miércoles, 20 de mayo de 2020

Dibujos en el agua (tres)

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José Alias. Madrid. Mayo MMXX

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No es el cambio lo que nos altera 
si no la resistencia a ese estado natural que acuna la vida y el convivir.
El cambio es un hecho, la resistencia una idea.

He aquí uno de los problemas humanos, generador de violencia, confundir lo que se cree con lo que ocurre. 
Es decir: anteponer la ideología a las circunstancias.
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Cuando desperté los dos tipos estaban allí. Uno de ellos me miraba fijo, conminándome con la mirada a no mover ni una pestaña,  a seguir hundido en el sofá. El otro abría y cerraba los cajones de los muebles, metía las manos, tiraba algunas cosas al suelo, luego los libros de los estantes, los recuerdos de viajes,  sacaba las fotos queridas de los marcos, en la cocina oí caer algunos vasos y platos sobre las baldosas, los cubiertos tintinearon sobre la pileta de porcelana. Quise preguntar, decir algo, pero el tipo parado frente a mí se llevó el índice a los labios. Seguí callado. El otro entró en el baño, tras un silencio oí el arrastre del agua del inodoro. Salió e hizo un gesto a mi guardián que se giró y a paso calmo ambos salieron de la casa; el golpe de la puerta al cerrarse sonó como un disparo seco, un golpe de puño cerrado, una palmada de traidor en la espalda. Me quedé quieto, sin respuesta, inquieto hasta caer en un sueño sin bordes.
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Salí a la calle algo antes de la hora de volver al confinamiento cotidiano, algunos transeúntes se afanaban en sus pasos rápidos, la cabeza gacha, la mirada huidiza de una mujer se cruzó apenas con la mía por encima del tapabocas. Algunos vehículos camuflados pasaban veloces por la avenida principal. Los perros y los árboles seguían compartiendo territorio. Entré en lo del chino y compré algunas bebidas para esa noche.  Sirenas de policía y de ambulancias se desplazaban veloces llenando el silencio de ecos sin respuesta. Di una vuelta a la manzana y volví a casa por el camino más corto. Apenas había restos de vida por las aceras, desde los balcones y ventanas llegaban voces desconocidas, canciones y diálogos de películas repetidos hasta la nausea. No tenía prisa, las farolas empezaba a alumbrar en modo automático, las golondrinas y los aviones  volaban en círculos devorando mosquitos invisibles. Llegué al portal sin nada en los bolsillos, entré en el edificio pensando en la serie que vería esa noche, una de asesinos distópicos y música inquietante planeando con los drones sobre la ciudad.
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Al girar la llave y entrar en la casa, todo estaba tirado por los suelos, pensé en un robo, en un allanamiento con otra intención, en que podrían estar dentro. Con pasos medidos y cautelosos fui asomándome a las habitaciones, la cocina, la terraza, el baño en que corría el agua del inodoro, la cadena estaba atascada, la liberé.
No había nadie, luego cerré la puerta y dejé las bolsas de la compra sobre la encimera del lavaplatos, di otra vuelta a la casa y no podía entender cómo todo estaba  en su sitio, perfectamente ordenado, nada por el suelo, la quietud invadía el apartamento. Me miré al espejo; no conocía al tipo que en él se reflejaba, ni por qué estaba desnudo, ni reconocí la voz cuando le oí preguntar: ¿quién eres tú, qué haces aquí?

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Desprenderse de la mitad de la agresión y reservar la otra mitad para mantenerse en el viaje no basta. Tienes que renunciar a toda ella. Y cada vez que sueltas, tu visión empieza a despejarse y hay menos filtros sobre tus pupilas; tu oído empieza a despejarse y hay menos cera en tus tímpanos. Empiezas a oír y a ver mucho mejor cuanto más renuncias a esta tensión, esta contención, este resentimiento… Simplemente te desprendes de ellos sin esperar nada a cambio. Sólo sueltas, sueltas, sueltas, dejas ir.

- Chögyam Trungpa, “Giving”-

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Publicado por jalias
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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