Juan Merchán
De las cientos de imágenes que hacen parte de lo que llamara Heiddeger avidez de lo nuevo o avidez de novedades, en el 2017 las imágenes la crisis migratoria en Europa parecen mantener una tímida fuerza. Sin embargo, debido a que la imagen del cuerpo de un niño de 3 años sirio que murió en las playas del Mediterráneo ha logrado, con su inherente crudeza, mover arriba la línea de tolerancia ante el horror, estas imágenes del año que terminamos sobre la tragedia siria y los intentos aún más arriesgados de los refugiados para entrar en Europa[1], caen ya con facilidad en lo que queda atrás o lo no curioso, más definiciones tomadas del filósofo del Ser que no obstante parece que no esperaba que su dasein cayera tan de bruces en lo resbaladizo de lo cotidiano, en ese desapego (que se pretende mentalmente saludable) de la tragedia del otro.
Esas imágenes de policías histriónicamente rompiendo las cabezas de
gentes arrodilladas que cruzan fronteras alambradas, esos videos de pueblerinos nacionalistas que
como bienvenida les imponen reverendos puños y militares patadas para hacerlos
sentir cálidos en casa, escenas constantes a lo largo del año, perdieron su tensión
significativa, cayendo en esa etérea área de lo ya visto, ya vivido, área
construida a partir de la hipervisualidad.
Quizá si la sangre hubiese corrido rauda sobre la arena blanca de las playas de
Costa Azul, o si otro chico sirio hubiese caído muerto esta vez en Bulgaria,
esas imágenes hubiesen agitado nuestra curiosidad lo suficiente para 3 o quizá
4 días de debate en redes sociales. Entonces es el cómo, y no el qué. Es
entonces el estilo, como lo señaló ya Lyotard, el que ahora da valor a la imagen,
y ya no el contenido.
En un año donde de manera estrafalaria el debate político, económico y
hasta ecológico ha estado ligado a aquel personaje tan ridículamente siniestro
que habla de murallas y vetos, la guerra que sigue ardiendo sangre en Siria parece
diluirse en el olvido. Ese olvido, dada la mencionada nula o leve reacción a
imágenes estilísticamente saturadas, corre el palpable riesgo de convertirse en
negación. Lo ya visto carece del impacto de la novedad, y, debido a nuestra
avidez por lo sorpresivo, la sugerente mente humana establece un filtro de prioridad.
En una aldea de información infinita, es imposible ceder sensibilidad a cada
evidencia de horror humano. Entonces inicia el descarte.
¿Esta imagen hiere mi susceptibilidad? ¿Aquél video contiene agresión a animales? ¿hay ancianos víctimas? ¿Hay
niños víctimas? ¿En qué parte del
mundo sucedió la tragedia? ¿Conozco
esa parte del mundo? ¿Son más de 50
las víctimas? ¿Cuántos de mis amigos
están compartiendo información sobre la tragedia? ¿Personas afines a mi pensamiento sociopolítico están hablando de la
tragedia? Y es allí donde el imbatible microprocesador humano realiza un ágil
descarte que determina si se presiona o no el botón en la pantalla, o si se esa
noche de la tragedia el sujeto hablará en público de su empatía con las
víctimas. Pasarán miles de imágenes, imágenes en movimiento y textos frente a
nosotros ese mismo día de la tragedia. Sin embargo, la mente negará entonces las
que no resultaron del filtro de cercanía (pretendida o sincera). “Nunca la vi” (ergo)
“nunca existió”
Pero y bueno, entonces ¿dónde entra el arte (si es que entra) en ese
tinglado de elusión? Nadie sabe. O nadie quiere saber. Pero entonces está
Kaurismaki con su más reciente filme, “El
otro lado de la esperanza”, un valiente manifiesto humanista que nunca
abandona las raíces de su autor. De entre todas las artes, como afirmaba
Tarkovski, solo en el cine se puede realizar lo que en otras no, se alcanzan límites
irrealizables desde otras orillas del arte. Por más pretencioso que eso sea, (y
Kaurismaki no escatima en pretensión), es cierto que el cine de directores como
el finlandés aún mantiene esa mirada originalmente certera de la realidad. En
este último filme, Kaurismaki mantiene con certeza la característica más
diferenciadora de su obra, el humor negro, adaptándolo esta vez a una historia
que detiene el olvido de la imagen y se centra en uno de los refugiados sirios
que pudiesen ser miles, de esos que ponen, un pie si, y el otro también más
allá de los Balcanes.
El director finlandés ha logrado forjar una filmografía robusta (17
largometrajes, 3 documentales) a partir de situaciones cotidianas que se ven
enfrentadas a las tragedias sociales de cada tiempo. Pero es sin duda su astuto
uso del humor en situaciones de desesperanza lo que ha hecho de él un director identificable,
cohesivo en su propuesta y muy sagaz en ese manejo narrativo.
Desde su adaptación de Crimen y
Castigo, o en historias de
campesinos que viajan a la ciudad o a Estados Unidos debido a la quiebra de la
industria minera y el campo (Ariel, Los
Chicos de Leningrado viajan a Nueva York), Kaurismaki desde el guion señala
momentos de absurdidad en situaciones que pueden hacer reír o llorar, o quizá
las dos cosas. En lugar de ensalzar el contenido dramático de un hombre que lo
ha perdido todo en un robo, incluso su memoria (El hombre sin pasado) y horadar la tristeza que esto puede
producir, Kaurismaki opta por hacerlo caer en el error risible, en el absurdo
que supone su nueva condición y la actitud de los que lo conocerán. Kaurismaki
no corta una escena por exceso de drama, la mantiene aunque amortiguada con
acciones, frases y miradas que suavizan el impacto, pero que recuerdan que lo
mismo le puede pasar al espectador. Es un simple reflejo de la imposibilidad de
una felicidad o tristeza completas, de los matices propios de la realidad.
En El otro lado de la esperanza, Khaled,
un joven sirio que escapa a las fauces de la muerte, al parecer no logra del todo
deshacerse de sus zarpazos. Durante ese trasegar de más de 3500 kilómetros, su
hermana se pierde en una de las trampas humanas impuestas por la canalla
Europa. La motivación del personaje, compulsiva a lo largo de la historia, le
fuerza a vivir la vida del inmigrante sirio en suelo hostil. Indiferencia y
discriminación cotidiana, represión estatal, amenazas de deportación, ataques
de pandilleros neonazis, hambre. Pero el espectador tiene entonces la sensación
de que, por muy verosímiles que se presenten cada una de las situaciones, la
labor actoral (Sherwan Haji) y la
escritura y dirección de Kaurismaki entregan a la narrativa un constante flujo
de esperanza, de nuevo haciendo uso del recurso de los comportamientos absurdos
y de una fuerte presencia del concepto de amistad.
De manera paralela camina Wikström
(Sakari Kuosmanen) un tipo de personaje recurrente en los filmes de
Kaurismaki y el cual da cara a esa generación Finlandesa que se alimentó de la
bonanza nórdica antes de 1990 y que luego entró en crisis una vez caída la
Unión Soviética. Jugador de póker y comerciante, Wikstrom carga a cuestas su
propio drama personal, y resuelve apostarlo todo a un restaurante anticuado,
con empleados ridículos pero leales. Es un bosquejo más de la sociedad de
Helsinki que tanto conoce Kaurismaki.
Con una narrativa ágil, con vaivenes entre la desazón y la espera, El otro lado de la esperanza se ubica
como una sentencia atrevida y tremendamente actual, que no solo grafica el
exilio sirio en Europa, sino que confronta sin parquedad esos arraigados odios
del europeo hacia lo diferente, lo alienígena. Ante tan irrefrenable arribo de
hipervisualidad, Kaurismaki parece querer volver a la máxima del ingenio
artístico parar, pensar, proceder. Quizá el 2018 permita que otras miradas logren
ralentizar tanto movimiento de información que provoca toda esta masiva
confusión (e indiferencia).
[1] Un periodista del portal de noticias político.eu
realizó un crudo seguimiento a un grupo de refugiados sirios que ingresaron a Europa
y sus inimaginables estrategias para pasar al otro lado de esa cortina impuesta
por la unión europea. Su crónica se puede encontrar en https://www.politico.eu/article/bulgaria-threat-to-refugees-migrants-human-rights-dangerous/
Impecable revisión y crítica de una película que no solo invita a verla sino a reflexionar sobre como cada vez en un mundo más abierto estamos irremediablemente solos en nuestro ser.
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