Una versión anterior de este artículo fue publicada en Abril de 2020 en El Nacional, Venezuela. Se reproduce en Revista Corónica con autorización de su autor.
Rubem Fonseca, O Globo |
Por Harold Alvarado Tenorio
Las vastas ciudades contemporáneas, con sus mitologías y lenguajes, fueron el asunto central de los cuentos y novelas de Rubem Fonseca (Río de Janeiro, 1925-2020). Los acontecimientos que debían sufrir sus personajes suceden, irreductibles, en calles, oficinas, apartamentos y casas de las barriadas de Río de Janeiro, Sao Paulo o Nueva York, mientras el sexo o el dinero sirven de vasos comunicantes entre las diferentes clases y tipos humanos que transitan por sus páginas.
Sus personajes no tuvieron antecedentes en la literatura brasileña. Policías, prostitutas, criminales, marginados, triunfadores, secuaces sexuales, intelectuales, extranjeros y neuróticos son los testigos de unas metrópolis enfermas donde la vida está mecanizada y estereotipada y los sentimientos son una moneda de cambio que todo reduce a un sin sentido de la existencia. Una turbulencia imaginaria, aguda y feroz, dosificada por impúdicos “miseráveis sem dentes“, bandidos, políticos corruptos, extorsionistas y narcos, magnates y árbitros del poder, los pilares de las sociedades del capitalismo financiero, que sigue viviendo del tráfico de estupefacientes. Personajes y escenografías, héroes y lugares vaciados de ayer, existiendo en un presente que anuncia los apocalipsis de mañana. Un mundo embalado regido por las fuerzas del mal, el ánima que alimenta el flujo de caja y los campanazos de la bolsa cada apertura de los mercados. Tiempo y espacio, megápolis de hoy, que terminan por ser las novedosas enemigas naturales del hombre.
El otro asunto de sus narraciones es, como sucede en Clarice Lispector, los desencuentros, la imposibilidad de comunicación con el otro y consigo mismos. Nadie sabe quién es. Nadie podrá decir quiénes somos.
Desde la aparición de Os prisioneros (1963), la crítica estuvo de acuerdo en calificar a Fonseca como un escritor con maestría, de prosa sólida y seca, puesta al servicio de temas repulsivos y poderosamente sugerentes. En Feliz Año Nuevo (1975) retrata el mundo de la marginación con pinceladas punzantes y enérgicas. Un ex periodista de policiales está ahora encargado de un consultorio sentimental, “los defensores de la decencia –dice– acusan de pornografía a todo lo que describe o representa las funciones sexuales o excretorias y dicen que son palabrotas”; un travestí amenaza a sus clientes con una cuchilla de afeitar; la noche de fin de año una familia de oligarcas es asaltada. Sus frases y palabras son escuetas, precisas, mordientes, impidiendo que el lector se amodorre ante la realidad, o la ficción, que le pone delante. Sintaxis y prosodias que escasas de adjetivos y con oraciones cortas, usando constantes insultos y germanías, quien narra termina renovando el lenguaje literario, el portugués de las grandes barriadas.
Los personajes de Fonseca viven atados a una realidad inmodificable, saben que están solos y alienados, impedidos para cualquier práctica moral. En estas ficciones de Feliz Año Nuevo llega a la médula de la ciudad casi sin tocarla, sin matices que la adornen, mediante una compulsiva capacidad narrativa patética y cáustica. Seres que han perdido toda posibilidad de alegría, están masificados, conmovidos apenas por un humor de pacotilla y un erotismo infeliz, insolidario y asocial.
Dos años después de su publicación fueron censurados por un ministro de Justicia del dictador Ernesto Geisel, pues atentaba contra “à moral e aos bons costumes“, olvidando que Fonseca había participado en el golpe de Estado de 1964 contra João Goulart. El proceso para resarcir los derechos de su publicación subsistió casi trece años. El juez que ordenó el secuestro del libro, acusaba a su autor de hacer apología del delito porque los protagonistas fumaban marihuana, querían matar policías, concebían robar una mansión, se masturban, portan armas, roban automóviles, retienen a 25 personas, uno asesina a una señora dueña de una casa porque se niega a follar con él, otra muere de espanto, otro evacua sobre la cama de la casa tomada, o mientras asesinan unas jóvenes, recitan tacos de grueso calibre. No solo el magistrado, también un senador, declaró que todo lo que había leído le había puesto los pelos de punta, que era pornografía del más bajo nivel y “no hay página en la que no se vean los rincones más oscuros del país”. Y, además de ser censurado, debía ir a la cárcel. El entonces secretario general del Ministerio de Educación y luego ministro de Educación del gobierno, en una carta dirigida al ministro de Justicia, declaró que “respecto del libro escrito por Rubem Fonseca, ruego transmita al señor ministro nuestros aplausos por la medida tomada contra ese trabajo representante de la obscenidad literaria en nuestro país”.
El cobrador, uno de los 10 cuentos que da nombre a su colección de 1979, fue también censurado. Aquí narra las andanzas criminales de un fulano que está convencido de que ha sido lesionado por un abuso causante de su pobreza, discriminación, de sus dientes, y por tanto debe cobrar matando, pero dando placer a sus víctimas, cuando son mujeres. “Mientras se la metía y sacaba, dice en un momento previo al asesinato, le iba pasando la lengua por los pechos, por la oreja, por el cuello, y le pasaba levemente el dedo por el culo, le acariciaba las nalgas. Mi palo comenzó a quedar lubricado por los jugos de su vagina, ahora libia y viscosa. Como ya no me tenía miedo, o quizá porque lo tenía, se vino antes que yo”. El cuento, que había sido premiado por Ferreira Gullar, fue defendido por el presidente de la prensa con el argumento de haber sido elegido entre 2.000 concursantes y que, censurarlo, podría perjudicar la industria editorial.
El caso Morel (1973) -dirigida «exclusivamente a las personas casadas, a los padres y madres de familia, a las personas serias y maduras que se preocupan de los problemas sociales y buscan detener los movimientos decadentes que nos conducen al abismo. Su objetivo no es divertir sino instruir y moralizar»- narra con crudeza los mecanismos con los cuales un artista logra burlar los rituales sociales y el aburrimiento, trazando, de varias maneras, el camino de las futuras ficciones de Fonseca, con el provocativo tratamiento que da a la crueldad, parodiando la novela negra.
Paul Morel, pintor y fotógrafo, recibe en su celda la visita del comisario Alberto Mattos y el novelista Fernando Vilela porque aquel ha decidido dictar su biografía. Lo que recordará será de frenesí, una vida demoledora y corrompida que va revelando la insipidez de su existencia. Morel ejerce el arte con el mismo cinismo con el que apremia a mujeres promiscuas y degradadas tratando de aliviar su neurosis, hundiéndose en un infierno porque él, como otros de su entorno, se prodigan invariables en la libídine, la violencia, el crimen, la escritura literaria, las artes plásticas, el cine y los videos. Vilela, que estudió con Mattos, fue policía y abogado antes de convertirse en novelista de éxito y Morel, teniendo un nombre y merecido premios, quiere ser escritor y ha imaginado formar una familia con varias mujeres, una de las cuales aparece muerta en una playa donde, por última vez, se vio con ella. Sabemos entonces que el nombre de Morel es Paulo Morais, que los de su familia y las mujeres son falsos, y que la muerta escribía un diario dando detalles de su relación con Morel. Aun cuando no dudamos de que el crimen es obra suya, otros hilos de Ariadna continuados por Vilela informan que Félix, un forajido de poca altura, que habitaba cerca de la playa donde ocurrió el homicidio, recogió el cuerpo y lo llevó a su casa estando todavía viva la víctima. Así llegamos al final sin saber cómo se aclara esta madeja de indicios porque según el comisario Mattos “La condena de Félix es un final perfecto para nuestra historia. Vamos a olvidar que era inocente…”.
En la realidad, concluimos, la verdad es indescifrable, o no existe, o reside solo y siempre, en la ficción. Como William James, para Fonseca la verdad histórica no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. El protagonista escribe una novela dentro de la novela, o una tragedia dentro de la tragedia, mientras reflexiona, en la fábula que conjetura, sobre la condición redentora de la escritura, indagando, al tiempo, en las reglas del oficio. La desgraciada vida de Morel es el tedium vitae que alimenta las sociedades contemporáneas y sus centros de vanidad y vedetismo.
El gran arte (1983), elegante y sutil, es una galería de criminales, putas, traficantes y capitalistas ordinarios que desfilan a medida que van entrando en la danza policial. Mandrake, narrador y protagonista, es un abogado cínico, promiscuo y amoral, experto en las artes del puñal, a quien el destino siempre gana las partidas. Como detective Mandrake no resuelve los enigmas que plantean los casos, es el destino quien pone en sus manos las soluciones. Si no tiene éxito como investigador, en cambio como amante es incombatible. Dos prostitutas permiten que vayamos descubriendo mundos ocultos y delirantes, trepidantes acciones y raras ramificaciones que inexorables conducen hasta don Thales Lima Prado, literato frustrado nacido del incesto y el estupro y cabeza mayor del narcotráfico. Los decorados de las historias son sórdidos bares y cafetines de mala muerte, suntuosas mansiones y pueblos fronterizos con Bolivia, donde la cocaína es reina y el crimen rey.
Agosto (1991), que muchos consideran su obra más cuidada y tejida, descubre -a partir del asesinato de un miembro de la oligarquía durante el gobierno de Getulio Vargas y de un atentado a un periodista de la oposición- una cadena de sucesos siniestros y corruptos con circunstancias y personajes de la vida social y política del Brasil contemporáneo.
Getulio Vargas (1882-1954) fue cuatro veces presidente [1930-1934; 1934-1937; 1937-1945 y 1951-1954]. Un atentado a comienzos de agosto de este último año liquidó al mayor de aviación Rubén Vaz y dejó herido al periodista y enemigo del presidente Carlos Lacerda, alias el Cuervo, desatando una crisis política que terminó en el suicidio de Vargas el 24 del mismo mes en el Palacio de Catete en Río de Janeiro, entonces capital de la república. Lacerda fue herido en la calle Tonelero 180 cuando regresaba de una conferencia en un colegio de Tijuca. Lesionado en un pie, en el hospital acusó al entorno del presidente. Las investigaciones terminaron culpando al jefe del gabinete de Vargas, Gregorio Fortunato, y al hermano del primer magistrado, Benjamín. Diecinueve días después, con la crisis en su momento más tórrido y bajo ultimátum de las Fuerzas Armadas pidiendo su renuncia, Vargas se disparó en el pecho acicalado en su pijama. Lacerda y su grupo abandonaron el país amenazados por las hordas varguistas, que por miles salieron a las calles atacando incluso el más grande diario del país, que le hacía oposición al Padre de los Pobres.
La novela no parte del atentado en la calle Tonelero (5 de agosto), sino de la madrugada del día primero con el asesinato de Paulo Machado Gomes, presidente da Cemtex, en el edificio Deauville, investigación que el comisario Alberto Mattos irá relacionando poco a poco con el entramado de corrupción que gestiona el crimen y, a su vez, con las fuerzas políticas que luchan por derrocar a Getúlio Vargas. El comisario es, ahora, un culto desencantado que desea restaurar el “orden y el progreso”. Tampoco finaliza con la muerte de Getúlio Vargas el día 24, sino con la muerte de Mattos uno o dos días después, y el ascenso de los bicheiros dueños del juego en los casinos, al poder.
La novela policíaca alberga la histórica. Mattos encuentra en la calle Deauville un anillo que adjudica al asesino. Después concluye que pertenecía a Gregório Fortunato, por lo que está seguro se trata de un crimen de Estado. Pero se equivoca porque pertenece al verdadero asesino del empresario, un negro boxeador llamado Francisco Albergaria, alias Chicão, vinculado a su víctima. Anillo que aleja al detective de Chicão, pero lo acerca al mundo político enemigo de Getúlio. El anillo es el medio por el cual el personaje ficticio de la novela se adentra en el relato histórico y el símbolo que vincula a Mattos y Vargas, ya que representa una alianza, una asociación, un destino común. Porque como dice el Canónigo de Toledo durante el donoso escrutinio “la mentira es mejor cuanto más parece verdadera y tanto más agrada cuanto tiene más de lo dudoso y posible”.
Fonseca descendía de campesinos portugueses emigrados a Brasil, y aun cuando nació en un pueblo de Minas Gerais, pasó la infancia en Río de Janeiro donde se recibió de abogado en la actual Universidad Federal. En 1952 comenzó a trabajar en la policía como comisario en el distrito 16 de San Cristóbal, pero casi no hizo trabajo en las calles porque fue un burócrata de la oficina de relaciones públicas. Una beca de la Fundación Vargas le permitió estudiar Psicología y luego se dedicó a su enseñanza en la Escuela de la Policía. En 1953 fue elegido con otros nueve policías para especializarse en los Estados Unidos, donde estudió Administración de Empresas en la Universidad de Nueva York. Luego, mientras litigaba en favor de delincuentes -por lo general negros-, trató de conseguir un puesto como juez, observando de cerca la corrupción y la violencia que vivía la sociedad brasileña. Al dejar el cuerpo entró a trabajar como alto ejecutivo de la multinacional de energía Light y en 1962 hizo parte del grupo que escribía y supervisaba los guiones de la propaganda golpista del Instituto de Pesquisa e Estudos Sociais, integrado por curas, militares y hombres de empresa conservadores y libres de toda sospecha, contra el gobierno institucional de Goulart (1962-1964). La publicación de sus primeros libros coincide con estos tiempos, incluso, la segunda edición de Lúcia McCartney (1978) ocurrió durante la promulgación de la dictadura del Acto Institucional #5, que cerró el Congreso, prohibía las reuniones públicas e instauraba la censura previa a los periódicos, la radio y la televisión. Su éxito vendría, paradójicamente, con la prohibición de Feliz Ano Novo, que le hizo ver, ante los ojos de los lectores, como un escritor opositor a la dictadura y víctima del régimen que él mismo había ayudado a instaurar.
Hasta la hora de su muerte, Fonseca exhibió una falsa modestia propagando que odiaba las entrevistas y los reflectores porque John Updike le había dicho “que la fama es una máscara que los hombres se ponen, pero resulta peligrosa porque les devora el rostro”. Lo cierto es que fue un amoral avivato que supo ocultar sus viejas adhesiones a la derecha y terminó inclinándose, en brazos del fementido mundo que odian sus personajes, e incluso, fue presentado ante Fidel Castro como el comandante Fonseca. Dos veces fue jurado en Casa de las Américas, que en 2004 lo invitó a una Semana de Autor, publicando El gran arte, y la revista le dedicó un dossier. Al año siguiente le otorgaron el Premio de Narrativa José María Arguedas que han recibido genios de la intriga como Roberto Burgos Cantor y Pablo Montoya, este último, también premiado por Nicolás Maduro*. “Todos sabemos -dijo entonces- que Cuba enfrenta hoy dificultades económicas y sociales resultantes, en parte, del bloqueo impuesto por Estados Unidos, repudiado por mi país y por casi todos los países de América y del mundo y condenado por la Asamblea General de las Naciones Unidas”.
Entre 1964 y 2020 fueron presidentes de Brasil Humberto Castelo Branco, líder del golpe de Estado contra Goulart y autor de la autoritaria Constitución de 1967; Artur da Costa e Silva, que cerró el Congreso e instauró la censura; Emílio Garrastazu Médici, que reprimió violentamente a los guerrilleros y la izquierda mediante el espionaje y la tortura, durante “los años de plomo”; Ernesto Geisel, que instauró relaciones con la China y aprobó una nueva ley de censura que aumentaba las restricciones a la libertad de expresión y prohibía a los candidatos opositores hacer discursos públicos, exigiéndoles publicitar solamente su nombre y número de postulación; João Figueiredo, último de los dictadores militares; José Sarney, conocido por su hábil conducción del proceso de democratización, la aprobación de la Constitución de 1988 y la realización de las primeras elecciones directas para presidente después de 29 años; Fernando Collor de Mello, sometido a un juicio político y penal por haber establecido un esquema de corrupción y tráfico de influencias a cambio de sobornos para obtener dinero de empresarios y funcionarios; Itamar Franco, vicepresidente del anterior; Fernando Henrique Cardoso, neoliberal que privatizó las empresas públicas, las telecomunicaciones y energía eléctrica incrementando la deuda externa, que pasó de 14% del PIB en 1994 a 55,5% en el año 2000; Luiz Inácio Lula da Silva, condenado a nueve años de prisión por corrupción y lavado de activos**; Dilma Rousseff, destituida por violar las normas fiscales maquillando las cuentas públicas; Michel Temer, acusado de recibir sobornos mayores a 100.000 dólares, y los primeros meses de Jair Bolsonaro.
Durante esos años Fonseca recibió los premios Pen Club, Fundación Paraná, Fundación Brasilia, Jabuti [tres veces], Asociación Paulista [dos veces], Estación de Sá, Goethe, Pedro Nava, Giuseppe Acerbi, Machado de Assis, Eça de Queirós, Camões y Rulfo***, que debe estar revolcándose en su tumba.
Fue víctima del “complejo de Zuckerman”, personaje de Philip Roth, según el cual los lectores terminan identificando a los autores con sus personajes. Rubem Fonseca no fue el comisario Mattos, era el detective Mandrake.
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Nota del editor:
*Pablo Montoya obtuvo el XIX Premio Rómulo Gallegos, otorgado por una institución oficial, Celarg y tradicionalmente entregado en ceremonia por el presidente de la República Bolivariana de Venezuela.
**"En noviembre de 2019, la Corte Suprema Federal dictaminó que cualquier encarcelamiento, mientras el proceso de apelaciones aún estaba en curso, era ilegal y, como resultado, fue liberado de la prisión." Wiki.
***El Premio Fil en Literatura y Lenguas Romances se llamaba aún Premio Juan Rulfo el año en que Rubem Fonseca lo recibió, 2003.