Cuando Gabriel
García Márquez se tomaba reposo de la escritura de Cien Años de soledad solía ir a visitar a su amigo y compatriota
René Rebetez.
El trayecto, que separaba a su casa de la Loma 19 del domicilio del escritor de Subachoque, era la bala de oxigeno de la que el futuro premio Nobel aspiraba tranquilidad y distensión. Llamaba a la puerta con sonoro y hasta tropical ritmo, esta se abría y entre su marco quedaba la impronta de una figura corsaria a la que solo le faltaba el ojo oculto. García Márquez, con un desparpajo característico en él, se sentaba en la sala de estar y entre preguntas habituales y respuestas comunes iba acechando su nuevo golpe. Esta visita tenía las mismas intenciones de las anteriores.
Por Juan Guillermo Caicedo
El trayecto, que separaba a su casa de la Loma 19 del domicilio del escritor de Subachoque, era la bala de oxigeno de la que el futuro premio Nobel aspiraba tranquilidad y distensión. Llamaba a la puerta con sonoro y hasta tropical ritmo, esta se abría y entre su marco quedaba la impronta de una figura corsaria a la que solo le faltaba el ojo oculto. García Márquez, con un desparpajo característico en él, se sentaba en la sala de estar y entre preguntas habituales y respuestas comunes iba acechando su nuevo golpe. Esta visita tenía las mismas intenciones de las anteriores.
Tras la
breve visita que acostumbraba a hacer a la familia Rebetez, y en el momento de
la despedida, fijaba sus ojos en el dueño de la casa y de manera jocosa y
cordial le pedía que le dejará ver de nuevo en su biblioteca y tomar de esta
algunos libros para despejar su mente en los lapsos en que no trabaja en su
obra. Rene accedía a la petición y con curiosidad masoquista lo dejaba ir solo
al lugar y tomar sin vigilancia alguna los textos que deseaba, lo cierto es que
nunca fueron más de dos por visita.
Al
despedir a su amigo en aquella puerta, que lo enviaba de nuevo a ese universo
inconmensurable de Macondo, se remitía a la biblioteca y con cierta
ambivalencia constataba de nuevo que los libros que se había llevado García Márquez
eran de su selecta colección de ciencia ficción. La ambivalencia era producto
de que al igual que esta vez, como las anteriores y el par después, nunca esos
libros regresaron a su dueño.
Tres
décadas después René Rebetez le contaba esta anécdota al escritor y crítico Campo Ricardo Burgos, mientras este le
colaboraba con la selección y criterio de la primera antología de ciencia
ficción en Colombia, llamada Contemporáneos
del porvenir. Rebetez afirmaba que aquellos libros que tomó García Márquez de
su casa habían influenciado muchos e interesantes pasajes de Cien años de soledad. Y ante la mirada
de incredulidad, sospecha y fascinación por dicha historia, lo invitó a que
realizará la investigación acerca de los elementos que tiene de ciencia ficción
Cien años de soledad.
El
veterano escritor argüía que él no lo iba hacer, pero que sería un buen
homenaje a treinta años de la publicación de la obra maestra. En otras
palabras, le entregaba una herencia inmaterial a su admirador y colaborador,
que por su ímpetu (propio de la juventud) y vasto conocimiento del tema, tal vez se diera a la tarea de realizar la
indagación. Indagación esta que debía partir solo de la anécdota porque Rebetez
no dio respuesta ante la petición de algunas pistas acerca de dicho
planteamiento.
En la
feria del libro de Bogotá del año 2007, feria recordada por la visita de
Chespirito, Campo Ricardo se reúne con un colega de la ciudad de Armenia y un
estudiante de maestría en literatura de la UTP de Pereira, que había solicitado
el encuentro, dado que buscaba un asesor para su tesis acerca de la ironía en
la ciencia ficción colombiana.
Tras un
breve encuentro e intercambio de pareceres Campo Ricardo le da al estudiante
tres regalos: un libro, una frase y una anécdota. El libro de su autoría José Antonio Ramírez y un zapato,
historia donde un hombre se enamora del zapato derecho de un compañero de
trabajo (aquí la palabra amor es con ribete sexual); la frase en forma de
consejo – ante la pasión romántica y la tristeza obvia de un docente joven que
desea que sus estudiantes aprendan y en lo cuales no encuentra eco – tomada de
un profesor suyo: “Los estudiantes aprenden con el profesor, sin el profesor o
a pesar del profesor”; la anécdota era la de García Márquez y Rebetez. En ese
tiempo se conmemoraban los cuarenta años de la publicación de Cien años de
soledad y como se sobreentiende aún no se había hecho el estudio.
A poco
de los 53 años de la conmemoración de dicha publicación se mantiene el arcano
planteado por Rebetez. Por lo tanto, dejo explícito en estas líneas y como uno
de los herederos de la anécdota, que queda a disposición del público y de un
cauto lector el desentrañar el enigma, que tal vez sea el último tema novedoso
acerca de la magna obra.
Trascurren
los años sesenta y Gabriel García Márquez regresa a su casa luego de visitar a
un amigo, se sienta en su estudio y apila junto a su máquina de escribir dos
nuevos libros que tomó prestados y que nunca devolverá. Sonríe ante un nuevo
vistazo a la pila y carga de una nueva hoja su herramienta de trabajo.
Hola Juan: Ya se me había olvidado la conversación que relatas en el texto y que tuvimos hace tantos años. ¡Qué bueno que la recordaste! Un abrazo,
ResponderBorrarRicardo Burgos
Campo Ricardo, que agradable que hayas leído el texto. Si lees este mensaje me gustaría poder comunicarme contigo. Mi correo es jgcaicedo@uniquindio.edu.co un gran abrazo.
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