domingo, 2 de junio de 2024

"Si yo fuera hombre"

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Sobre ¿De quién es esta historia?, de Rebecca Solnit

Solnit | Fuente


Por Paula Andrea Marín C.

 

Vivimos dentro de ideas. Unas son refugios, otras son observatorios y otras, cárceles sin ventanas.

 

Al igual que muchos otros movimientos por los derechos humanos, el feminismo es un proceso de amplificación de voces hasta que puedan defenderse por sí solas, y también un proceso de solidaridad, de manera que las vocecitas se acumulen hasta ser lo bastante fuertes para oponerse a los dictadores.

 

Desacreditar a mujeres concretas y construir relatos en los que las mujeres son narradoras poco fiables y los hombres controlan la verdad es uno de los viejos harapos del emperador, y me gustaría encender una hoguera con ellos.

 

--Rebecca Solnit, ¿De quién es esta historia?

 

“Si yo fuera hombre” es uno de los ensayos que aparece en el libro ¿De quién es esta historia?, de Rebecca Solnit, la escritora estadounidense de quien ya publiqué aquí una reseña sobre tres de sus libros anteriores, hace un par de años (ver Corónica). En este libro volvemos a encontrar los temas de Solnit: el feminismo y las luchas sociales, esa creencia en las acciones colectivas, no en los héroes individuales, sino en la interdependencia y su esperanzada visión de las nuevas generaciones y de un cambio que es imparable. “Si yo fuera hombre” es mi capítulo favorito del libro. Imagínense, por un momento, que van a una fiesta de disfraces vestidas del género opuesto; lo que siente Solnit es “la sensación de no tener que complacer a nadie ni resultar agradable”. Sé que esto es exagerado, que los hombres también lidian con la presión de agradar y complacer en ciertas circunstancias y ante ciertas personas, y que, sobre todo, lidian con la exigencia de ser exitosos (¿Qué sentirán ellos disfrazados de mujeres?), pero es indudable que la presión de complacer no está tan presente en ellos como en las mujeres y esto nos lleva a actitudes como esconder nuestra inteligencia, devaluarla o ponerla en duda, para no “amenazar” el brillo de los hombres con los que estamos, para no “molestar” ni “ofender” a nadie, para no perder el amor de nadie, para no quedarnos solas. Al leer esa frase de Solnit sentí la misma libertad de ser lo que quisiera y como quisiera, y el poder que sentí fue muy grande, uno que nunca he sentido y que me imagino tampoco han sentido la mayoría de las mujeres.

 

Luego de esta reflexión, Solnit pasa a examinar algunas experiencias que definen a las mujeres; la de ser hijas de nuestras madres, por ejemplo:

 

Ella [su madre] quería de mí algo imposible, una combinación de amiga íntima, confidente, apoyo y persona de la que echar pestes por cualquier cosa en cualquier momento o a la que atacar sin que hubiera ninguna consecuencia: una persona que nunca llevaría la contraria ni se marcharía ni defendería sus necesidades; una persona que no era una persona, que es lo que a ella le habían enseñado a ser.

 

La única forma aceptable de librarme de la dedicación a ella [su madre] era dedicarme a otras personas –encontrar marido, tener hijos-, y no la falta de tiempo porque trabajara y tuviera mi propia vida… En sus esperanzas subyacía lo siguiente: yo he sacrificado mi vida por los demás; sacrifica la tuya por mí.

 

Hay muchas madres que perpetúan el patriarcado al desestimar el valor de la vida de sus hijas, cuando estas no cumplen el papel de madre o de esposa, o ambos; si no cumplen ninguno de estos papeles, lo más natural, entonces, es que perpetúen el papel histórico que nos han endilgado y que nos hemos dejado endilgar: las eternas cuidadoras de otros y de otras, en este caso: la de nuestras madres.

 

Este es otro de los temas que obsesionan a Solnit: cómo las mujeres hemos sido consideradas, desde el patriarcado, en inexistencia, porque solo resultamos útiles si existimos en relación a otros, sobre todo, en relación a hombres, como si nuestras propias vidas no tuvieran importancia. Y es que esto es reforzado día a día por el patriarcado femenino de la maternidad tradicional, pero, sobre todo, por el masculino. Las situaciones abundan; Solnit menciona varias, entre ellas, las de los muchos hombres que se dedican a desplegar sus teorías y anécdotas ante las mujeres, pero nunca se detienen a interesarse por ellas y a preguntarles algo y, encima de todo, no dejan que los interrumpan (no de las mujeres, pero sí de los hombres), pero ellos sí interrumpen el discurso de las mujeres, a quienes antes les han pedido que sonrían.

 

Solnit también habla de lo que supone que las mujeres suelan usar zapatos y vestuario que entorpecen la libertad de movimiento (aunque creo que las nuevas generaciones están cambiando absolutamente eso), porque su ropa debe estar pensada para agradar el ojo masculino. Por otro lado, muchas mujeres son conminadas, presionadas y hasta amenazadas por sus maridos a votar por quien no quieren y muchas de ellas no tienen más remedio que traicionar sus principios y entregar su voto a los deseos de los esposos, quienes no creen que ellas tengan derecho a pensar y a decidir por sí mismas (y muchas de ellas terminan también creyéndolo). En relación con el aborto y los embarazos no deseados, Solnit habla de la práctica de muchos hombres de quitarse el condón y penetrar sin él a la mujer, sin su consentimiento, porque primero está el placer de ellos (el mito de que así sienten más) y luego la salud y la libertad reproductiva de ella. Conozco, además, a otros que nunca se lo ponen, a pesar de haber acordado usarlo (acuerdo que, a estas alturas, ya debería darse por descontado), e intentan penetrar sin el consentimiento de las mujeres, lo que convierte la relación en una violación (que a veces la mujer acepta, por miedo a que el susodicho se enoje, se vaya con otra y ella se quede sola).

 

El ámbito sexual sigue siendo un espacio en donde se disputan muchas de las luchas por la equidad de género. Lo demuestra la mención anterior al tema del aborto y el uso del preservativo, pero Solnit adiciona un caso más: “A las jóvenes que acusan a alguien de violación suelen decirles que perjudicarán el brillante porvenir de su violador y no que tal vez él se lo haya buscado y que el brillante porvenir de ella también debería importar”. De nuevo, la sociedad patriarcal muestra su funcionamiento: es el placer de él el que se impone, el que se debe defender, así como en los casos de los hombres que se asumen como marginados sexuales porque algunas mujeres han rechazado sus propuestas y se sienten con derecho a reclamar por ello, como si se diera por descontado que las mujeres deben responder a los deseos de los hombres, como si tantísimas mujeres no se sintieran también marginadas sexualmente, porque esos mismos hombres que han sido rechazados por mujeres que responden al estándar de belleza femenina, rechazan sin ninguna empatía a las mujeres que se apartan de ese estándar, al igual que también se apartan ellos. Del otro lado, están los hombres que, si bien no se sienten marginados sexualmente porque obedecen al estándar de belleza masculino, se sienten amenazados porque ahora no saben cómo hablar con una mujer, a riesgo de ser denunciados por acoso; Solnit les responde con una frase inolvidable: “Quizá porque, al parecer, le cuesta distinguir entre hablar con una mujer y tocarle el culo”.

 

Volvemos al tema central del libro: nuestras vidas, cada una, importa, nuestras historias importan; no solo las de los señores o la de los señores y señoras “famosas”. Quizá la lucha más importante de las mujeres es convencernos de esto: de la sensación de indignidad que está arraigada en la mente de la mayoría de nosotras y de la necesidad de desestructurarla, de dejarla sin poder sobre nuestras acciones. Dice Solnit: “Si desentrañamos el trauma que suele describirse como un efecto del maltrato, en su interior encontramos una merma de la capacidad de la víctima para fiarse de sus propias percepciones y aptitudes”. Esa merma suele manifestarse cuando alguien nos hace daño y nuestra primera reacción no es enojarnos, defendernos o huir, sino dudar de si el otro o la otra tienen razón en maltratarnos, así que nos quedamos calladas. Este es el signo de que vivimos bajo un trauma que es consecuencia de los muchos maltratos que hemos experimentado y que hemos interiorizado como naturales. El efecto de esto es vivir creyéndonos nuestra propia inferioridad y la autoridad que los otros y especialmente los hombres tienen sobre nosotras.

 

A este trauma de maltrato que se convierte en la raíz de nuestros comportamientos y que nos lleva a convertirnos en las víctimas perfectas de toda actitud patriarcal, se une el mandato que nos dice que no podemos expresar nuestra furia, nuestra ira, porque una “mujer buena” no debe enojarse, no debe “descontrolarse”. Tenemos tanta furia acumulada por tanto maltrato recibido por tanto tiempo, por tanto dolor reprimido y ante el que ha sido imposible defenderse, que no es extraño que salga ahora en forma de incendios, ante el menor motivo; es lo mismo que sucede cuando hemos sido obligadas y obligados a abstenernos de cualquier cosa que sea vital: en cuanto se presenta la menor oportunidad, queremos devorarlo todo. ¿Cuál es la ira útil?, se pregunta Solnit. No aquella que busca destruir al otro o a la otra, sino aquella que se convierte en “la facultad de delimitar nuestra propia experiencia”, es decir, saber muy bien cuáles son nuestros límites y estar dispuestas, en cualquier situación, a defenderlos, a veces, con un simple y tranquilo “no” y otras con una negativa acompañada de uñas y dientes, de ser necesario. El feminismo nos permite ir entendiendo esto, al mismo tiempo que nos responsabilizamos de irlo interiorizando en nosotras mismas, para salir de ser víctimas y para no convertirnos en victimarias, porque eso solo permite perpetuar el ciclo.

 

Solnit cuenta la siguiente anécdota: un cliente le cogió el culo a una camarera. Sin vacilar ni un instante, ella se volteó y lo tiró al suelo. Su jefe y la policía la apoyaron; dice Solnit: “Me sorprendió la seguridad de la mujer respecto a cuáles eran sus derechos, así como la gente que la respaldó: me había acostumbrado a verme sola en situaciones similares; me había formado en una época distinta”. Yo también me formé en una época distinta (a la que de ninguna manera querría volver). Lloré mucho al leer esta anécdota, esa frase de Solnit, porque he pasado por muchas situaciones en las que no estaba segura de cuáles eran mis derechos, de si tenía alguno. Mis instintos de defensa, de enojo, de huida estaban atrofiados, bajo los efectos de un trauma que en todos y todas se remonta a los primeros años de la niñez, que se alimenta de las actitudes patriarcales de todos los días y se convierte en un monstruo que se traga nuestro valor propio; recuperar ese valor es la tarea más importante del feminismo y de cada una de las mujeres del mundo.

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  • Rebecca Solnit, ¿De quién es esta historia? Trad. Antonia Martín. Barcelona: Lumen, 2023.


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Publicado por Paula Andrea Marín C.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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