, le pidió que dibujara un gallo entre sus manos y después un muchacho quiso que hiciera su retrato. Cuando tuvo fama de dibujante, Draison que siempre dibujó a lápiz, se instaló con un compañero que dibujaba al pastel en un lugar del patio donde los internos se acercaban y les pedían que los dibujaran en una u otra técnica, ellos escogían, y al final pagaban con mecato del expendio. Unos retratos tenían más trabajo que otros, los más difíciles requerían tiempo y calma para lograr la expresión; a pesar de las dificultades Draison alcanzó a hacer un buen número de dibujos y retratos de personajes de la vida nacional que copiaba de fotografías, también dibujó mujeres desnudas y escenas religiosas; su celda era una galería de arte con los dibujos expuestos en las paredes pero los inconvenientes con los guardias que, durante la requisa, los arrancaban y los dañaban fueron frecuentes. Más de treinta dibujos de pliego y una innumerable cantidad de retratos y otros dibujos se quedaron, se perdieron dice Draison, porque la noche en que la puerta del penal se cerró a sus espaldas, solo llevaba una muda de ropa como equipaje.

En la terminal de transportes de Medellín, pidió a los parientes que lo recibieron que fueran derecho a la casa, estaba asustado. El taxi que los llevó se metió casi hasta la sala porque Draison no quería que lo vieran. Dos meses estuvo sin salir a la calle y si alguien iba de visita se escondía. La calle lo asustaba. La gente del barrio lo saludaba pero él no reconocía a nadie y cuando lo invitaban a una media en la esquina decía: listo, pero en la casa. Sin embargo, el tiempo pasó, la confianza volvió de a pocos y la memoria de lo vivido aquellos quince años se convirtió en dibujos donde la soledad, la angustia, el dolor de la reclusión, la humillación, el deseo de morir y la muerte están presentes. Este recomenzar que Draison tituló: “Pelea, crimen y castigo” se compone de doce dibujos a lápiz con títulos evocadores: “Cartas a Cristina” representa la decepción del hombre que abandonado por el amor decide matarse pero no sabe cómo. “Requisa” muestra la humillación a la que es sometido el recluso desnudo bajo la amenaza del guardia y el perro que lo acompaña. “¿Quién mató a Bocanegra?” ilustra un ajuste de cuentas entre presos porque el llamado Bocanegra delató una caleta a los guardias. “Libertad para un amigo” es el momento de la visita al amigo muerto: morir es, casi siempre, la única manera de salir libre. “Pecho de águila se ahorcó en su celda” es la confirmación del desespero de un hombre que intentó el suicidio de varias maneras hasta que al fin lo logró. “Una hora de sol” representa el poco tiempo de luz y aire, una hora cada día, para estirar las piernas en el patio. La “Visita conyugal” dura cuarenta y cinco minutos, ni uno más ni uno menos, es una visita con amor pero de afán, casi una violación. “La fuga” es el intento de unos muchachos por lograr lo imposible abriendo un hueco en el muro pero los pillaron. Draison presentó tres de estos dibujos a la Quinta Convocatoria del Salón de Arte Popular de la Fundación BAT y ganó el segundo puesto, recibió un premio en dinero, un libro y la posibilidad de hacer parte de la exposición itinerante en las principales ciudades del país.
Conversé con él mientras almorzábamos sierra frita, arroz con coco y guandolo en un corrientazo de la Plaza Minorista donde trabaja con su madre y un hermano en el puesto de plátanos del primer piso. Ahora dibujo por las tardes porque en las mañanas trabajo aquí, dice. Le pregunté qué dibujaba en ese momento. Terminé “Habitantes de mi calle” un tríptico que voy presentar en una próxima convocatoria, dijo; hizo una pausa y agregó con una sonrisa: … todavía me faltan muchos temas por dibujar…
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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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