miércoles, 25 de diciembre de 2024

"Lovers Rock" || serie Small Axe de Steve McQueen

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Un día de fiesta de cumpleaños se convierte en la excusa para que negros inmigrantes en Londres se reúnan. Allí, en la casa de la anfitriona, se cuece el alimento del cuerpo. Comida. Baile.
Small Axe de Steve McQueen se abre a los ojos del espectador como si le urgiera cerrarse tras el ingreso del extraño. Su interior es intocable para el extranjero: un nudo plegado que solo se desenvuelve cuando el espectador se vuelve huésped. 

El baile tiene un papel aparentemente secundario, si nos guiamos por su tiempo de duración en la película. Pero la pausa que hace McQueen en el desarrollo de la película, con el baile como interrupción y con el trato que le da, sugiere otra cosa. Para no convertir la película en documental, la escena de baile no puede extenderse por siempre, pero el énfasis de la cámara en permanecer quieta sobre los bailarines sugiere que no es tampoco una escena decorativa.

No está tratada con asepsia, como si McQueen dijera que en el baile hay una naturaleza viral que impide el distanciamiento. Tampoco se exagera, reverbera o ralentiza el sonido de la música. La cámara no presta especial atención a la cara de los bailarines, ni a su gestualidad. El baile no es un trance espiritual. Es materialidad pura y no consciencia de algo trascendente. Por eso a lo largo de la fiesta, las emociones de los personajes no se ocultan: se presentan tal cual son los cuerpos en movimiento. No se sacraliza el baile como puente con lo divino. Es transversal a la vida y por tanto al cuerpo. La cámara insiste en ver estáticamente a los bailarines y el tiempo de la película transcurre a la par del tiempo real: no se ralentizan las emociones, ni se enfatizan los éxtasis. El baile es ante todo una animalidad sujeta al orden material donde el tiempo transcurre según su curso natural, y no según los parones del éxtasis. 

Al éxtasis lo sustituye el placer físico y material que se gira para decirle: este no es terreno para que la metafísica ponga pie. La metafísica es culpable de que la costumbre del baile se vuelva exótica, parece decir McQueen. Viene a poner una frontera para diferenciar a los negros de los blancos: aquí los blancos tirando paso con porte regio, allá los negros santeros en trance. Hace que la costumbre del baile no se aprecie en tanto costumbre que ha venido a ser costumbre después de un recorrido histórico concreto, sino que se entienda como creencia. Una creencia con la que no es posible dialogar. Que no permite ser usada como espejo para que los blancos se vean reflejados también en ella.

McQueen no lo dice, pero el tiempo de la película que le dedica a las escenas de baile, pareciera decir que si hay algo que nos pertenece es el grito primordial, el movimiento iracundo. El hombre primitivo suponemos que le grita a la arbitrariedad de la naturaleza, este hombre negro de McQueen pasando por la historia le grita a la arbitraria conversión de naturaleza en cultura: ¿en qué momento se nos volvieron los pies que antes eran para ustedes de bestia en tradición? Ser negro en este Londres de los 60 al que retrata en su serie de películas Small Axe no es ser bestia, sino apenas una cuestión de mal gusto. 

En esta fiesta el grito de los bailarines no es iracundo porque tengan rabia. Es iracundo en tanto que va en una dirección sin sopesar la mirada externa. Iracundo porque hay vehemencia. Empecinamiento. Aunque el ritmo se repite, los que lo bailan están comprometidos de lleno y con fiebre en el movimiento hasta el final. La paciencia de la cámara acompañando las largas secuencias de baile es un testimonio de que la materialidad de ese baile, su estar en el espacio de los acontecimientos reales donde las cocineras cantan y algunos buscan amores no puede ser cortada. Por eso McQueen se detiene en los que bailan reggae para que el contraste entre la imagen y el sonido refuerce la idea de esa materialidad: si lo que suena viene como avalancha de lodo mezclando dogmas religiosos y el sentir de un tiempo, lo que se ve es lo que se toca. Es la vuelta del materialismo, parece decir McQueen, para que la espiritualidad no se coma la especificidad de las dificultades del diario vivir.

Ese grito del cuerpo no es un compromiso que se debe cumplir para pasar al siguiente tema. Es un riego de movimientos que tiene un final que siempre se posterga, y se desmantela porque la realidad cotidiana irrumpe reclamando atención. Entendido así, el cuerpo grita permanentemente sus necesidades, ya sea a través del baile, o del canto, o de la preparación de los alimentos, o de las discusiones convencionales que tienen lugar en la fiesta. 

Una pregunta no resuelta está en saber si ese grito les pertenece a los negros, o pertenece, en tanto que grito primordial, a todo el mundo. McQueen no da respuestas, pero parece haber una sugerencia en el doble trato que le da a las escenas de baile: por un lado las desacraliza, cuando la cámara sigue a tiempo real el baile, y por otro lado, parece insistir en que hay algo en el baile como elemento constitutivo de esta comunidad de inmigrantes, cuando la cámara permanece sobre las cocineras mientras cantan. El hecho de que se tome un tiempo en mostrar qué están cocinando le da especificidad al ambiente que quiere crear para tirar con arco y flecha sobre la memoria del espectador: aquí hay una comunidad de inmigrantes de este y este país que canta al cocinar y que conocemos por sus platos específicos. Que canta como si ahí hubiera un ingrediente que le da sabor a la comida. Que conduce a la comida por una senda mejor saborizada. 

El hecho de que los blancos apenas aparezcan y cuando lo hagan deban salir del entorno donde ocurren los eventos, puede ser una pista que McQueen deja rebotando. Vine a hablar de los negros. Que de los blancos hablen otros. La pregunta de si el grito primordial le pertenece a todo el mundo no le interesa tanto a McQueen. Le interesa decir: le pertenece a los negros. Ya ustedes busquen a otro que les diga si les pertenece también a los blancos. 

A la búsqueda de un baile que les pertenezca a los cuerpos y no a las razas, McQueen le pone un mapa de finos trazos. La fiesta se presenta como un evento normal. McQueen no le da demasiada importancia a un personaje. Distribuye el tiempo de la cámara entre todos. Va con vista de pájaro escondido a verlos a todos. No parece haber sarcasmo, ni adoración a sus rituales, a sus gestos. Los presenta como rituales que perdieron su sacralidad, porque perdieron su exotismo. McQueen le pone una queja a la iconografía que hacen los blancos de los negros. No nos pongan en un marco. Vean como huéspedes y no con zoom desde la ventana. No somos un territorio por descubrir. Somos ocupantes del mismo espacio y ya. Vengan a verse a ustedes si fueran nosotros.

Pero, ¿cómo se convierte el transeúnte en huésped?  La mirada del extranjero que se quiere empapar desde afuera es siempre simétrica, balanceada: estos hacen esto así como nosotros hacemos esto otro. Le entra a las incógnitas con cautela. Puede que sea metódico en sus acciones para tratar de ser justo. Entra con manual de acciones a la casa del desconocido. Para entrar por la puerta de la fiesta, parece decir McQueen, hay que untarse de sudor que sabe muy salado y puede caer mal cuando se traga. 

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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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