Para los Danieles y Sergio
Por Paula Andrea Marín C.
Un mundo donde el cielo sería –como bellamente dice Michel Onfray- ideal de la razón en la Tierra… Y donde, en vez de vida eterna, importaría la eterna vivacidad.
-Carlos
Framb, Del otro lado del jardín.
No recuerdo cuándo fue el primer
encuentro con ella: la eutanasia; seguramente, debió haber sido alguna noticia
que vi en televisión a finales de la década de 1990 (cuando se despenalizó la
eutanasia en Colombia, para pacientes con enfermedades graves o incurables).
Desde entonces, cada vez que veo o escucho algo sobre el tema, me quedo ahí y
leo, escucho, aprecio. Luego fue Leila Guerriero, quien en su texto “El ‘no’ es
un peligro vivo” planteaba una idea que se ha vuelto muy importante para mí: la
vida no es lo fundamental, vivir no es lo fundamental, sino cómo hacerlo y eso
incluye cómo morir. Hay muy pocas ideas que se han vuelto principios tan claros
para mí, pero la de la eutanasia es una de ellas: tenemos derecho a vivir y a
morir dignamente.
Supongo que, en un primer momento,
lo que me llamó la atención fue la posibilidad de elegir, pensar que había una
alternativa, que no teníamos que aceptar todo lo que nos fuera dado (cuando,
donde y como sea), incluida la muerte, por esa mezcla de azar y destino que son
nuestras vidas. ¿Para qué prolongar una larga y dolorosa enfermedad que no
tiene cura?, ¿para qué vivir cuando ya no se puede gozar conscientemente de
nuestra integridad, de nuestra identidad? Doy las gracias cada vez que hay un
avance en la legislación en Colombia sobre la eutanasia y espero que, si llega
a ser mi caso o el de algún ser querido, encuentre una mano que tenga compasión
o pueda extender mi mano compasiva.
Creo que la diferencia entre el
suicidio (la muerte voluntaria, como prefiere llamarla Carlos Framb en su libro Del otro lado del jardín) y la eutanasia es
que, por lo general (y sin que mi intención sea simplificar tan complejo tema), alguien que decide suicidarse lo hace porque está en un
estado de decepción o de desesperación, de ira o de melancolía; en ese caso, el
suicidio se contrapone a la vida y el suicida actúa desde un enojo con ella. En
la eutanasia no hay un enojo, sino una aceptación radical de que es imposible
la continuación de la vida, porque el deterioro físico, psíquico y mental son
imparables; no se rechaza la vida, sino la imposibilidad de seguir presente (en
cuerpo, mente y alma) en ella. Por esto, el suicidio me parece, sobre todo,
triste (y celebro a los suicidas que se pueden ir sin cuentas pendientes con la
vida, cuando “tal decisión [es] la consecuencia de un cálculo racional y
prudente”, como reflexiona Framb en su libro); la eutanasia, en cambio, me parece bella.
Toda esta introducción para hablar
sobre el libro del escritor antioqueño Carlos Framb (n. 1964), que conocí,
gracias a la película colombiana Del otro
lado del jardín, estrenada el año pasado, y que contó con las maravillosas
actuaciones de Vicky Hernández y de Julián Román. El libro es presentado como
una novela, pero creo que no es tal. Aquí no hay ficción literaria; Framb
escribe un testimonio, una narración personal de la forma en la que, en 2007,
ayudó a su mamá, Luzmila Alzate, de 82 años, a morir dignamente (un acto que en
Colombia y en muchísimos países es un delito, pues solo está aprobada la
intervención de un médico o del mismo paciente, según la sentencia de la Corte
Constitucional de 2022), tras un largo y penoso sufrimiento, debido a varias
enfermedades crónicas. No he leído los libros de poesía de Framb, pero quedo
con muchas ganas de hacerlo, porque una de las características más
sobresalientes de Del otro lado del
jardín es su tono poético, reflexivo e íntimo (excepto por los apartados en
los que el autor reconstruye los argumentos del abogado defensor y de la fiscal durante
el juicio en su contra). Framb incluye en el libro un ensayo sobre el bien
morir, a partir de la lectura de varios filósofos y escritores. La literatura y
la filosofía son para el autor un sostén en los momentos más críticos o aciagos y,
en Del otro lado del jardín, ambas se
convierten en una correspondencia entre la reflexión y la narración que
configuran la obra.
Framb fue acusado de homicidio
agravado, luego de que su hermano lo encontrara inconsciente junto al cuerpo de
su madre, quien había fallecido hacía algunas horas, después de ingerir una
mezcla de morfina y somníferos, que Carlos le preparó y que él también tomó,
pero que, en su caso, lo dejó en el umbral entre la vida y la muerte. Allí
empieza una travesía de varios meses en los cuales Framb es llevado al búnker
de la Fiscalía y luego a la cárcel de Yarumito (en Itagüí, Antioquia), mientras
se lleva a cabo su juicio.
En la primera parte del libro,
Framb narra la manera en la que, al ver las constantes expresiones de su madre
de tristeza y desánimo por sus enfermedades y las continuas peticiones a Dios
para que se la llevara pronto, decide incitarla a acudir a la eutanasia. Luzmila toma la decisión luego de someterse a una fracasada
intervención quirúrgica en los ojos. Framb decide morir con ella (sin confesárselo),
porque siente que su vida sin el ser que más ama (junto con su perro) no vale
la pena de ser vivida. Este gran amor por su madre, testificado en sus
esmerados cuidados hacia ella en vida, su dedicación a ella, es –en buena
medida- uno de los mayores argumentos a favor del autor, para demostrar que no
se trató de un acto homicida (arrebatar la vida a quien quiere mantenerla),
sino de un suicidio asistido. Este es el único aspecto del libro de Framb con
el que me obligo a mantener distancia, quizá porque el demasiado amor por una
madre o por un padre, en una cultura en donde nos han enseñado que debemos
amarlos, incluso pasando sobre nosotros mismos, puede llevarnos a perdernos a
nosotros mismos. Sin embargo, entiendo el acto de Framb, más allá de un acto de
amor de un hijo por su madre, como un acto de compasión de un ser humano por
otro, especialmente, cuando esos dos seres humanos (o no humanos, como en el
caso de los animales que viven con nosotros) han sido íntimamente cercanos.
¿Qué pasa en una persona que
intenta suicidarse y no lo consigue? Cuando despierta, Framb reflexiona sobre
su “fracaso” y piensa que le han dado una prórroga para “justificarse”; esa
justificación resulta ser Del otro lado
del jardín, escribir la historia de su madre, de su buena muerte y la de él
y del juicio que demostró que ayudar a morir a alguien por compasión no es
igual a un homicidio. Durante los meses que dura este juicio, el autor es testigo
de la amistad, pues son algunos de sus amigos quienes se reúnen para pagar un
buen abogado y su equipo, y son otros quienes le ofrecen sus casas para
hospedarse, y otros muchos más quienes le escriben cartas y correos
electrónicos para apoyarlo y acompañarlo. También es testigo Framb de los
amigos que desaparecen, aquellos que no “superan” la prueba de la amistad y que
duelen en el corazón, así como de otros conocidos y desconocidos que le
recuerdan el poder de la poesía, de sus poemas que han quedado en la memoria de
varias personas. Esos amigos lo ayudan a paliar su sentimiento de soledad
inconmensurable.
Pienso en el Framb de hoy, 16 años
después de su absolución por el cargo imputado y 17, luego de la muerte de su
madre; ¿habrán cambiado sus ideas sobre la muerte voluntaria, la muerte
asistida, la soledad, la poesía? Ojalá algún día este libro se convierta en un
pequeño best seller, como lo ha hecho
Lo que no tiene nombre, de Piedad
Bonnet. Aunque soy consciente de las grandes diferencias entre ambos
(Bonnett-madre hablando del dolor de perder, por suicidio, un hijo que padecía
de esquizofrenia; Framb-hijo hablando de ayudar a morir a su madre para que no
sufriera más sus enfermedades) y de que esas diferencias son insalvables en un
país donde en la misma medida en la que es complejo vivir dignamente, lo es la
de morir en las mismas condiciones, y en el que la figura de la madre es más
respetada, valorada e inclusive idolatrada, que la del hijo, anhelo que este
libro de Carlos Framb siga encontrando lectores y lectoras, y que la posibilidad de
elegir la eutanasia sea cada vez más una opción al alcance de la mayoría. Todas
y todos tenemos derecho a una buena muerte y, como dice uno de los personajes
de la más reciente película de Almodóvar (La
habitación de al lado, una bellísima defensa de la eutanasia), tal vez solo
nos van a dejar ser totalmente libres de ella cuando el sistema sanitario
colapse.
Del
otro lado del jardín, Carlos Framb. Bogotá:
Aguilar, 2024 [2009, 2015].
Ver: Reseña en Revista Corónica sobre el libro Del otro lado del jardín, 2012, por Pedro Ismael