miércoles, 8 de marzo de 2023

Lápices y libretas

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Hay que actuar. Porque no es nuestra acción la que debe plegarse al campo de lo posible,
sino que es la propia acción la que puede abrir un nuevo espacio de posibilidad.
--Alain Badiou

Por Juan Sebastián Rueda Peñaloza

Wikimedia Commons

Colecciono cuadernos, apuntes de toda clase que he ido escribiendo entre sus páginas, algunos a lapicero, aunque la mayoría hechos en grafito con lápices que también conservo desde hace años. Los guardo sin prevenciones, no como lo hacen los filatelistas con sus álbumes de estampillas, o los amantes de los vehículos a escala, que los esconden con recelo, o los exhiben en vitrinas bajo llave para que otros los aprecien sin correr el riesgo de perderlos. Más bien los guardo con descuido; aunque si se me pierde alguno, lo busco durante días, y si no lo encuentro, lo siento mucho.

Los lápices los tengo dentro de vasos desportillados, con borradores carcomidos y ganchos de grapadora oxidados y quitados a la brava, con chinches, clips y el polvo que se acumula en mi escritorio. Con los cuadernos y las libretas me pasa igual: las guardo acá, en un cajón sin llave, sobre arrumes de fotocopias, junto a escuadras sin puntas, cables y aparatos viejos. Cualquiera podría venir a tomarlos, leer algunas páginas o escribir un pequeño escolio, corregir los errores ortográficos o enmendar alguna frase para que suene mejor que antes.

La mayoría de estos apuntes hablan de mí, de mi escritura, mi educación, mis relaciones con los otros y con el mundo, de mis lecturas… Más de la mitad de estos cuadernos no tienen fechas. Leyéndolos en su conjunto puedo aventurar un orden cronológico, bien sea por la caligrafía que me habla de una época, la aparición o desaparición de ciertas ideas, por la ortografía, los autores que nombro, o mis experiencias. Aunque esta no es una labor muy creativa… ¿para qué establecer un orden? Sólo tengo este deseo de matar la tarde lenta que se me escapa sin una página aún escrita.

De adolescente escribía poesía, breves expresiones del desamor, la interioridad y la contemplación. En el cuaderno con la portada de motocicleta me encuentro con un haiku escrito en letras grandes: “También para el mosquito / la noche es larga / larga y solitaria”. Hoy, de nuevo, soy como el mosquito, con este sonsonete de frases enumeradas y el sinsabor de lo que digo. Si lo que garantiza la recepción de la obra es el horizonte ideológico común entre mis lectores y yo, ¿en qué momento dejé de compartirlo? ¿Lo tuve alguna vez? ¿Cuál es mi horizonte?

Recuerdo que a mis dieciséis me enamoré y escribí algunos poemas. Una mañana, para una celebración del día del idioma, los expuse en papel acetato sobre las paredes del salón de clases; la profesora de entonces y mi futuro profesor de escritura se sintieron orgullosos y me felicitaron. A los pocos días, me llegó una invitación a participar en una velada de poesía en el colegio en el que estudiaba la chica que me gustaba, y lo supe gracias a mi profesora, porque ella había enviado mis poemas por fax para que los evaluaran. Entonces fui, leí de último como los cobardes, y la miré a los ojos con temor. Los poemas eran tristes, pero aún recuerdo las tardes sonrientes de ese amor bonito que nunca fue del todo por mi falta de confianza. ¿Y qué tiene que ver toda esta historia con el horizonte? No sé, pero todo ensayo cuenta algunas historias y habla sobre algunos temas, y lo importante en sí no es eso, sino los interrogantes existenciales que plantea.

Kundera pensaba igual cuando escribía sobre la novela, en cuya estructura existe la historia o las acciones en un primer nivel, y los temas que se entrelazaban en un segundo plano: “Cuando la novela abandona sus temas y se contente con narrar la historia, resulta llana, sosa”. Los temas son esos interrogantes existenciales que hablan del hombre y su relación con el mundo. La forma en la que se habla de esos temas es un arte. Yo, parafraseándolo, ensayo a hacer micronovelas cuando me siento a releer y a escribir sobre mis notas.

En el fondo lo que quiero en esta tarde no es leer sino encontrar lectores, lo dije hace unos párrafos: cualquiera podría venir a fisgonear entre estos papeles y meterles mano si eso le place. ¡Qué bonito sería interpelar a algún lector!

En mis clases de universidad hablábamos de Bordieu y de los campos, de la gente del común que aspira a novelista, que apuesta ética, estética y políticamente a través de una toma de posición que puede leerse entre sus páginas. Hablábamos de eso y de las luchas, sobre todo de las luchas consigo mismo y los choques con los otros para hacerse campo. Por ese camino llegábamos a veces a decir que el arte, la obra en sí, no existía sino que la creaba el campo. ¡Qué pendejadas en las que nos enfrascamos cuando no hay pan sobre la mesa y somos insaciables!

¿Qué idea de escritor tendrá este libro, esta revista o este blog al que aspiran estas páginas? ¿Qué los diferencia? ¿Cuáles son las leyes específicas de cada campo, además de las que se enumeran en los apartados de “cómo publicar” o “colabora con nosotros”; todas esas cosas nunca dichas? Está claro que soy un escritor porque escribo, pero el asunto va mucho más allá, siempre parece ir mucho más allá. Como consuelo para la tarde hay que decir que el concepto de escritor no es universal ni estático: cada campo construye el propio: no es el mismo en todas partes, ni en todos los países, ni en todos los momentos de la Historia. En todo caso, estas son cuestiones sociológicas, y yo lo que deseo es despojarme del barrullo para escribir algunas páginas, algunas buenas páginas.

Si estoy destinado a crear un puente que medie entre el pasado y el futuro, espero que la intención de este gesto se comprenda. Si no soy digno de la Historia, tampoco quiero sucumbir con este texto a una publicación efímera. El precursor y el creador tienen que ser valientes además de solitarios; sin temor a los compromisos ni a los errores tengo que apostar como el jugador. Si soy juicioso, como decía Maslow, me asustaré de mi temeridad y de las conclusiones provisionales a las que haya llegado, y me pasaré unos cuantos años de mi vida intentando averiguar la forma de probar estos presentimientos.

Como el poeta que fui en mi adolescencia, he de regar las calles asfaltadas con la confianza de que nacerán lirios en ellas.

En otra de las libretas encuentro apuntes sobre lecturas del diario de campo como herramienta antropológica, y viene a mí el recuerdo del diario que intenté hacer hace dos o tres años durante la pandemia. Al principio, puedo leerlo aquí en esta pequeña libreta, describía con detalle las cosas que hacía al día, los pensamientos que me embargaban. Fueron meses duros y estériles, de muerte y de lavar las cosas con rabia. Fue un proyecto que fracasó por la falta de horizonte, por la ingenuidad en medio de la muerte y la omisión de un pensamiento para un lector, aunque fuera ideal, de esas entradas. Aun hoy me resulta tedioso leer este librito, me parece que no dice nada, y es que en verdad no dice nada: listas de alimentos consumidos, enumeraciones de encuentros e interacciones, descripciones de síntomas y nada.

En cambio, ese otro diario que llevo desde hace años en mi computadora, esos “retazos”, como los he llamado, que en sentido estricto no son un diario, sino un semanario o un mensuario o qué sé yo, esos textos sí han perdurado y aún me dicen cosas, cosas que sigo averiguando con la certeza y la convicción de un gran presagio. Ese diario, decía, que he escrito sin afán y con el propósito de conservar como un faro las reflexiones intelectuales, las emociones, los hechos trascendentes de mi vida, los sueños y las pesadillas, para habitar la identidad que he ido construyendo como lector, escritor y ser humano.

Mi gran Marcel me habló hace poco de la última película de Tarkovsky. El protagonista conversa con su hijo mudo, le cuenta la antigua historia del monje que plantó un chamizo estéril en lo alto de una escarpada con el fin de ordenarle a su joven discípulo que lo regara cada día hasta que floreciera. El joven, obediente, subía cada día a la colina para regarlo y se marchaba después de meditar cuando caía la tarde. En la cotidianidad de sus días seguro se hacía preguntas sobre el por qué o el para qué de tal acción, pero ellas se detuvieron cuando al cabo de tres año subió al peñasco y contempló el árbol lleno de retoños. Ese día valió la pena y comprendió el sacrificio, el método y sus virtudes. También yo, como el alter ego de Tarkovsky, como Marcel y como tantos otros, a veces me digo a mí mismo que si cada día, a una hora particular, siempre a la misma, si en ese mismo instante realizara cualquier acción, escribir a lápiz, por ejemplo, como si fuera un ritual, si lo hiciera sin cambios o variaciones, sin preguntas, el mundo cambiaría.

A veces pienso que la escritura se frena o se bloquea por falta de un lector. A veces yo mismo soy ese lector que falta.  El sujeto escritor, el objeto escrito y el sujeto lector. Cuando existen los tres puede pensarse que hay escritura o, mejor, cuando se completa la triada puede pensarse que el oficio del escritor cobra sentido. Lo importante en sí no es lo escrito, sino la relación que el texto permite entre el autor y el lector. Siempre hay un lector o el anhelo de un lector al otro lado de la escritura. En tono jocoso me digo a veces: el deseo del escritor es vivir a sueldo de su anhelo de relación. ¡Qué le paguen por eso, carajo, qué belleza!

La depresión creativa, esa espera estéril sobre la que aún sigo escribiendo y escribiendo páginas, debe encararse con valentía. Para un escritor en crisis no hay mejor forma de comprobar su fuerza vital que la de enfrascarse en la aventura de su propia lectura, su propia escritura y su propio problema. Si consigue acabar, todo se habrá consumado. Si no, la depresión irá a más.

Alguien me dijo un día que tengo hábitos de monje: por eso sigo escribiendo y coleccionando apuntes, lápices y libretas.
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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

3 comentarios:

  1. Excelente, me hizo viajar en el tiempo y recordar mi infancia. Estoy completamente de acuerdo con la parte que dice: "Siempre hay un lector o el anhelo de un lector al otro lado de la escritura." y "El precursor y el creador tienen que ser valientes además de solitarios; sin temor a los compromisos ni a los errores tengo que apostar como el jugador."

    Muchas veces, cuando uno innova o trabaja en algo nuevo, "se aparta" del mundo porque la creación de algo que está a punto de nacer, como resultado de una idea creativa, nos hace pensar que nos estamos alejando o desconectando del entorno. Sin embargo, es precisamente en ese momento cuando estamos más conectados con todo, ya que hemos decidido emprender la labor activa de crear algo que tendrá un impacto en el mundo. Ese hecho produce, como consecuencia, algo inevitablemente bello, aunque quizás pase desapercibido para algunos o quizás otros no lo entiendan o lo ignoren."

    Felicitaciones, excelente articulo y muy interesante esta revista. Saludos desde Italia.

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  2. "el deseo del escritor es vivir a sueldo de su anhelo de relación"

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  3. "...he de regar las calles asfaltadas con la confianza de que nacerán lirios en ellas." Parece esteril la labor de escribir como oficio, pero cambia, el mundo interno y el resto, al confrontarse en l@s lectores, al publicarse en cualquier forma y florece como el chamizo.

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