miércoles, 6 de octubre de 2021

En cada cuerpo el cosmos

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Ilustración de María José Porras Sepúlveda


Por Jhon Isaza


Cuando yo era pequeño el mundo era más simple: las cosas se hacían así y asá, nada estaba estrechamente relacionado con nada. El cosmos, su origen y mutación, era menos que un concepto, ninguna relación guardaba con mis amores y mis odios. En el entonces de mi infancia pocas cosas tenían consecuencias, y podrían contarse con los dedos de una sola mano las circunstancias que merecían un análisis meticuloso. De hecho nadie me dijo nunca que existían los análisis meticulosos. El mundo en el que yo nací era más sencillo, y todo sucedía más rápido, y todo significaba menos. Y luego el mundo se hizo más viejo, llegaron Aristóteles y el micelio y un haiku, y cambiaron todo.  

*** 

Verán: Aristóteles nació hace poco más de dos mil trescientos años, en Grecia, en una ciudad pequeña llamada Estagira. Muchos hemos pensado que gentes que nacieron y murieron hace tanto, que vivieron tan lejos, en mundos tan distintos, con idiomas tan complejos, no han sufrido, como nosotros, las desgracias de una patria gobernada siempre por hábiles viciosos, y no llevan en la sangre la tragedia como destino, y hemos pensado que esas gentes griegas son tan extrañas a nosotros como una felicidad sin temores. Pero leerles será siempre una posibilidad para entender que nos hemos equivocado, que sí llevan tragedia en la sangre, y que tal vez tenemos más en común con Jantipa, Safo, Aristóteles o Sócrates, que con aquellos que han amado nuestros cuerpos. Su intimidad con nosotros no depende de algo tan variable, abandonable y perecedero como la carne. 

La primera vez que escuché lo de las Causas tenía 21 años, fue el profe Ubaldo el que nos dijo: "¡papitos, papitos, pongan cuidado que esto es hermoso!", pero no le creí o no le entendí, o seguro es que estaba todavía en la infancia esa que nos dura tanto a algunos, y tuvieron que pasar más de diez años, y tenía que dar yo esas mismas clases, para poder entender por qué es que era eso tan bello, y dolerme por pasar tanto tiempo viviendo en ese cosmos separado, tanto tiempo en ese mundo celdas. 

El caso es que Aristóteles explica que todo lo existente tiene cuatro causas, cuatro razones por las cuales existe lo que existe (la Causa Material, la Formal, la Eficiente y la Final). Todas son igualmente importantes, pero cumplen funciones diferentes. La Causa Eficiente, por ejemplo, es la causa por la cual las cosas tienen la forma que tienen: si mientras usted lee esto, toma una hoja de papel y hace con ella un avioncito, diremos que usted es la Causa Eficiente de ese avioncito de papel, usted modificó su forma inicial. Así que la Causa Eficiente (usted), modifica la Causa Formal (la hoja rectangular) que a su vez tiene una Causa Material (el papel), y al hacerlo cambia su finalidad (la Causa Final): la finalidad de esa hoja rectangular de papel era imprimir algo en ella, y ahora, con la forma de avioncito, usted le ha asignado una nueva finalidad: la de llegar planeando a tres metros de distancia, por ejemplo. 

La Causa Eficiente es todo aquello que hace que las cosas se transformen. Esto funciona con las cosas y con nosotros, y aquí empieza a aparecer lo sencillo e impactante de la propuesta de Aristóteles: aplicado a los humanos, nuestra forma, no la biológica, sino la forma de nuestras creencias, o nuestra forma moral, cambia, muta, según la Causa Eficiente. Piense usted, por favor, por qué cree todo lo que cree. Piense, por ejemplo, por qué cree que el sol es el centro del Sistema solar. Procure recordar la primera vez que vio una imagen del Sistema solar. Es probable que en este momento su cerebro le haya traído una imagen de una bolita amarilla en medio de otras bolitas de colores, un fondo negro sin límites y elipses delgadas color gris o blanco encerrando la bolita amarilla y sosteniendo cada bolita mientras se suspenden en el espacio. Es probable que esa imagen la haya visto en un programa de televisión o en una maqueta en la escuela. Así que si usted cree que el sol es el centro del Sistema solar y apela a esa imagen en su cabeza para justificar esa creencia, ese programa de televisión y esa maqueta son parte de su Causa Eficiente, porque ese programa y esa maqueta le han permitido tener las creencias que tiene. Lo mismo sucede si usted apela a su profesora de historia o astronomía, o a su último viaje fuera de la tierra: todo aquello que permite que creamos o dejemos de creer, nos modifica, nos cambia, y al hacerlo se convierte en nuestra Causa Eficiente.

En «Homero y Aristóteles», el primer ensayo del libro Los Simpson y la filosofía, dice el filósofo Raja Halwani que tanto Springfield, como el gen Simpson que hace tontos a los varones Simpson, son la Causa Eficiente de Homero, son lo que lo han transformado y lo han llevado a ser lo que es. Un detalle adicional: Homero también hace parte de su Causa Eficiente, es decir: no sólo el lugar en el que vivimos, las cosas y las gentes de las que nos rodeamos, sino también nosotros mismos modificamos lo que somos: lo que escuchamos o lo que vemos, lo que leemos, lo que elegimos. Y resulta entonces que lo que creemos, lo que pensamos, lo que nos hacen y lo que hacemos nos transforma, y quizá es por eso que tiene sentido decir que la inteligencia de nuestros pensamientos y actos dará cuenta de la inteligencia de nuestras transformaciones. Todo lo que nos afecta nos modifica y nos lleva a ser lo que somos, y quizá es por eso tan importante también que andemos con cuidado al elegir amistades y amores, pues lo que ellos sean, será una especie de proyección y bosquejo de aquello en lo que nos podrían convertir. 

La Causa Eficiente no es sólo una entonces, es la palabra para designar las cientos, miles, las millones de variables que han intervenido y que seguirán interviniendo para hacer de nosotras lo que somos y seremos: 

cada uno de los alimentos que hemos ingerido, las voces que en la infancia me susurraron "no", las miradas de odio, los golpes que venían con ellas, el cansancio de vida de una noche que ya olvidé, tanta mierda en el alma a cada instante, el afecto y las soledades, sus intermitencias, cada idea mal fundada, cada daño que causé sin miramientos, mis superficialidades troyanas, los vientos que me traen fragmentos de respiraciones desde lugares lejanos, las lluvias que rocían mi cuerpo con residuos de la tierra, con venenos de los hombres, cada verso leído, recordado u olvidado ("ofensa hace a los buenos, el que a los malos perdona"), su poder en nosotros, la velocidad con la que la Tierra nos hace olvidar que giramos siempre, las posiciones de Marte y Mercurio, la energía de tu cuerpo junto al mío, su ausencia, la imagen de tu risa dada a mí, el olor a niebla, todo, todo, participa de lo que estamos siendo: en cada cuerpo el cosmos. 

En un libro titulado El arte de perderse, la escritora norteamericana Rebecca Solint cuenta que un hombre llamado Matt Root le contó que hay una tribu del centro de California, los Wintus, y dice que le dijo que para señalar las partes de sus cuerpos las gentes de esa tribu no utilizan las convencionales 'arriba-abajo-derecha-izquierda', sino los puntos cardinales. A una integrante Wintus le pica un mosquito en el brazo oeste, y las ideas pueden ir de norte a sur. En esa lengua, dice, "el yo nunca está perdido como lo están las muchas personas que se pierden en la naturaleza hoy en día, sin saber por dónde tienen que ir, sin atender a su relación no sólo con el sendero, sino con el horizonte, la luz y las estrellas: "Me quedé cautivada por esa descripción de una lengua, y un imaginario cultural subyacente, en la que el yo sólo existe en relación con el resto del mundo, en la que no existe un tú sin las montañas, sin el sol, sin el cielo". 

Dicen que descendemos del micelio y en micelio nos convertiremos, fuimos y seremos parte de la parte vegetativa de los hongos, y dicen que bajo la tierra que pisamos, árboles y plantas se comunican entre sí, se informan, se alimentan, y que el micelio constituye esa red mítica que lleva información milenaria que ha sido invisible para los ojos que sólo se saben mirar a sí mismos. Quizá la imagen más a la mano para entender todo esto, para obtener una fotografía de esa relación de todo con todo, la ofrezcan las raíces y rizomas de una planta en maceta: al cabo de un tiempo la vida se expande en cientos de cabellos bifurcados buscando recibir y dar, y se va volviendo una con la tierra en esa celda. Quizá tenga esto también que ver con un haiku, esas estrofas que se idearon en japón para capturar instantes y asombros, para capturar "lo que ocurre aquí ahora", las "nadas inolvidablemente significativas que suceden ante nosotros", lo escribió Kobayashi Issa, mientras observaba las averías de un fragmento de madera de un Shôgi, un juego de mesa:
¡Ah! ¡Qué belleza! 
¡Por un hueco del Shôgi — 
la vía láctea! 
Hay algo adicional, una discusión que sale a flote en todo esto, una pregunta: ¿qué nos queda entonces por hacer, si lo que somos y seremos es, en buena medida, un asunto del viento y del azar? ¿Cómo responder por lo que somos y seremos si son millones las variables que nos transforman, y millones las que escapan a nuestra voluntad? Verán: queda un fragmento en ese universo de las transformaciones, una porción que sí está en nuestro poder y de la que no podemos fácilmente escapar: el pequeño bosque de nuestros actos voluntarios, y la memoria que ellos marcan en el cuerpo, nuestros hábitos. La idea es más o menos simple de expresar: nos convertimos constantemente en aquello que hacemos. Hacer es la forma del ser. Fue pensando en escribir esto que recordé una historia que leí hace un par de años por sugerencia de Sara. Se trata de la contratapa de Juan Forn a Carta a D., un libro que le escribe André Gorz a Dorine Keir, el amor de su vida. En alguna parte de ese libro triste y bello, él le dice: “seremos lo que haremos juntos”, y creo que la fuerza de esa frase encapsula la importancia del hábito y de la forma en que nos modifica, así como las tareas que nos quedan por hacer: de la Causa Eficiente podríamos derivar que no 'somos', que estamos siendo siempre, que esas ideas de fijeza e inmovilidad, de la identidad como un terreno conquistado, como una bandera clavada en un cuerpo, son sólo una ilusión producto de la torpeza de nuestra observación, y seguro de algunos temores; de la Causa Eficiente y el lenguaje de los Wintus, podríamos derivar que si necias insistimos en seguir usando la palabra 'yo', no podemos ya más creer que se trata de una cosa aislada y autodetermiada, "cuando te beso me acompañan legiones", dijo Pessoa el múltiple. En cada beso el cosmos. 

No recuerdo de quién son los versos que siguen, alguna vez se los adjudiqué a la Szymborska, pero bien pueden ser de la Carranza, el caso es que creo que así como el fragmento de la carta a Dorine, encapsulan algo que Aristóteles querría que entendamos: “Esperaba de mi vida/ una tragedia,/ pero se me atravesaron los amigos”. La amistad honesta, el amor, rodearnos más de lo vivo que de lo inerte, ver las relaciones, cuidar la planta y la tierra, habituarnos al reconocimiento del cosmos en todo, son formas, pequeñas, simples formas que nos ayudarán a salir de la ligereza, de la rapidez, de esa ceguera de infancia que nos ha llevado a tantos a creer que existen actos sin consecuencia, a cubrir con nuestra ignorancia las infinitas ondulaciones y relaciones de lo vivo. Cada cual se hará responsable de las consecuencias de sus hábitos, del sufrimiento que nace en su bosque. En un acto el cosmos. 

 * Una versión de este texto fue publicada en septiembre de 2019.


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Publicado por Jhon Isaza
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

1 comentario:

  1. saludos desde el sur que en otro lugar será norte u oeste en este texto que navega en el espacio presente que pronto será pasado por el futuro en que se lea

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