martes, 23 de febrero de 2021

Seis mil cuatrocientos dos

0


Mural realizado por el Movimiento de Víctimas de Crimenes de Estado (MOVICE). Imagen tomada de Pacifista. 


Por Keren Marín 

Viernes en la mañana. Dos hombres discuten airadamente sobre los últimos acontecimientos nacionales. El primero, de rostro cetrino y mirada nerviosa, levanta la voz y al hacerlo frunce el ceño con fuerza. Al principio sus palabras son encubiertas por el ruido pero a medida que su cólera aumenta, cada sílaba puede escucharse con claridad desde el otro lado del vagón. Le cuestiona a su acompañante el sesgo descarado que demuestra al tratar de manchar el nombre de un expresidente de la patria. Menciona que no es posible comparar las atrocidades de las FARC con los errores cometidos por el Ejército y señala con furia la poca credibilidad de las fuentes, el ansia de venganza de la oposición. 

 

Su compañero, un poco más bajo y de tez trigueña, le escucha con impaciencia y al menor descuido le arrebata la palabra y empieza a mencionar la magnitud de las desapariciones, la soledad de las madres de cuyo seno fueron arrebatados sus hijos. Entre quienes presencian la escena y que se apresuran, por así decirlo, en ir al trabajo, se forman dos grupos que discuten vivamente el caso de los falsos positivos. Los unos gritan que no puede acusarse a toda una institución por hechos aislados. Los otros sostienen, por el contrario, que fue una práctica sistemática. La disputa ruge con vehemencia y los rostros se deforman entre gestos de hostilidad. Tras varios minutos, una mujer afirma que la culpabilidad recae sobre los muertos ¿o cómo explicar que hayan sido tan ingenuos? ¿que hayan aceptado dejar sus hogares para aventurarse a lo desconocido? “Es falta de autocuidado” sentencia. Y con aquellas palabras la discusión queda zanjada. El hombre más bajo abandona el vagón mientras quienes comparten su mirada quedan absortos en el mutismo. 

 

Esta escena bien podría representar la experiencia de la política en Colombia, un país ensombrecido por la falta de esperanza y en donde la violencia y el exceso cimientan el orden social y por ende nuestros imaginarios y valores, pues una cultura -en palabras de Sartre- también se define por las formas de matar y morir. Al respecto Elsa Blair, socióloga e investigadora colombiana, afirma que la muerte supone tres actos: (i) su ejecución, (ii) su interpretación y divulgación y (iii) su ritualización. En cada uno de estos momentos la comunidad política se enfrenta al reto de nombrar, comprender y tramitar el dolor padecido. Sin embargo, cuando la muerte se expresa en términos de exceso -tanto por el número de víctimas como por las formas en que se ejecuta el acto- la violencia rompe con las nociones de lo verosímil y entra al terreno de lo improbable e imaginario. 

 

Es tal la magnitud de este fenómeno que la realidad pierde sus contornos y somos incapaces de darle sentido al hecho de que más de seis mil personas hayan sido asesinadas a cambio de días libres, dinero o alimentos. Y es allí, en este vacío de significación, donde nuestra comunidad política se enfrenta a un desmoronamiento político y moral, pues al no saber qué hacer con sus muertos, opta por transformar un hecho extraordinario en una experiencia rutinaria donde el sufrimiento del otro es simplemente irrelevante e incluso incomprensible. Sin embargo, esto no ocurre de manera espontánea. Para que suceda se requiere de un poder que observe con beneplácito la antipatía y que promueva la infantilización de sus ciudadanos y ciudadanas a través de la manipulación de la lógica y el lenguaje.

 

Basta considerar la forma en que se ha abordado el tema de los falsos positivos y su representación en los medios. En la Revista Semana, por ejemplo, María Andrea Nieto mencionó que se estaba librando una cacería de brujas contra los líderes políticos del país. Para defender su punto retomó las palabras de Álvaro Uribe, quien en diversas ocasiones ha cuestionado las cifras reportadas dado a que estas provienen de “enemigos ideológicos de su gobierno”. En esta misma línea Nieto menciona que si bien estos hechos son “horrorosos, repudiables, dolorosos y no se pueden volver a repetir, hay que estar alerta para que las investigaciones no se politicen”. 

 

Por su parte, Paloma Valencia consideró que se estaba intentando hacer una justicia “sin pruebas, lapidando inocentes, mancillando las Fuerzas Armadas y, sin embargo, al final el único resultado es la impunidad” pues argumenta que son las FARC quienes tienen responsabilidad directa ya que los cuerpos encontrados en Dabeiba (Antioquia) y reportados como falsos positivos “son bajas producidas por la guerrilla” y no por el Estado. De ahí que 16 organizaciones de oficiales de la reserva activa de las Fuerzas Militares expresen su rechazo al pronunciamiento de la JEP y señalen que esta información “afecta de manera grave el honor y el buen nombre institucional”. 

 

Tan solo en estas representaciones del hecho y en la manera en que las palabras desdibujan lo acontecido, puede entreverse la infantilización del lenguaje político. Primero porque en lugar de refutar los argumentos se atacan personalmente a los adversarios, en este caso a las ONG’s (Argumentum ad hominen). Además, lo que está en debate no es la vida misma, sino las cifras que registran el horror. De tal manera, el acontecimiento deja de estar relacionado con la dignidad y la justicia para transformarse en un asunto cuantitativo, técnico. En segundo lugar, se alude a la tolerancia como un valor irreconciliable con la búsqueda de justicia, arguyendo que llevar al debate público lo que acontece no causa más que fractura y politización (Razonamiento ad hoc). Ello supone exiliar la moralidad de la vida pública y aislarla en el espacio privado e individual, abandonándonos -por consiguiente- a una existencia en donde no es posible saber que la vergüenza y la compasión son conceptos compartidos. En este escenario -como afirma Ece Temelkuran- no es a los responsables de los hechos, sino a quienes llaman la atención sobre él, a quienes se culpabiliza de polarizar la sociedad y atentar contra la democracia. 

 

A estas estrategias también se les suma la manipulación de las emociones políticas cuando, por ejemplo, se refieren los hechos cometidos por las FARC y se comparan estos con las faltas -aparente mínimas- del Estado colombiano. Este desplazamiento de la indignación no permite considerar que independientemente del escenario, el Estado enfrenta una doble responsabilidad: ya sea por asesinar a sus ciudadanos(as) o por no ser capaz de protegerlos del fuego de la guerra. No obstante siempre existirá una historia que permita librar al poder de su arbitrariedad e indolencia o ¿no señaló el exgeneral Mario Montoya a la pobreza e ignorancia de los soldados rasos como culpables de lo acontecido? “No entendieron la diferencia entre resultados y bajas”, aseveró. 


Mientras tanto quienes buscan el rastro de los desaparecidos no sortean únicamente el cruce de balas sino también un cruce de sentidos en donde -y para nuestra vergüenza- hemos optado por interrogar a las víctimas en lugar de los culpables y en insinuar que el exterminador no está del todo equivocado. Normalizar la muerte y asignarle la culpa al cadáver es la forma de reaccionar ante el exceso que constituye la vida política y social del país. El peligro que trae consigo es que el poder -cuando no encuentra obstáculos en su camino- se levanta como un gigante que no discierne entre aliados o enemigos. Tal vez una mañana quien haya defendido al régimen termine siendo engullido por él y cuando ello suceda no habrá voz alguna que logre retumbar en los miles de sepulcros que se levantan en el horizonte. Para entonces, no habrá nadie que recuerde lo que significa la injusticia.


Author Image

Publicado por Keren Marín
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nos gustaría saber su opinión. Deje su comentario o envíe una carta al editor | RC