Por John Better
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Espera y me doy un pase.
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¡Dale!
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Ahora sí, empieza…
Como infantes enloquecidos por una vistosa piñata, algunos miembros de la barra brava Los Cuervos daban garrote limpio al
esquelético cuerpo de la Loca de Siempre. La encontraron in fraganti dando su
espectáculo callejero, esos encuentros sexuales al que invitan los lugares desiertos en altas
horas de la noche.
Hirviendo en cólera y licor colado con pastillas, luego de
haber sido derrotado el equipo de sus
tristes vidas, desfogaban su frustración
con la Loca, quien no advirtió a tiempo esa troupe que ser acercaba a sus espaldas.
Qué iba a presentir
nada, si ella apenas empezaba su ronda
de cacería por los alrededores del estadio Metropolitano y no se veía un alma a esa hora. Nada
presagiaba lo que se avecinaba.
Estaba tan prendida a
la verga del chicuelo con el que había tropezado hace unos minutos, tan absorta con el aroma de ese ramajeado
valle alcalino de su pubis que cuando
sintió el primer golpe reventando en su cabeza fue
inútil aferrarse a ese mástil erecto que no pudo sujetarla en su
caída.
Se oyó un disparo, la manada de bastardos emprendieron la huida,
dejando a Loca De Siempre revolcándose en el suelo, vomitando sangre sobre
aquella arena de la lujuria donde noche tras noche llegaban en enjambre los
maricas de toda la ciudad; escondidos en el follaje, mimetizados en la sombra,
a la espera del unicornio que se oculta en la espesura o del atleta corriendo
en pantaloncitos apretados.
Todas aguardando el momento propicio para descorrer la
bragueta adolescente y desenfundar los tibios nabos de la cosecha.
En la distancia los agresores reían alucinados con sangre de la Loca salpicada en sus camisetas
roji-blancas como el triunfo de sus más íntimos odios.
Las luces del estadio se
apagan. Los hinchas vuelven a su estado amorfo .Mañana les aguarda otra
dura jornada de trabajo. Decepcionados, algunos beberán con desgano sus cafés amargos en frías oficinas donde kilos de
papelería contable se alzan
contra ellos como muros del tedio.
Otros, ocuparán los bordillos y las esquinas donde hierve el desempleo y el debate futbolero sobre quien tuvo la culpa
de la reciente derrota. Las mismas discusiones que retornarán hasta el próximo juego, al que llegarán llenos
de odio. Traspirados por el tedio laboral volverán en hordas al sagrado
estadio-templo, al poquito de opio (cafuche) que les da la vida: esos once
chicos corriendo como autómatas tras un balón. Un balón como una cabeza
decapitada a la que patean duro. ¡Porque
el fútbol es de machos!
-¿Verdad, marica?
-Sí, niña, no interrumpas, déjame y sigo leyéndo…
Debieron ver a un
grupo de travestís dándose rejo en un
campito de arena en el barrio San Roque de Barranquilla. Debieron ser testigos
de las patadotas, los cuerpos
hormonados, los vozarrones de trueno
gritando “pásala, pásala”.
Fue hace tantos años:….
-Anda , marica, una historia dentro de otra historia, qué enredo.
-Deja de interrumpir,
sigo…
En ese entonces éramos
un club de mariquitas clandestinas que nos reuníamos en los parqueaderos del
estadio Metropolitano, una extinta cofradía de la que hoy solo quedan amargos silencios, voces extintas en la noche peluda de aquellos
años., viejas fotografías donde casi todos ya están muertos.
Sonrisas congeladas por el flash plateado del Sida que ya
empezaba a cosquillear en nuestra sangre.
Cualquier día llego la Loca De Siempre con la noticia de que
en el barrio San Roque estaban organizando un partido de futbol que no podíamos
perdernos.
En principio nos pareció extraño, y lo fue más cuando nos enteramos que jugarían las travestis fleteras del centro contra un
grupo de lesbianas estibadoras del mercado público.
Aquello fue un evento inolvidable, una extraña historia que
aún se cuenta con nostalgia en círculos negros de la ciudad. El lugar se hizo
pequeño para recibir a tantas personas atraídas por la naturaleza del evento.
Apareció gente de todos lados, un zoológico de las más raras especies, esa fauna
urbana que se esconde monte adentro, ciudad adentro. Mariposas nocturnas que se ocultaban
tras lentes oscuros para disimular el
mal sueño, el rictus de la peste que a la luz del sol era tan evidente.
Pero aquel fue un día para mezclarse todos con todos en un estadio
improvisado. Un día para alegrar el mundo en nombre del sagrado fútbol, la
pasión católica de un pueblo que a veces les prende velas a santos vestidos de
guayo y camisetas. Poco importaba que estos fueran jugadores de otra clase.
Chicos que prefirieron el labial y la pestañina a los juguetes bélicos de la
niñez; mujeres que eligieron algo más rudo que eso de usar tacones o
maquillaje.
Salieron al campo, enfundados en una identidad confusa.
Corría el aguardiente por las gradas, nubes alucinógenas se desarmaban con las risotadas de los chicos
negros que pedían a las travestis que les dedicaran al menos un gol.
Las “trabas” que parecían vestidas para una noche de puteo. Mientras las divas se pasaban el labial de mano en mano, acicalaban sus peluquines o encementaban sus pestañas, las nada femeninas “Chicas de acero”, se entretenían haciendo malabares con la pelota como auténticos jugadores profesionales.
Cuando rodó el balón todo fue una fiesta, un estallido de
locura colectiva, gritos y aplausos. A medida que el disco solar rayaba las
caras y el primer gol por parte de las travestis hizo hervir la sangre, el
ambiente se hizo tenso, el ave del mal augurio dejo caer su pluma negra, y
aquel espectáculo se convirtió en una
furiosa división de barras corales que se acribillaban unas a otras con
obscenos himnos de combate.
El primer tiempo terminó con un empate, el intermedio fue un
receso de quince minutos, y lo que vino después fue una final de balas y
cuchillos rasgando la tarde. Porque no todo en el fútbol es alegría, porque a
veces el odio tiene la forma de un balón, y con goles se saldan viejas cuentas,
antiguos rencores.
El campo quedó vacío en segundos, nadie supo cómo o
porqué empezó todo. Quienes estuvieron allí,
recuerdan gritos, vidrio partido
buscando incrustarse, niños con largas pelucas en la estampida: ¡un muerto!
Alguien dijo señalando el campo desierto. El recuerdo es una bandera de sangre
que aún se sacude en mi memoria, y en
esta noche de junio de 1996 cuando llego
hasta la romería que rodea a la Loca De
Siempre, quien agoniza sin que nadie diga o haga algo, es como una paloma que parece gritar: “no miren por dónde se me
escapa la vida”. Allí me quedo hasta el final de este juego lúgubre, solo en esta
tribuna de llanto, con el consuelo de las estrellas en la altura, con las luces
del estadio apagándose lentamente una a una, con algo como el sonido de una
sirena de ambulancia que se acerca.
-Está como fuerte la
cosa…
-Un poco. Cuando
termine te presto el libro, es de una loca escritora de acá, escribe así
siempre
-Niña, hablo del
perico, está “Forte”
-¡Maldita!
-¿Y todo eso sí pasó?
-La marica lo cuenta,
yo creo que sí.
-Bueno, ya basta de historias, pongámonos actuantes y a producir, hoy es quincena y hubo partido de
la selección y ganamos, esta noche los
hombres vienen bien prendidos, hoy el puteo no tiene nombre.
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Imágenes: John Better
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Imágenes: John Better