sábado, 5 de septiembre de 2020

¿Qué será de los chicos de la Play?

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Por Eugenia Ratcliffe

Estoy harta de la masa madre: en Youtube, en hashtags e historias de Instagram. Nunca en mi horno, ni en la mesada de mi cocina. Jamás. Mi destreza con los budines llegó fugaz, intempestiva. Siguiendo las instrucciones de influencers –parece que a todo el mundo se le dio por el budín, al menos aquí en Buenos Aires– mezclaba harina integral con claras de huevo, ralladura de limón, esencia de vainilla, todo al horno… Por primera vez, en 33 años, me consideraba una experta en budines. Me ilusioné con repartirlos entre los vecinos de mi edificio, yo, la más buena de todas… Imaginé abrir mi propio micro emprendimiento gastronómico, hasta hice números… De repente, el aislamiento me regalaba dones desconocidos y la posibilidad de ser otra. Una emprendedora, con dotes para la cocina y harina entre los dedos. Pero así de rápido, también se fue ese talento novel después de quemar y comer varios. Quizás me desalentó que mi hermana, único familiar al que tengo cerca –realmente cerca, vive a media cuadra- se negara a abrirme la puerta para recibir mi budín por temor a un contagio de algo de lo que aún no soy portadora. 

Decidí probar con la actividad física, volverme una deportista de elite. Al poco tiempo de entrenar en el living de casa, con Janet Jenkins al otro lado de la pantalla gritándome “¡I´m with you!” –quizás la única demostración de cariño en el día, y en los 173 días que van de aislamiento– en busca de algo más “real” probé pasar al siguiente nivel y correr en la terraza. Me sentía Meolans en el charco que queda en las baldosas rotas de mi cuadra después de la lluvia… pero Meolans. Algunos vecinos observaban mis entrenamientos y hasta creo haberlos alentado a sumarse a la vida sana en cautiverio… Resultado: dos rodillas lesionadas y mi primera resonancia magnética. Toda una experiencia -barbijo mediante-, quizás mi experiencia más cercana a una rave, con extraños sonidos rebotando en mi mente y en mis huesos. 

Como todos, también intenté las reuniones de amigos y familiares por Zoom, aún las intento… Descubrí que soy ermitaña también en la virtualidad. ¿Cuándo es momento de cortar? ¿Qué excusa inventar si obviamente “estoy en casa”, dónde sino? ¿De qué hablar cuando todos los días parecen el mismo? Quizás pueda hablar de esa familia, al otro lado del pulmón de manzana, espejo fiel de todo eso que no soy; o del señor –¿contador? ¿abogado?- que instaló la bici fija en el balcón y cada mañana pedalea mientras realiza llamados. Yo imagino que gobierna el mundo desde su bici fija y que repite para alguien, también muy importante, al otro lado del teléfono: “hay que aplanar la curva”. Y ahí, se me distrae la mirada. Al final… todos dicen lo mismo. Y, aunque mis intentos por adaptarme muten hacia nuevas experiencias, y en todas me ilusione con probar nuevas identidades… algo parece fallar. Siempre aparece una distancia: El muro virtual de una pantalla o la asepsia necesaria de esta nueva normalidad. Quizás, por eso, desde la primera semana y hasta la última de cuarentena –que no es la última, porque seguimos– cada tanto me pregunto qué será de los chicos de la Play. Esos que me mostró mi amiga Julieta, en 2018 en un extraño video en Youtube: En una sala de videojuegos online, VRChat, un gamer sufría un ataque epiléptico. Sus convulsiones se replicaban en su identidad virtual gracias a los sensores de movimientos de este tipo de juegos, y los avatares digitales de los otros jugadores intentaban ayudarle. Ellos parecían olvidar esa distancia que hoy se antepone en todo lo que hago. Insistían tratando de asistir al jugador caído. 

Esa obstinación, esa fe ciega, al final del día, parece ser lo único que me importa. Los busco sin suerte abriendo páginas que me llevan a otras páginas y finalmente, me pierdo en tutoriales: Skincare para principiantes / Cómo destapar una botella de vino sin destapador / Ejercicios para abdomen y cintura en casa / Aprende un nuevo idioma en 15 días / etc. etc. etc. 

Hace unos días, por fin, volví a encontrarlos.  

En el video de dos minutos –una captura de la interface del videojuego- se ve una sala virtual en la que un robot se desploma y comienza a convulsionar. Se retuerce en el suelo, mientras sus extremidades se mueven de forma errática y su respiración se acelera. Otros personajes –muy disímiles entre sí: un niño, una especie de heroína erótica, muñequitas, un dinosaurio– lo rodean consternados. Intentan asistirlo mientras con voces metálicas se preguntan: ¿Cuál es el problema? ¿Estás fingiendo o es real? No sé que hacer. ¿Estás bien? Creo que es grave… ¿Puedes escucharnos? No sé que hacer. No me gusta el modo en el que suena su respiración. ¿Estás bien? Está vivo pero… Sí, está vivo pero no se si está bien. ¿Puedes oírnos amigo? ¿Estás bien? 


Video Gamers

En su momento, la escena me impactó. Por estos días, en los que negar el contacto es una forma de protección, esas imágenes regresan como una especie de pulso intermitente a mi cabeza. ¿A qué punto llegaba la fuerza de esa inmersión virtual como para hacer olvidar a esas personas que sus identidades virtuales –por más que se dejaran guiar por sus movimientos analógicos al otro lado de la pantalla– en nada podían suplir la corporeidad? ¿Habrán entendido algo ellos en aquel entonces, con lo que ahora nos lleven ventaja en este aislamiento obligado? 

La esfera virtual imposibilita nuestra corporeidad. La niega, la anula, la cambia por otras formas de interacción. Sin embargo, aún no hemos llegado a poder prescindir de nuestro cuerpo… ¿o si? 

No lo sé, me es imposible sacar conclusiones de este contexto en el que estamos y del que –creo– veremos las verdaderas consecuencias en el lenguaje, la cultura y en nuestras prácticas, pasado mucho tiempo. Fiel a mi estilo, en lugar de respuestas se me abren más y más preguntas, imágenes / datos / recuerdos a los que apenas llego a poder relacionar unos con otros. De alguna forma, confío en que dialogan con mi pregunta sobre los chicos de la Play. 

1. 
El cine implica, justamente, ese ejercicio de suspender la corporeidad para permitirnos sentir eso que sucede en la pantalla pero al resguardo de no comprometer al cuerpo. Vemos una escena de guerra, nos estremecemos con las explosiones. Incluso, si está lograda, creemos sentir el olor de la pólvora. Y al terminar, respiramos aliviados. Nada ha pasado. Nuestras piernas, nuestros brazos, nuestros ojos, están intactos. Esta operación se conoce como Prótesis Simbólica, concepto que desarrolla Bettetini en: La conversación audiovisual*, y es necesaria para que el espectador acepte el pacto entre su “realidad” y la diégesis que le ofrece la pantalla. 

Los gamers del video rompen ese contrato. No necesitan de la Prótesis Simbólica, tampoco la desean. Gracias a las posibilidades que ofrece el juego de implicar al cuerpo, ellos se vuelven parte de la escena y de eso se trata. De poder, ya no solo manejar un control como en los juegos tradicionales, sino de intentar replicarse lo más posible en la sala virtual. Sentir los golpes y propagarlos. Vivir una experiencia inmersiva donde la sensación de ser parte, y de sentirse acompañado, es más fuerte. Mover a ese personaje, ya no solo apretando botones sino involucrando al propio cuerpo y sus extremidades. Pero, como vemos en el ejemplo de VRChat, los juegos de realidad virtual tienen un límite. Un gamer puede crear a su personaje, interaccionar con otros jugadores alrededor del mundo, replicar sus movimientos analógicos en la escena del videojuego, pero no puede alcanzar intimidad con el resto de los jugadores, no puede socorrerlos si uno de ellos colapsa. No puede suplir esa distancia propia de la virtualidad. 

2. 
En una escena de Another Earth (2011, co-escrita y protagonizada por Brit Marling), Rhoda, visita anónimamente a John, el padre de la joven a la que accidentalmente atropelló y mató años atrás. Sin revelar su identidad, se hace pasar por personal de una empresa de limpieza. John acepta sus servicios. Rhoda comienza a pasar tiempo con él, entiende que es un hombre destrozado y, aunque lo intenta, no consigue la valentía de confesarle quién es ella verdaderamente. No puede perdonarse y mucho menos pedir perdón. En una escena, utilizando nupchucks –controles con sensores de movimiento- comparten un videojuego de lucha, similar al de los chicos de la Play. A través de su avatar, John pelea descargando su dolor en cada golpe. Rhoda, en cambio, se deja golpear. Para ambos, la virtualidad resulta un espacio donde conseguir aquello que no pueden en “la realidad”. Jonh: mitigar su ira y su dolor. Rhoda: redimir su culpa. Aquí, el espacio virtual, les permite conseguir algo que no pueden cuando el cuerpo está implicado. 

Another Earth

3. 
Kentukis, novela de Samanta Schweblin publicada en 2018, propone una interacción a medio camino entre la de los chicos de la Play y nuestro aislamiento actual: Un futuro cercano, en el que las personas se fanatizan con unas extrañas mascotas que, gracias a su cámara integrada y un comando a distancia, permiten el acceso robótico de un ciudadano a la intimidad de otro. Según decida ser amo o Kentuki, alguien puede observar la vida de un desconocido al otro lado del mundo, o ser observado. En ambos casos, vouyer y vouyerista encuentran en ese vínculo a veces una forma de mitigar la soledad, otras un mero pasatiempo, o una relación de poder donde quien mira tiene información, y quién es mirado tiene bajo su mando el control de las baterías. Con una estructura coral y episódica, la novela ofrece “vistas” de las vidas de amos y mascotas desperdigados en el planeta similares a las que apreciamos nosotros por estos días, detrás de nuestras pantallas. 

Kentukis,
Samanta Schweblin
 
Literatura Random House

4. 
En la instalación audiovisual de 2018, Hellow World!, Christopher Baker reúne 5.000 teleconferencias con las que conforma un enjambre colectivo de rostros y voces que hablan a cámara desde la privacidad de sus hogares. Baker seleccionó videos de MySpace, Youtube y Facebook, para conformar un retrato parlante y colectivo, muy similar a como debe lucir nuestra cotidianeidad actual, si alguien se detiene a observarnos desde afuera: una pluralidad de voces y rostros ininteligibles intentando conectar a través de una pantalla. A veces pixelándose, entrecortándose, pisándose unos a otros al hablar, como nos sucede en reuniones de Zoom y video llamadas. El sentido se disuelve en exceso y confusión, eso que parecía acercarnos, de repente nos deja más solos. Las mismas pantallas que nos conectan, de repente se vuelven muros imposibles de franquear donde gesticulamos ridículamente intentando suplir la ausencia del contacto. La video llamada se interrumpe, volvemos a “la realidad” y otra vez, estamos solos. Incluso, quizás más solos que antes. 


Hellow World!

Hoy, que aquello de “vivir detrás de una pantalla” ya no es una metáfora que una madre utilizaría para regañar a su hijo adolescente; una instalación en un museo; ni una exageración. Sino una circunstancia obligada por nuestra coyuntura; y que “cuidarnos” requiere de negar todo contacto, me sigo preguntando: ¿Qué será de los chicos de la Play? 

Quizás nos lleven ventaja, en esta nueva forma de vivir que ahora nos toca a todos: soplar velitas de cumpleaños a través de la pantalla de un celular, acompañar el dolor de una pérdida tratando de llenar con palabras la ausencia de un abrazo, asistir a un nacimiento por videollamada… En definitiva, supliendo los rituales que nos configuran como humanos y nos permiten entendernos, por una prótesis extraña con la que a veces la vida parece resultar más fácil, más aséptica. Y muchas, muchísimas otras, imposible.
 
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Nota: *Gianfranco Bettetini, La conversación audiovisual
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Publicado por Ruge Ratcliffe
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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