martes, 13 de diciembre de 2016

Más vale tarde

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Cuando lo conocí no tenía idea de quién era. Corría el año 2009 y él como un dinosaurio enorme, de amable sonrisa, se deslizaba por los pasillos del hotel Hucaima en Valencia Venezuela, pedaleando lentamente su cigarrillo Marlboro y saludando a todos los demás poetas quienes le extendían tremendas muestras de cariño; una de ellas, la que más recuerdo, fue por parte del poeta peruano radicado en New York, Miguel Ángel Zapata, quien a diario hacía aparecer ediciones tras ediciones del poeta y lo abordaba al desayuno, comida y cena, para hacérselas firmar. Él con una ingente cortesía iba escribiendo dedicatorias sobre montones de libros que le servía a la mesa Miguel Ángel, para acompañar el buffet.
Las actividades del festival al que estábamos invitados habían sido agotadoras y era poco lo que podíamos compartir unos y otros yendo y viniendo de teatros y auditorios para universidades y centros culturales, por una buen pedazo del Estado Carabobo al norte de Venezuela.
Una tarde, después de tomar el almuerzo, el poeta mexicano se dirigió hacia mí con cierto tono de preocupación y urgencia. Me llamó por mi nombre y a continuación dijo:
−Necesito pedirte un favor.
Cuando le respondí que sí, prosiguió a explicarme que todas las computadoras del hotel estaban ocupadas y que aun así no lo estuvieran, él necesitaba de la mía, se la extendí de inmediato y agregó tímido: 
−El favor es todavía más complicado…
Me explicó con su pausada forma de hablar, que no traía los lentes para ver de cerca y requería de mi parte le revisara los correos que no había podido examinar.
Yo no le vi problema y aprovechándome de la situación le extendí una silla, saqué uno de sus cigarrillos, y dejé mi computadora en sus manos.
−No me entiendes, no necesito tu computadora solamente; requiero que por favor digites mi correo y mi contraseña, porque con estos lentes no puedo ver el teclado.
−¿Cuál es el correo?
−berney1963@yahoo.com.mx
Torpe e insistentemente le dejé de nuevo el ordenador para que él escribiera su contraseña, me hizo ver que no podía hacerlo, caí en cuenta por fin, de que requería mis servicios como escriba. Seguí fumándome sus cigarrillos y pasé abrir su cuenta. Me dictó dos fechas: una del siglo pasado y otra del antepasado, ante mi cara de desconcierto agregó:
−Es la fecha de nacimiento y muerte de mi madre. Yo no tengo secretos con nadie.
De inmediato comencé a leerle amables comunicaciones en español e inglés que le extendían amigos, universidades, centros culturales, casas de la cultura y festivales. 
Luego contesté un par de sus correos, y él amablemente me disuadió de la tarea que tuvo lugar un par de veces más durante el encuentro.
Debo confesar que cuando se retiró de la mesa, en la primera ocasión, busqué en google alentado por la inquietud de saber quién era el hombre a cual se dirigían con mucha urgencia y cortesía tantas personas e instituciones.
Tamaña ignorancia la mía, abrí de par en par los ojos cuando comencé a atar cabos, a recordar que la persona a quien me le estaba fumando los cigarrillos, era el traductor de Eliot y Wilde, el poeta José Emilio Pacheco. Sentí vergüenza de ser un poeta, sentí vergüenza de ser joven e iletrado. Salí a la calle y compré dos cajas de cigarrillos que en los días siguientes le extendí con cortesía y evidente pena.
No podía privarme de enseñarle mis poemas ¿quién sí?, me hizo un par de correcciones sobre rimas que le parecieron de más; le contestamos correos a Cambridge, a amigos, familiares y a medio mundo en varias lenguas, que deseaba rendirle homenajes y extenderle invitaciones; me dictaba en pausado y diáfano inglés sucintas respuestas, pues creía que me agobiaba redactar sus palabras, en tanto yo no cabía en mis zapatos al saber que estaba respondiendo la correspondencia de José Emilio Pacheco.
En los días siguientes unas cuantas lecturas más nos unieron, yo me convertí en su sombra y su amanuense; durante largas noches lo acompañaba en la mesa de los poetas donde él hablaba con los escritores argentinos, sobre la importancia del tango y la ranchera en la cultura popular americana. Recuerdo que una noche frente a mi silencio dijo:
−No olvides que la respuesta hermosa de tu país a estas músicas fue el bolero.
Entonces no solamente empecé a devorar sus libros, sino que los acompasaba con boleros en tanto iba armando mi personaje insospechado.
El festival terminó y un par de correos más se presentaron entre nosotros. 
Cualquier dato biográfico que agregue a estas páginas, me haría aparentar ser un conocedor y si algo quiero dejar en claro aquí es mi barbarie.
Mi primera visita a su país, no me permitió verlo, llevaba conmigo Tarde o temprano, la bella antología que publicó el Fondo de Cultura Económica, con la intención de hacerlo firmar por él. Pocos días permanecí en su tierra pero me prometí volver al país desde donde ahora, en su ausencia redacto este texto de añoranza y respeto.
Hoy que el cortejo de Mutis y Márquez, aún late en el viento, hoy que los escritores colombianos han muerto en estas tierras y el que era colombiano, pero renunció a su nacionalidad y se declaró muerto desde su hace como 4 novelas; me hecho a caminar por la colonia Hipódromo, intentando encontrar a José Emilio, para presentarle mi siempre renovada admiración y mis eternas excusas. Más vale tarde.
Yo no sé si valga recordar que José Emilio, de acuerdo a su nobleza, siempre se sintió orgulloso de haber recibido el dictado de Arreola, yo no sé si pueda copiarme de Pacheco a estas alturas, pero de seguro tendré para responder a los demonios −como seguramente lo hizo él con los ángeles frente al cuestionamiento−, ahora que se cumplen dos años de su desaparición, con renovado orgullo su frase que me copio en estas líneas: “Cuando entre al infierno y los demonios me pregunten: —Y usted, ¿qué fue en la vida?, responderé con orgullo…”: —Amanuense de Pacheco.
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Publicado por Larry
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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