Pity
era un chico raro. Lo conocí en diciembre de 2004 en mis épocas de escort por
las calles de Chapinero bajo. Pity venía de Medellín y era hijueputamente bello
como solo los paisas saben serlo. A pesar de que estábamos a inicios del nuevo
siglo, él insistía en vestirse al estilo de los New Kids On The Block, “el
mejor grupo del mundo”, como solía decirme siempre con su voz aromatizada de
yerba.
No
hablaba con nadie más, solo conmigo; decía que el resto de los que hacían la
calle en esa zona eran unos pirobos de mierda.
-¿Pity,
y yo que soy?-, le preguntaba luego de beber de su inseparable botella de ron
Medellín.
-¿Vos?
Costa, sos una chimba.
Por
esos días, andábamos juntos subiendo y
bajando las calles, hablando cuanta mierda se nos cruzara por la cabeza hasta
que nuestra charla era interrumpida por algún cliente que nos metía en su carro
urgido de una mamada o un polvo express en algún motelito de los alrededores.
Pity
tenía los ojos del color del té recién hecho, y su cara era una mezcla de
hampón y angelito de cerámica, de esos que obsequian de recordatorio en las
primeras comuniones.
Una
vez nos encontramos por accidente en el jardín interior de una residencia por
los lados de la iglesia Lourdes. Ya casi amanecía cuando salí de la habitación
a fumarme un cigarro, dejando a mi acompañante roncando como un cerdo. Al
instante, Pity emergía de una de las piezas del lugar con un litro de su amado
ron.
-Gracias-,
dije al generoso y humano gesto de extenderme la botella de trago.
-Ven,
mira-, me dijo tomando mi mano y llevándome hasta la puerta de entrada al cuarto
donde él había pasado la noche.
Sobre
la cama, un hombre corpulento yacía desnudo boca abajo, parecía un rinoceronte
herido por un dardo tranquilizante. Luego Pity sacó de su cartera un puñado de
dólares que abanicaba con deleite.
-Vamos
a gastarnos esto tú y yo-dijo él.
-Mi
amigo pagó hasta el mediodía-, le dije.
-Deja
a ese pirobo allí y te vas conmigo.
El
sol nos pilló caminando en busca del Centro, empinando la botella cada tanto y
riéndonos de cualquier estupidez que se cruzara en el camino: la gente en las
busetas, los ciclistas, las cachacas y sus botas y chaquetas de mal gusto.
Unas
chicas trans se cruzaron en el camino, le pidieron un trago a Pity pero él se
desgajó en una serie de insultos contra ellas, las chicas siguieron su camino.
-No
me gustan, no me gusta esa gente, loco-, dijo Pity.
-¿Qué
te gusta?
-Vos-,dijo,
y siguió caminando a mi lado.
-Estás
borracho.
-Y
tú sordo, mariquita. Me gusta cómo se te ponen los cachetes rojos por el frío,
eso me gusta.
Cambiamos
los dólares. La botella casi se acababa. Pity compró otra y nos fuimos a su
pieza en el barrio Santa Fe. Nunca imaginé tanto orden. Un afiche de Madonna
resaltaba en una de las paredes. Una pila de compactos piratas reposaban en una
mesita de madera junto a una grabadora.
-Me
gustas-, repitió Pity.
-Tú
me das algo de miedo-, le dije.
-¿Ponemos
música?-, propuso.
-La
música es el abrelatas del alma, como dijo Henry Miller-, le escupí.
-Me
gusta que siempre estás diciendo cosas que me gustan.
El
resto de esta historia es un carrusel donde Pity y yo girábamos sin parar. Él,
montado sobre un caballito de yeso; yo,
sobre un elefante de orejas enormes huyendo de su amor. Fueron cuatro días
seguidos despertando y durmiendo junto a él.
-Tenemos
que hacer algo-, dijo Pity una mañana en que el ron y la plata se agotó. Y
bueno, hicimos ese “algo” que había que hacer. Eso es todo.
He
pensado en él últimamente, hace poco escribí un texto dedicado a él. Saber de
su suerte es matarlo definitivamente. Por lo pronto. está en mi memoria
semidesnudo con un micrófono de juguete en sus manos cantando en su inglés
machacado I’ll be loving you forever, de los New Kids, un tema que cada noche
repitió cien veces y que no se cansó de asegurarme que era la chimba.
-!Ey,
mira! Aún queda un dedo de ron en la botella-, fue lo último que dijo antes de
que yo cerrara la puerta de aquel motel
para siempre.