Por Eugenia Ratcliffe
Estoy harta de la masa madre: en Youtube, en
hashtags e historias de Instagram. Nunca en mi horno, ni en la mesada de mi
cocina. Jamás. Mi destreza con los budines llegó fugaz, intempestiva. Siguiendo
las instrucciones de influencers –parece que a todo el mundo se le dio por el
budín, al menos aquí en Buenos Aires– mezclaba harina integral con claras de
huevo, ralladura de limón, esencia de vainilla, todo al horno… Por primera vez,
en 33 años, me consideraba una experta en budines. Me ilusioné con repartirlos
entre los vecinos de mi edificio, yo, la más buena de todas… Imaginé abrir mi
propio micro emprendimiento gastronómico, hasta hice números… De repente, el
aislamiento me regalaba dones desconocidos y la posibilidad de ser otra. Una
emprendedora, con dotes para la cocina y harina entre los dedos. Pero así de
rápido, también se fue ese talento novel después de quemar y comer varios.
Quizás me desalentó que mi hermana, único familiar al que tengo cerca –realmente
cerca, vive a media cuadra- se negara a abrirme la puerta para recibir mi budín
por temor a un contagio de algo de lo que aún no soy portadora.
Decidí probar
con la actividad física, volverme una deportista de elite. Al poco tiempo de
entrenar en el living de casa, con Janet Jenkins al otro lado de la pantalla
gritándome “¡I´m with you!” –quizás la única demostración de cariño en el día, y
en los 173 días que van de aislamiento– en busca de algo más “real” probé pasar
al siguiente nivel y correr en la terraza. Me sentía Meolans en el charco que
queda en las baldosas rotas de mi cuadra después de la lluvia… pero Meolans.
Algunos vecinos observaban mis entrenamientos y hasta creo haberlos alentado a
sumarse a la vida sana en cautiverio… Resultado: dos rodillas lesionadas y mi
primera resonancia magnética. Toda una experiencia -barbijo mediante-, quizás mi
experiencia más cercana a una rave, con extraños sonidos rebotando en mi mente y
en mis huesos.
Como todos, también intenté las reuniones de amigos y familiares
por Zoom, aún las intento… Descubrí que soy ermitaña también en la virtualidad.
¿Cuándo es momento de cortar? ¿Qué excusa inventar si obviamente “estoy en
casa”, dónde sino? ¿De qué hablar cuando todos los días parecen el mismo? Quizás
pueda hablar de esa familia, al otro lado del pulmón de manzana, espejo fiel de
todo eso que no soy; o del señor –¿contador? ¿abogado?- que instaló la bici fija
en el balcón y cada mañana pedalea mientras realiza llamados. Yo imagino que
gobierna el mundo desde su bici fija y que repite para alguien, también muy
importante, al otro lado del teléfono: “hay que aplanar la curva”. Y ahí, se me
distrae la mirada. Al final… todos dicen lo mismo. Y, aunque mis intentos por
adaptarme muten hacia nuevas experiencias, y en todas me ilusione con probar
nuevas identidades… algo parece fallar. Siempre aparece una distancia: El muro
virtual de una pantalla o la asepsia necesaria de esta nueva normalidad. Quizás,
por eso, desde la primera semana y hasta la última de cuarentena –que no es la
última, porque seguimos– cada tanto me pregunto qué será de los chicos de la
Play. Esos que me mostró mi amiga Julieta, en 2018 en un extraño video en
Youtube: En una sala de videojuegos online, VRChat, un gamer sufría un ataque
epiléptico. Sus convulsiones se replicaban en su identidad virtual gracias a los
sensores de movimientos de este tipo de juegos, y los avatares digitales de los
otros jugadores intentaban ayudarle. Ellos parecían olvidar esa distancia que
hoy se antepone en todo lo que hago. Insistían tratando de asistir al jugador
caído.
Esa obstinación, esa fe ciega, al final del día, parece ser lo único que
me importa. Los busco sin suerte abriendo páginas que me llevan a otras páginas
y finalmente, me pierdo en tutoriales: Skincare para principiantes / Cómo
destapar una botella de vino sin destapador / Ejercicios para abdomen y cintura
en casa / Aprende un nuevo idioma en 15 días / etc. etc. etc.
Hace unos días,
por fin, volví a encontrarlos.
En el video de dos minutos –una captura de la interface del videojuego- se ve
una sala virtual en la que un robot se desploma y comienza a convulsionar. Se
retuerce en el suelo, mientras sus extremidades se mueven de forma errática y su
respiración se acelera. Otros personajes –muy disímiles entre sí: un niño, una
especie de heroína erótica, muñequitas, un dinosaurio– lo rodean consternados.
Intentan asistirlo mientras con voces metálicas se preguntan: ¿Cuál es el
problema? ¿Estás fingiendo o es real? No sé que hacer. ¿Estás bien? Creo que es
grave… ¿Puedes escucharnos? No sé que hacer. No me gusta el modo en el que suena
su respiración. ¿Estás bien? Está vivo pero… Sí, está vivo pero no se si está
bien. ¿Puedes oírnos amigo? ¿Estás bien?
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Video Gamers |
En su momento, la escena me impactó.
Por estos días, en los que negar el contacto es una forma de protección, esas
imágenes regresan como una especie de pulso intermitente a mi cabeza. ¿A qué
punto llegaba la fuerza de esa inmersión virtual como para hacer olvidar a esas
personas que sus identidades virtuales –por más que se dejaran guiar por sus
movimientos analógicos al otro lado de la pantalla– en nada podían suplir la
corporeidad? ¿Habrán entendido algo ellos en aquel entonces, con lo que ahora
nos lleven ventaja en este aislamiento obligado?
La esfera virtual imposibilita
nuestra corporeidad. La niega, la anula, la cambia por otras formas de
interacción. Sin embargo, aún no hemos llegado a poder prescindir de nuestro
cuerpo… ¿o si?
No lo sé, me es imposible sacar conclusiones de este contexto en
el que estamos y del que –creo– veremos las verdaderas consecuencias en el
lenguaje, la cultura y en nuestras prácticas, pasado mucho tiempo. Fiel a mi
estilo, en lugar de respuestas se me abren más y más preguntas, imágenes / datos
/ recuerdos a los que apenas llego a poder relacionar unos con otros. De alguna
forma, confío en que dialogan con mi pregunta sobre los chicos de la Play.
1.
El
cine implica, justamente, ese ejercicio de suspender la corporeidad para
permitirnos sentir eso que sucede en la pantalla pero al resguardo de no
comprometer al cuerpo. Vemos una escena de guerra, nos estremecemos con las
explosiones. Incluso, si está lograda, creemos sentir el olor de la pólvora. Y
al terminar, respiramos aliviados. Nada ha pasado. Nuestras piernas, nuestros
brazos, nuestros ojos, están intactos. Esta operación se conoce como Prótesis
Simbólica, concepto que desarrolla Bettetini en: La conversación audiovisual*, y
es necesaria para que el espectador acepte el pacto entre su “realidad” y la
diégesis que le ofrece la pantalla.
Los gamers del video rompen ese contrato. No
necesitan de la Prótesis Simbólica, tampoco la desean. Gracias a las
posibilidades que ofrece el juego de implicar al cuerpo, ellos se vuelven parte
de la escena y de eso se trata. De poder, ya no solo manejar un control como en
los juegos tradicionales, sino de intentar replicarse lo más posible en la sala
virtual. Sentir los golpes y propagarlos. Vivir una experiencia inmersiva donde
la sensación de ser parte, y de sentirse acompañado, es más fuerte. Mover a ese
personaje, ya no solo apretando botones sino involucrando al propio cuerpo y sus
extremidades. Pero, como vemos en el ejemplo de VRChat, los juegos de realidad
virtual tienen un límite. Un gamer puede crear a su personaje, interaccionar con
otros jugadores alrededor del mundo, replicar sus movimientos analógicos en la
escena del videojuego, pero no puede alcanzar intimidad con el resto de los
jugadores, no puede socorrerlos si uno de ellos colapsa. No puede suplir esa
distancia propia de la virtualidad.
2.
En una escena de Another Earth (2011,
co-escrita y protagonizada por Brit Marling), Rhoda, visita anónimamente a John,
el padre de la joven a la que accidentalmente atropelló y mató años atrás. Sin
revelar su identidad, se hace pasar por personal de una empresa de limpieza.
John acepta sus servicios. Rhoda comienza a pasar tiempo con él, entiende que es
un hombre destrozado y, aunque lo intenta, no consigue la valentía de confesarle
quién es ella verdaderamente. No puede perdonarse y mucho menos pedir perdón. En
una escena, utilizando nupchucks –controles con sensores de movimiento-
comparten un videojuego de lucha, similar al de los chicos de la Play. A través
de su avatar, John pelea descargando su dolor en cada golpe. Rhoda, en cambio,
se deja golpear. Para ambos, la virtualidad resulta un espacio donde conseguir
aquello que no pueden en “la realidad”. Jonh: mitigar su ira y su dolor. Rhoda:
redimir su culpa. Aquí, el espacio virtual, les permite conseguir algo que no
pueden cuando el cuerpo está implicado.
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Another Earth |
3.
Kentukis, novela de Samanta Schweblin
publicada en 2018, propone una interacción a medio camino entre la de los chicos
de la Play y nuestro aislamiento actual: Un futuro cercano, en el que las
personas se fanatizan con unas extrañas mascotas que, gracias a su cámara
integrada y un comando a distancia, permiten el acceso robótico de un ciudadano
a la intimidad de otro. Según decida ser amo o Kentuki, alguien puede observar
la vida de un desconocido al otro lado del mundo, o ser observado. En ambos
casos, vouyer y vouyerista encuentran en ese vínculo a veces una forma de
mitigar la soledad, otras un mero pasatiempo, o una relación de poder donde
quien mira tiene información, y quién es mirado tiene bajo su mando el control
de las baterías. Con una estructura coral y episódica, la novela ofrece “vistas”
de las vidas de amos y mascotas desperdigados en el planeta similares a las que
apreciamos nosotros por estos días, detrás de nuestras pantallas.
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Kentukis, Samanta Schweblin Literatura Random House |
4.
En la
instalación audiovisual de 2018, Hellow World!, Christopher
Baker reúne 5.000 teleconferencias con las que conforma un enjambre colectivo de
rostros y voces que hablan a cámara desde la privacidad de sus hogares. Baker
seleccionó videos de MySpace, Youtube y Facebook, para conformar un retrato
parlante y colectivo, muy similar a como debe lucir nuestra cotidianeidad
actual, si alguien se detiene a observarnos desde afuera: una pluralidad de
voces y rostros ininteligibles intentando conectar a través de una pantalla. A
veces pixelándose, entrecortándose, pisándose unos a otros al hablar, como nos
sucede en reuniones de Zoom y video llamadas. El sentido se disuelve en exceso y
confusión, eso que parecía acercarnos, de repente nos deja más solos. Las mismas
pantallas que nos conectan, de repente se vuelven muros imposibles de franquear
donde gesticulamos ridículamente intentando suplir la ausencia del contacto. La
video llamada se interrumpe, volvemos a “la realidad” y otra vez, estamos solos.
Incluso, quizás más solos que antes.
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Hellow World! |
Hoy, que aquello de “vivir detrás de una
pantalla” ya no es una metáfora que una madre utilizaría para regañar a su hijo
adolescente; una instalación en un museo; ni una exageración. Sino una
circunstancia obligada por nuestra coyuntura; y que “cuidarnos” requiere de
negar todo contacto, me sigo preguntando: ¿Qué será de los chicos de la Play?
Quizás nos lleven ventaja, en esta nueva forma de vivir que ahora nos toca a
todos: soplar velitas de cumpleaños a través de la pantalla de un celular,
acompañar el dolor de una pérdida tratando de llenar con palabras la ausencia de
un abrazo, asistir a un nacimiento por videollamada… En definitiva, supliendo
los rituales que nos configuran como humanos y nos permiten entendernos, por una
prótesis extraña con la que a veces la vida parece resultar más fácil, más
aséptica. Y muchas, muchísimas otras, imposible.
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Nota: *Gianfranco Bettetini, La conversación audiovisual.